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Kapuscinski según Domoslawski. El debate debe continuar

 

A mediados de noviembre del año pasado pasé varios días junto a Artur Domoslawski, autor de Kapuscinski non-fiction, la biografía sobre el famoso reportero polaco que tanta polémica causó tras su publicación en Polonia. Le hice una extensa entrevista para la revista Letras Libres (que aparece en el próximo número de febrero), lo acompañé a conversar con mis alumnos del Master de Periodismo ABC-Complutense y, por último, la editorial Galaxia Gutenberg me invitó a presentarlo en un coloquio con varios periodistas españoles. A lo largo de esos tres días, Domoslawski repitió innumerables veces que su libro era una biografía, no una lección de periodismo. Me lo dijo a mí en más de una ocasión, se lo dijo a mis alumnos y se lo dijo a nuestros colegas en esa charla y en las varias entrevistas que mantuvo con distintos medios. Y yo, una y otra vez, le dije que no se preocupara, que la lección de periodismo no tenía ni siquiera que darla él, que estaban dándola, en sentido inverso, muchos de los medios y periodistas que se habían hecho eco del escándalo sin haber leído antes el libro. Yo incluido, con mi participación en un estupendo dossier preparado por Alfonso Armada y publicado en estas mismas páginas, Sombras sobre Kapusckinski.

       Desde marzo de 2010, distintos medios españoles publicaron varias notas acerca del libro de Domoslawski, o mejor, publicaron varias notas acerca del escándalo que el libro había generado en Polonia. A excepción del certero artículo de Timothy Garton Ash, publicado por The Guardian  y El País (La polémica creatividad de Kapuscinski), el resto de notas fueron escritas por periodistas o comentaristas que no habían podido leer el libro en cuestión. La traducción al castellano, que apareció en noviembre, fue la primera en cualquier lengua. Así que el resto, todos, con mayor o menor acierto, mayor o menor cautela, no pudimos sino hablar de oídas, haciéndonos eco de una polémica que no teníamos cómo aprehender. Como resultado, aquellos que finalmente pudimos, y decidimos, acercarnos al libro en noviembre nos llevamos una profunda sorpresa. Yo, he de confesarlo, esperaba que el libro fuese poco menos que una carnicería. Como conté en la pequeña pieza que escribí para el dossier de FronteraD, hacía años ya que mi relación con la obra y la figura de Kapuscinski había entrado en un periodo de desconfianza. Me molestaba, y mucho, la posición de gurú que con tanto agrado había asumido Kapuscinski en sus últimos años, tenía serias dudas acerca de algunos procedimientos utilizados en sus libros, por lo que tenía muchísima curiosidad y esperaba con muchas ganas que ese libro tan polémico, en el que al parecer alguien, un cercano conocedor de su obra y figura, se había dado el trabajo de desmenuzar ambos, me diese argumentos para confirmar mis recelos. Mis expectativas habían sido alimentadas por la cobertura que los distintos medios españoles realizaron de la publicación del libro en Polonia. Guiándome de esas notas y esas reproducciones de cables de agencia, yo –e imagino que muchos otros— me había hecho del libro una imagen distorsionada, había comprado esa narrativa según la cual el libro de Domoslawski estaba escrito con un espíritu demoledor e, incluso, vengativo y desleal, ya que el biógrafo decía haber sido amigo y discípulo de Kapuscinski. Lo cual, todo sea dicho, no hacía sino aumentar mi interés. Y era, como comprobará quien se interne en sus páginas, meridianamente falso.

