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Kabuki

En el kabuki se declama de forma exagerada, con entonaciones próximas a veces al aullido. En El tragaluz se comprueba que para un japonés el respetar y honrar a sus padres es un mandamiento que está por encima de cualquier ley.

 

Cortesía Alberto Ruano

 

 

Obra: Hikimado (El tragaluz). Autores: Takeda Izumo, Namiki Senryu I, Miyoshi Shoraku. Escenario: Kabuki-za, Tokio.

 

 

El kabuki lo inventó una japonesa al principio del siglo XVII. En su origen, el kabuki se centraba en la danza y lo interpretaban jóvenes japonesas que también hacían los papeles masculinos. Sus sueldos eran magros como el sashimi. En seguida estas actrices bailarinas empezaron a completar su salario con las dietas que sacaban de alquilar sus cuerpos a los señores japoneses del público. Ir al teatro siempre ha requerido incentivos.

       Escandalizada relativamente, la autoridad local decidió terminar con esta Gomorra teatral prohibiendo la representación por jovencitas. El kabuki empezó a interpretarse entonces por muchachos japoneses que fueron decantando el estilo desde la danza al drama y que como era de esperar hacían también los papeles femeninos. Japón no obstante era entonces como ahora el mayor consumidor de pescado del mundo. Y para desconcierto de la autoridad, ni los señores japoneses perdieron su nueva afición al kabuki y a sus intérpretes, ni los nuevos actores masculinos dejaron de ingresar sus poco honorables complementos salariales.

       Así que al poco la autoridad decidió terminar también con la sodoma teatral. Y el kabuki empezó a representarse sólo por señores japoneses bien adultos y a poder ser feos y con bigote. Y así hasta hoy. O hasta este mes, que es cuando se representa la obra Hikimado (El tragaluz) en el Kabuki-za de Tokio.

       Las obras para kabuki son muy variadas, debido a las múltiples influencias de estilo recibidas a lo largo de los siglos. Pueden ser piezas de danza, dramatizaciones de hechos históricos o, más frecuentemente, representaciones de la vida cotidiana de los japoneses. Hikimado, por ejemplo, es una pieza basada en uno de los nueve actos de una obra escrita en 1749 para el teatro de títeres japonés (El bunrako), adaptada luego al kabuki.

       El lenguaje del kabuki es sencillo pues se dirige a su audiencia original, las clases media y baja japonesas. En el kabuki se declama de forma exagerada, con entonaciones próximas a veces al aullido, que el público aprecia y agradece con aplausos. Los actores con papeles más característicos se cubren la cara con polvos de arroz y se maquillan con líneas de expresión deformadas que resaltan el tipo del personaje en cuestión. El kabuki, a los ojos y oídos del lego en japonés, es como una ópera sin música. Por suerte, en el Kabuki-za puede uno disponer por unos pocos yenes de una audioguía que, al compás de la representación, va explicando la trama en asequible inglés.

       En Hikimado, el comerciante Yohei ha sido recientemente nombrado policía nocturno de su aldea. Es la persona encargada de perseguir a los delincuentes durante las horas de la noche. Yohei vive en la casa de su difunto padre, con su esposa Ohaya y su madrastra Oko. La madre de Yohei murió al nacer éste, y poco después su padre se casó nuevamente, con Oko, la cual cuidó a Yohei como si de su propio hijo se tratara. Porque, en efecto, Oko tuvo muy de joven un hijo propio, Chogoro, al que abandonó a la puerta de una inclusa. Chogoro es ahora un conocido luchador de sumo, y hace pocos meses se reencontró con su madre Oko, quien lo reconoció por su mancha de nacimiento en el pómulo derecho.

       A Chogoro le busca la justicia por haber matado a un hombre. Ha ido a ocultarse a casa de su madre, que es también, como hemos visto, la casa del sereno del pueblo. Allí su madre y la mujer de su hermanastro, su cuñadastra, le convencen y ayudan para que huya. Chogoro sin embargo se replantea la dignidad de tal acción a partir del momento en que las mujeres, para cambiar su aspecto y facilitar la fuga, le cortan su hermosa coleta de sumotori. En ese momento Yohei vuelve a casa y descubre y reconoce a Chogoro. Con razones de piedad y compasión, Oko y Ohaya tratan de convencerle para que no aprese a Chogoro, el cual para entonces está ya casi un poco empeñado en que le detengan. Yohei no atiende a los argumentos de las mujeres. Sin embargo, finalmente, abre el tragaluz que su mujer acaba de cerrar, permitiendo que entre en casa la última claridad del día. Con la excusa de que todavía no es de noche y de que por tanto su trabajo de policía aún no ha comenzado, le dice a Chogoro que huya. Tiene una razón irrefutable para permitir la huida del prófugo.

¿Y qué razón? Pues una razón fundamentalmente japonesa: el respeto debido a su madrastra.

       Lo más llamativo y entrañable de esta obra está en su mensaje, en una filosofía que tiene el corazón en el oriente lejano y cuyos latidos son para nosotros prácticamente inaudibles. Yohei no deja de apresar a Chogoro por que le inspire pena o misericordia, ni porque pueda apreciar atenuantes de su delito. Yohei no detiene a Chogoro simple y llanamente porque es el hijo de su madrastra, de la mujer ahora anciana que le ha querido, cuidado y protegido durante toda su vida. No le detiene porque para un japonés el respetar y honrar a sus padres es un mandamiento que está por encima de cualquier ley y de cualquier dios. Los japoneses no se sienten en deuda con sus padres. Sencillamente saben que el bienestar de sus padres está por delante del suyo propio.

       Creo que hay pocas obras en Occidente cuyo tema central sea el respeto a los padres, por sólo ser padres. Intento entender por qué. El individualismo occidental, quizá. Casi todo lo que se nos cuenta aquí está en clave de yo. Yo y mi circunstancia, en la que mis padres suelen estar en el mismo plano que mi trabajo o mi casa. Mi padre es un héroe o un villano que sólo sirve para explicar cómo soy yo. Mi padre, una circunstancia.

       O a lo mejor la causa es nuestro dios cristiano, al que debemos amar sobre todas las cosas. A los padres, también, pero a Dios por encima. A los hijos claro, pero a Dios más. Al prójimo como a uno mismo, pero ya sabemos lo que la Iglesia ha hecho padecer a ese pobre uno mismo… Abraham, mata a tu hijo. Demuestra que me quieres a mí más. Abraham, qué burro eres. Te lo ibas a cargar de verdad.

       No sé si estoy aquí gracias a Dios. Pero lo que sé seguro es que estoy aquí gracias a mi padre y a mi madre. A los dos. Así que mis padres están delante de mí, porque por ellos soy. A lo mejor no hace falta ser tan japonés para entender esto.

 

Debo llevar a mis hijos al kabuki más a menudo. Feliz Navidad.

 


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