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Kachkaniraqmi

 

El maestro del charango Jaime Guardia. Amigo personal de José María Arguedas.

 

A veces la palabra no es suficiente para mostrarnos el interior del mundo. Muchas veces es preciso recurrir a la música para despertar el espíritu que poseen ciertas imágenes. Unir palabra con música e imágenes es la tarea de los cineastas. Entre ellos, muy pocos han conseguido decir tanto con estos tres elementos como Javier Corcuera en su documental Kachkaniraqmi (Sigo siendo).

 

Corcuera explica que deseaba descubrir a un país que no había sido contado, a través de las historias de algunos de sus músicos. Alguno de ellos tienen una carrera, sus rostros son reconocibles. Otros son anónimos, como el inmigrante de la sierra que recorre las playas de la capital vendiendo helados y, cuando todos abandonan la arena, se para frente al mar para tocarle.

 

O el oficinista que llegando a casa se alista para ir a tocar en una peña, para ponerle guitarra a la voz exquisita de una cantante morena “Yo he jugado limpio en la vida” dice, mientras la cámara nos enseña la humildad de su casa. A veces, ser artista implica hacer aquello que te pide el corazón. Muchas veces, eso no brinda una recompensa material.

 

Recorremos paisajes de pueblos de montaña, ríos de la selva envueltos en la bruma, callejones de barrios obreros y bohemios de Lima, pueblos jóvenes instalados sobre las montañas que miran a la capital. Entramos en la casa del fundo donde pasó su niñez entre mujeres José María Arguedas, pasamos por las polvorientas calles de un pueblo de Ayacucho de cielo azul donde entona una canción en quechua Magaly Solier, las callecitas empedradas de Barranco donde nos canta Susana Baca, el interior de una casa ayacuchana, de aire limpio, donde nos toca el charango Jaime Guardia.

 

Gran parte del documental sucede en idioma quechua. Aún así, acá en Nueva York, frente aquellas palabras que no entiendo, frente a esa música y esos paisajes que me deslumbran tanto como el zapateo sincronizado de los hermanos Ballumbrosio en Chincha o el duelo de danzantes de tijera en Ayacucho, me paro frente a una pantalla y me asombro. “Nunca pierdan la capacidad de asombrarse” decía algún cuento infantil que leí hace ya muchos años.

 

Algunas veces, uno que cree que lo ha visto todo: sale sin emoción de ver películas candidatas a premios y homenajes,  variaciones de Bergman o de Kurosawa, las que todos aplauden, o cierra un libro pensando que son variaciones de otra historia escrita hace miles de años. Entonces uno encuentra filmes como este, documentales capaces de meterte por los sentidos una inyección de vida: ¡Kachkaniraqmi! (Sigo siendo), una expresión que los quechua hablantes se repiten cuando no se han visto durante mucho tiempo, una expresión  que sintetiza la mágica situación de seguir vivos, de seguir siendo.

 

Parado frente a la pantalla, veo a un país. Mejor que nunca. Imagen, música y palabras entran como un susurro metiéndome una nostalgia que no adiviné posible, y un amor por los olvidados del Perú que siguen haciendo camino agarrados de un violín, de una guitarra, de un charango, sacándole notas a un país que no se había terminado de contar.

 

Hasta hoy.

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