       En efecto, el libro demuestra en una serie de casos concretos que Kapuscinski mintió, inventó y adornó deliberadamente fragmentos de su obra y biografía (aunque estos últimos, la mayoría de la veces, están directamente relacionados con, o forman parte de, su obra), cosa que por supuesto, por deformación profesional, a mi me interesa muchísimo. Domoslawski demuestra que Kapuscinski exageró la posibilidad de haber sido fusilado en Usumbura (Congo) en un fragmento de La guerra del fútbol; comprueba que pasó por hechos unos rumores acerca del revolucionario boliviano Rómulo Peredo sin especificarlo; que exageró y añadió una dosis importante de exotismo y folklore a sus descripciones del paisaje y costumbres de ciertos lugares de África; que exageró la condición de cuasi mártir de su padre, que según su relato en El Imperio se salvó de ser asesinado por las tropas soviéticas en la matanza de Katyn. Pese a lo profunda y, a ratos, incontestable que resulta la investigación de Domoslawski, el libro presenta un par de problemas a este respecto. Uno es el doble intento de realizar una teoría psicoanalítica acerca de las invenciones de Kapuscinski sobre su padre y sus invenciones en general. En el primero, una “intérprete del pensamiento de Lacan” llamada Renata Salecl explica al biógrafo que “Es posible que al atribuirle al padre ese fuerte elemento de la historia heroica del martirologio polaco, en cierta forma Kapuscinski lo creara de nuevo, que construyera esa autoridad que no existía, pero que él tanto necesitaba”. Es posible, sí. Y es posible, como ocurre tantas veces con el psicoanálisis, argumentar –con los pocos datos con que contamos Domoslawski, Salecl y nosotros— precisamente lo contrario. Esto queda aún más claro en el segundo intento, realizado esta vez por Wyktor Osiatynski, prestigioso sociólogo y constitucionalista polaco amigo de Kapuscinski. “Las fabulaciones suelen aparecer cuando alguien no tiene seguridad en sí mismo y debe infundirse algún sentimiento o simular algo”, dice Osiatynski. Y a continuación pregunta si en algún momento de su vida desaparecieron las fabulaciones. A lo que Domoslawski responde que desaparecieron, pero algunas permanecieron. El diálogo sigue así:

 

-Eso confirmaría mis presentimientos. Cuando se hizo famoso y le llegó el reconocimiento, cuando se sintió más seguro y no tuvo que demostrarle nada a nadie ni a sí mismo, entonces dejó de inventarse cosas.

 

-Algunas fabulaciones las mantuvo, no las desmintió.

 

-Es comprensible. Resulta muy difícil retractarse de una fabulación, sobre todo para un reportero. Si hubiera reconocido que se había inventado cosas, alguien podría poner en tela de juicio todo lo que ha escrito. Además, cuando alguien se inventa cosas se pone en marcha un singular mecanismo psicológico: después de algún tiempo él mismo empieza a creerse lo que se ha inventado y llega a la convicción de que está diciendo la verdad. “Desmentir” exige un esfuerzo inmenso, ser valiente y conocerse muy bien a sí mismo.

 

 

       Una vez más, puede ser. Pero, como demuestra Domoslawski al recoger el testimonio de Jon Lee Anderson, Kapuscinski era consciente de que el asunto del Che Guevara no era verdad. Lo que desactiva ese supuesto mecanismo psicológico del que habla Osiatynski. Y además, otro ejemplo, la fabulación respecto a su padre aparece en El Imperio, libro publicado originalmente en Polonia en 1993, diez años después de que apareciera la traducción al inglés de El Emperador (Harcourt, 1983. La primera edición española, de Anagrama, es de 1989), publicación que le granjeó los elogios de John Updike y Salman Rushdie, además de que fuera elegido Libro del año por el Sunday Times inglés también en 1983. Al éxito de ese libro prosiguió el casi inmediato de El Sha. Y así sucesivamente. Cuando escribió El Imperio, Kapuscinski rondaba los sesenta años y disfrutaba ya no solo del reconocimiento de sus compatriotas polacos, sino de buena parte del mundo ilustrado occidental. En este caso, Kapuscinski no tenía que retractarse de una mentira de sus años como escritor en busca de reconocimiento que mentía intentando camuflar sus propias inseguridades. Lo que, una vez más, echa sombras sobre la explicación de Osiatynski. Domoslawski, sin embargo, asiente y da por buenas ambas explicaciones.

