¿Por qué son tan falsos y deprimentes los anuncios de la navidad, y especialmente los de la lotería? Aunque sólo fuese por esa identificación del más burdo sentimentalismo con la tristeza, ya deberían estar prohibidos. Pues no hay nada más nocivo que un sentimiento impostado que, además, provoca aflicción; o, aun peor, pseudocompasión conmiserativa. La publicidad, en su plena o plana estupidez, siempre confunde el sentimiento con el sentimentalismo, y éste con la tristeza, al tiempo que la alegría con los saltitos y los dientes sanos. Pero, ciertamente, no hay mayor sarcasmo y hasta cinismo que el hecho de que, desde la agencia de apuestas y loterías del estado, se nos diga que “el mayor premio es compartirlo”. Cuando todo el mundo sabe que la existencia de fenómenos como el de la lotería sólo se sustenta y origina en el deseo puramente egoísta de cambiar milagrosamente la vida personal –sin ninguna intención altruista mediante–. Y además, sin ningún esfuerzo, trabajo ni merecimiento compartido o compartible, sino tan sólo el afán decidido y por las buenas de hacerse, de la noche a la mañana, millonario. No puede haber nada más asocial, por tanto, que este deseo.
Insisto, ¿por qué es tan triste el anuncio de este año de la lotería de navidad? En él vemos a un protagonista que siempre acude mohíno a su trabajo. Un pobre diablo solitario y sin vida cuyos rasgos se sitúan entre el ridículo Ned Flanders de los Simpsons y el viejo de Up –con unos años menos, pero con canitas en las sienes, que eso siempre provoca un regustillo de compasión–. Aderezado además con unas lentes de Manolito gafotas, bigote de Super Mario Bros, gorro de Jacques Cousteau y bufanda de lana –roja, of course–. Tan torpe aliño indumentario sólo puede apuntar a una inminente jubilación, cuando no de forma directa a la residencia de ancianos. Este ser desvalido, pretendidamente entrañable pero imposible trabaja de guardia nocturno en una empresa que parece anclada en los tiempos de Dickens, con lucernario, ventanal, nieve, hollín y ladrillos salidos directamente de la revolución industrial. Cualquiera diría que estamos en pleno Londres victoriano. Todo ello aún sería soportable si no viniese envuelto por una música empalagosa y magra que recuerda las sonatas baratas de un Richard Clayderman –quizás tan añorado como la propia era victoriana–. Todo resulta, en fin, tan anacrónico, por cierto, como el balón de reglamento con el que el protagonista se divierte, o su ordenador de oficina. Para más inri, nuestro héroe se llama Justino, como a la antigua; pero aún podría ser peor, porque un trabajador negro de la fábrica lleva por nombre Florín. No importa. Los operarios de esa empresa de maniquíes son, como no podía ser menos, una pequeña gran familia, con el barbado patrón de traje y chaleco –de franela– y con la limpiadora de turno: gordita y algo gruñona. Todo es tan idílico que hasta los maniquíes sonríen. ¿Por qué va entonces Justino tan mustio a su trabajo?
Es evidente que algo no va bien en la cabeza de este hombre triste y azul y solitario. Diríamos que, para Justino, los muñecos son, precisamente, la única forma de relacionarse con el mundo. O, aún más: que el mundo se ha reducido, para él, a una mera presencia inanimada de mudos e inmutables muñecos. Los maniquíes son la metáfora, a no dudarlo, de la humanidad –con todos sus distintos colores o tonalidades, por supuesto, pues tiene que haber de todo y todo estar representado–. Ellos están a disposición del bueno pero algo oscuro o perverso Justino, que vive en la noche del mundo. Más que sus amigos, algo imposible a no ser que Justino sea un psicótico –lo cual no es descartable–, estos cuerpos totalmente expuestos al poder soberano del vigilante –casi nuda vida en el sentido de Agamben– son como las proyecciones o los dobles de sus compañeros. Una pseudohumanidad totalmente entregada con la que Justino fantasea en sus ratos libres, que son todos. Por ello, en esas sus horas sombrías, este maníaco en potencia se divierte haciéndole a los muñecos lo que, posiblemente, no se atrevería a manifestar a sus colegas a la luz del día, de darse el caso. Llega incluso a hacer una pira con esos cuerpos, casi una suerte de recreación del homenaje de Tatlin a la III Internacional. No está exento de ambición, desde luego, el proceder nocturno de Justino. Tal vez haya aquí algún tipo de reivindicación encubierta, por su parte. En todo caso, hay algo inquietante, algo como del fantasma de la ópera – el ser oscuro que, habitando en las entrañas del avejentado palacio, conoce todos los secretos de sus pobladores y de la institución y se mueve por sus interiores como un espectro del pasado–. Como es sabido, en la novela de Gaston Leroux el afán proteccionista y vigilante del personaje acabará comprometiéndole con el crimen. No es el caso, claro, de nuestro Justino; que tan sólo intensifica su desgana y su natural abulia, en definitiva, su falta de verdadero trato y empatía con el mundo y con sus colegas cuando se entera de que éstos han ganado la lotería en la que él no participa. Su tristeza y su carácter mohíno entonces se agravan, como podemos comprobar de forma evidente; hasta llegar al desagrado o incluso el enfado. Sólo Dios sabe lo que perpetraría esa noche Justino si no le llegan a retribuir con un décimo del Gordo. Está claro que compartir es necesario, pero sobre todo por lo que pueda pasar.
Alberto Ruiz de Samaniego es profesor titular de Estética y teoría de las artes de la Universidad de Vigo. Crítico cultural y comisario de exposiciones, ha sido director de la Fundación Luis Seoane de La Coruña. Es autor de libros como Maurice Blanchot: una estética de lo neutro; Apuntes sobre algunas poéticas del inmovilismo; La inflexión posmoderna. Márgenes de la modernidad; Ser y no ser. Figuras en el dominio de lo espectral, y Las horas bellas. Escritos sobre cine. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Los dibujos de Victor Hugo. Fijar los vértigos, Ludwig Wittgenstein en su cabaña. El engaño y el estilo y Tocar una flor con las manos sucias. A partir de Wittgenstein.