El viernes pasado, al salir de mi clase de arte, me pareció ver a Vila-Matas entrando en la librería Tipos Infames. No hubiera reparado en su presencia, distraída como estaba buscando Los Diarios de Iñaki Uriarte, si mi acompañante, bastante más avispado que yo, no me hubiera dado un codazo que casi me parte en dos.
No es la primera vez que me pasa algo parecido. Y no me refiero a lo del codazo. De hecho, empiezo a estar acostumbrada, soy puro despiste, ya lo sabéis. Me refiero a estos encuentros fortuitos con algún famoso, como me pasó en Bolonia cuando casi tropecé con Umberto Eco al salir de la Feltrinelli o con Carofiglio en un restaurante de Roma. Ninguna de las veces fui capaz de reaccionar y me limité a seguirlos con la mirada, dejándolos escapar con esa timidez que me caracteriza, sin atreverme a intercambiar ni un par de palabras y mucho menos pedirles una dedicatoria en un libro. Ese gesto lo reservo a esas veinteañeras más decididas y con más arrojo que yo, siempre dispuestas a arriesgar en sus batallas, que yo ya soy caso perdido, sin arreglo ya, año tras año.
Por eso tampoco esta vez con Vila-Matas fui capaz de dar un paso más. Y mirad que lo siento. Me hubiera gustado haberle dicho lo mucho que había disfrutado leyendo su “Desde la ciudad nerviosa”, haberle felicitado por su último libro… pero no. Me vino a la cabeza la imagen de un Fernán Gómez desgañitado, rojo de ira, mandando a la mierda a aquel lector suyo, declarado admirador, y no pude evitar sentir ese miedo escénico tan habitual en mí. Así que me conformé con observarlo de lejos, guardando las distancias, dudando durante un buen rato si era él o quizá alguno de sus personajes escapado de los renglones de alguna de sus novelas. Un Pasavento cualquiera, en busca de nuevas historias que escribir, o el Doctor Pinchon que en su obstinado afán por desaparecer hubiera decidido hacerse real en una pequeña librería madrileña.
Cuanto más le miraba más seguía dudando y más excusas inventaba para justificar esa pasividad mía, mientras él, cada vez más misterioso, se entretenía revolviendo libros ajeno al mundo, y yo ya no seguía buscando Los Diarios de Uriarte, ya solo dudaba y le espiaba con esa disimulada normalidad a la que tan acostumbrada estoy.
Un buen rato después, mientras mi amigo y yo dábamos cuenta de una Coronita en el bar mexicano de la esquina, todavía seguíamos hablando del tema, discutiendo sobre realidad y ficción, sobre las dobles identidades, sobre escritores que se creen sus personajes y personajes que se creen escritores. A fin de cuentas ¿Qué es escribir sino hacerse pasar por otro? Pasavento, Pinchon… ¿Quién de los dos era el de la librería? ¿O no era ninguno? ¿Era realmente Vila-Matas? Y si es que lo era… ¿qué cosa podría estar haciendo tan importante como para dejar su tranquila vida inventada y pasearse por Madrid?
Fueron demasiadas las suposiciones sin sentido, de muchas ya ni me acuerdo. Algunas tan imposibles como que tuviera una cita secreta con Sophie Calle para un proyecto conjunto, una de sus famosas novelas de pared, experimento mezcla de espionaje, literatura y fotografía, o que tal vez estuviera buscando inspiración para una crónica callejera de las suyas. Incluso podría estar citado en algún restaurante con Trapiello y Pisón, una reunión de grandes en torno a buenas viandas y mejor vino para hablar de Literatura y de fútbol, a la que seguro también estarían invitados el Dr. Pasavento y también Ray Loriga ¿Por qué no? Me consta que son buenos amigos, si es que la amistad es de verdad accesible a personajes como ellos.
La verdad es que no conseguimos ponernos de acuerdo en nuestras conjeturas, mucho menos decidir a dónde iríamos tras la segunda cerveza. Si de algo pecamos es de indecisos, sobre todo quien os escribe. Así que después de pedir otra Coronita y olvidado ya el famoso encuentro, mi amigo y yo acabamos hablando de nuestras cosas, hablando de todo y nada, como suele ser tan habitual en nosotros. Aunque eso sí, con la todavía extraña sensación, inevitable sensación en mi cabeza, de encontrarme también yo en la platea de un escenario de mentira, como un personaje más, a la vista de todos, desnuda y enredada en las titubeantes líneas de cuanto hasta ahora he escrito.
Al salir del bar, ya era de noche. Atravesamos Fuencarral despacio, encogidos por el frío, sin hablar. Semáforos en rojo, calles bulliciosas, La Gran Vía y más y más luces nos envolvían. Frío, mucho frío: las manos en los bolsillos y Vila-Matas todavía en mis pensamientos. “Creo que ya sé…”, he dejado escapar en voz alta. “Creo que ya sé sobre qué voy a escribir la próxima vez…”
No sé si mi amigo sabía de lo que estaba hablando pero yo sí…y hemos seguido caminando, personajes anónimos pero expuestos a la improbable mirada de toda una ciudad.