       El segundo caso en el que la investigación de Domoslawski presenta un problema es el que atañe a la leyenda según la cual Kapuscinski había sido amigo del Che Guevara. El biógrafo demuestra que es imposible que se hubieran siquiera conocido, pero rehúsa buscar al editor inglés, probable autor del texto de contraportada de la edición inglesa de La guerra del fútbol, donde se afirmaba que Kapuscinski había sido amigo de Salvador Allende, El Che Guevara y Patrice Lumumba. Domoslawski, gracias al calendario, la hemeroteca, los testimonios de un buen amigo de Kapuscinski que sí conoció al Che y el periodista Jon Lee Anderson (a quien Kapuscinski dijo que eso era una invención del editor), demuestra que no hubo forma en que el encuentro y la relación tuvieran lugar. Y demuestra también que Kapuscinski nunca se preocupó por desmentirlo en público. Cuando pregunté a Domoslawski por qué no buscó al editor, me dijo que pensaba que ya había dejado claro que era imposible que Kapuscinski los hubiera conocido y que probablemente el esfuerzo necesario para localizar a ese editor no se hubiera visto recompensado. “Siempre hay cosas que no sigues porque tienes que calcular esfuerzo, tiempo y frutos”, me dijo. Puede ser, pero en este caso concreto el testimonio del editor podría haber aportado una luz distinta y quizá definitiva sobre el asunto.

       Pero el libro es por suerte muchísimo más que eso. Kapuscinski non-fiction es sobre todo un notable esfuerzo por situar al periodista polaco en la época y lugar que le tocó vivir, es un esfuerzo por entender cómo ese niño polaco nacido en los años previos a la Segunda Guerra Mundial llegó a convertirse en el reportero más célebre del mundo. Sus mejores páginas son las que Domoslawski dedica a explicar los complejos engranajes del poder comunista durante la Polonia Popular, por cuyos pasillos Kapuscinski se movía con bastante habilidad. Para el lector no polaco (imagino que también para el polaco, pero de manera distinta), esos capítulos resultan una fascinante lección de historia del siglo XX. Pero Domoslawski va más allá y plantea una resolución al conflicto entre las dos narrativas existentes en Polonia para explicar las actuaciones de Kapuscinski durante los años del comunismo. Según explica el biógrafo, existen en Polonia dos corrientes, una que busca saldar cuentas con el pasado del país, siempre dispuesta a emprender una caza de brujas y para la cual Kapuscinski fue siempre un posible objetivo. Y otra, la más extendida, según la cual la connivencia y colaboración de Kapuscinski con el régimen comunista han de entenderse cómo el peaje que debió pagar para poder viajar al extranjero y hacer carrera como reportero. Un traidor o una víctima. Vendepatria o pactista con el diablo. Domoslawski aporta una tercera explicación, bastante más sensata a la luz de la biografía y la bibliografía del autor de El Imperio. Leyendo Kapuscinski non-fiction uno comprende, con la claridad que se comprenden las ideas brillantes, preguntándose cómo es posible que nadie hubiera caído en cuenta antes, que Kapuscinski no podía ser un traidor ni un colaboracionista por la sencilla razón de que era un comunista convencido. Y lo fue durante buena parte de su vida. Cuando Kapuscinski escribía, departía con sus camaradas o saltaba de un despacho a otro en el palacio de gobierno, no estaba traicionando a nadie, mucho menos a sí mismo, ya que la Polonia Popular era su Polonia, el partido comunista era su partido. Y los intereses de una y otro eran los suyos propios. Al menos durante buena parte de su existencia, ya que al final del régimen, Kapuscinski deviene en crítico del partido, se distancia y llega a devolver su carnet. Resulta interesante que, como explica Domoslawski en el capítulo titulado Y después del socialismo, ¿adónde?, fuera el propio Kapuscinski quien se haya encargado de oscurecer y/o ignorar su pasado durante la Polonia comunista. Como dice el biógrafo, en El Imperio “Kapuscinski perdió una ocasión irrepetible de hablar de su devoción por la ideas del comunismo”. Pese a que el libro no es ni mucho menos un frío volumen histórico acerca de la Unión Soviética sino más bien “la narración personal de un viaje” por el imperio soviético, Kapuscinski, en palabras de Domolawski, “no incluyó ni un solo comentario sobre su relación con la ideología comunista, sobra la cual se había cimentado la construcción de ese imperio”.

 

 

       En opinión de Domoslawski, el conocimiento de los pasillos del poder en la Polonia comunista configuró la mirada con que Kapuscinski abordaría después otras dos dictaduras decadentes, Etiopía e Irán, en los que serían probablemente sus dos libros más famosos: El Emperador y El Sha. Leyendo a Domoslawski, uno descubre que en la Polonia comunista, la gente de a pie e incluso varios hombres fuertes del régimen leyeron y entendieron esos dos libros como metáforas de la situación polaca. Para el biógrafo son algo más, son metáforas del poder a secas. Eso sí, no son periodismo. Domoslawski echa un capote a Kapuscinski e insinúa que ni siquiera lo fueron para él mismo, cosa que el reportero polaco jamás afirmó. Ni en Polonia ni el extranjero. El periodista Arcadi Espada despacha el libro de Domoslawski  precisamente por el tratamiento que el biógrafo da a El Emperador. En concreto, porque a su entender “Domoslawski sólo tenía una obligación: ir a Addis Abeba y buscar algún meado. La antigua corte. Los antiguos dignatarios. Sus hijos. Repasar la lista de embajadores. Buscarlos. Un sólo testimonio que dijera sí, yo conocí al hombrecillo. O no. Nadie le conoció.”, en referencia a un famoso párrafo: “Era un perrito muy pequeño, de raza japonesa. Se llamaba Lulú. Disfrutaba del privilegio de dormir en el lecho imperial. A veces en el curso de alguna ceremonia saltaba de las rodillas del Emperador y se hacía pipí en los zapatos de los dignatarios. A éstos les estaba prohibido mostrar, con una mueca o un gesto, molestia alguna cuando notaban humedecidos los pies. Mis funciones consistían en ir de un dignatario a otro limpiándoles los orines de los zapatos. Para ello utilizaba un trapito de raso. Desempeñé este trabajo durante diez años”.

       Espada tiene razón, hasta cierto punto. Domoslawski se apoya en el testimonio del profesor Harold G. Marcus, a quien describe como el “mayor experto en la vida de Haile Selassie”, quien refiriéndose al famoso párrafo dice: “Es cierto que al emperador le gustaba los perritos, pero jamás habría permitido que ningún animal humillara a sus súbditos”. No parece suficiente. Así como tampoco pareció suficiente a los abogados de Harcourt, la editorial norteamericana responsable de la primera edición en inglés de El Emperador, que Kapuscinski afirmase en el libro que lo que relataba le había sido confiado por distintos súbditos etíopes. Como cuenta Domoslawski, la editorial insistió para que Kapuscinski le proporcionara las declaraciones y comprobaciones de esos testimonios a través del traductor del libro, William Brand. Cosa imposible, dadas las características del régimen etíope, según explicó Brand a la editorial y que se zanja con un documento firmado por él según el cual tanto Kapuscinski como Brand “se hacen responsables de cualquier reclamación que puedan interponer los etíopes”. Si bien, como dice Espada, Domoslawski no se preocupó por partir en busca de la perrita Lulú, lo que hubiera sido importante para el libro, esa carencia no es suficiente para echar la biografía por la ventana. Pese a sus fallos, que son menos que sus aciertos, y gracias a los descubrimientos de los graves devaneos con la ficción de que hemos hablado antes; al descubrimiento que hace de la omisión de una serie de fragmentos en la edición americana de El Sha concernientes a la actuación de la CIA en Irán y que con casi toda seguridad fueron omitidos por el propio Kapuscinski; al magnífico relato de los años del comunismo polaco, incluida la minuciosa descripción de los quehaceres y obligaciones –la mayoría de las veces inútiles— que para con el servicio secreto tenía un reportero de un país soviético (y también uno occidental) durante la Guerra Fría, Kapuscinski non-fiction resulta un libro fundamental para entender a Kapuscinski y su obra. Aunque no definitivo. Y resulta, sobre todo, una magnífica oportunidad para discutir con muchísimos más elementos de juicio la obra del que probablemente sea el periodista más influyente en el ámbito hispanomericano. El debate no ha acabado, ni mucho menos.

 

Madrid, 18 de enero, 2011

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