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Kazantzakis, octubre de 1936

 

“Octubre en una isla griega es tan fantástico que ninguna palabra podría describirlo”, escribe Eleni Samios (El disidente, Barcelona, 1974), compañera entonces de Nikos Kazantzakis y su segunda esposa unos años después. El verano de 1936, el escritor había decidido por fin –después de una década de vagar por el mundo– retirarse a la isla de Egina para afrontar la que siempre consideró la gran empresa literaria de su vida, la continuación de la Odisea. Comenzaba el mes de octubre: pasea, escribe y por las tardes supervisa con Eleni la construcción de su nueva casa, en forma de castillo, que entraba en el mar sobre un acantilado. Vivían ajenos a la instauración del régimen fascista de Ioannis Metaxás en Grecia a comienzos de agosto y mucho más a la rebelión en el mes de julio de un grupo de militares en el otro extremo del Mediterráneo.

 

Un mensaje “extremadamente urgente” de Kathimeriní, uno de los principales diarios de Grecia, le emplaza a viajar inmediatamente a España como corresponsal. Eleni reprodujo la conversación que mantuvo al día siguiente con el director en Atenas: “Sé que hubieras preferido irte con los rojos… pero te envío con los negros, como los llamas”.

 

— ¿Por qué a mí precisamente?

 

— Porque tú dirás la verdad. Tus amigos y tus enemigos te cogerán antipatía y yo estaré encantado con ello. ¿Te vas inmediatamente sí o no?

 

El 2 de octubre, Kathimeriní anuncia, con alarde tipográfico, el comienzo de la “misión extraordinaria” del “destacado intelectual”. Al llegar a Marsella, el 9 de octubre, Kazantzakis escribe a su compañera una postal conciliadora: “Sólo la necesidad y el deseo de ver esta nueva calamidad del mundo, España, me ha obligado a salir de Egina. Lo pago caro, pero pienso que esto sólo durará un mes, pasará pronto y todo se tornará recuerdo bajo la dulce pátina del tiempo”. Ansía un viaje rápido, para volver a la isla cuanto antes, pero se queda varado en Marsella y no logra embarcar con destino a Lisboa hasta mediados de mes.

 

Después de conseguir su salvoconducto, el 18 de octubre llega a Cáceres en un tren repleto de soldados alegres y bulliciosos: “Ambiente de campo de batalla: ruido, alegría, farolillos, mujeres alegres, cafés abarrotados, tabernas, soldados en compañía de mujeres, silenciosos marroquíes de negras barbas, chilabas, revólveres, cuchillos que van y vienen mudos y se detienen. Charlan y bromean las españolas en los quicios de las puertas”. El 19 está en Salamanca para entrevistar a Miguel de Unamuno, a quien había conocido en Madrid y de quien había traducido poemas: “Le suplico que me conceda unos instantes. Llegué ayer tarde de Grecia para verle a usted. Sus admiradores helenos esperan con ansiedad su voz capaz de guiarles en este terrible momento que atraviesan España y la humanidad”, le escribe desde el Gran Hotel.

 

La conversación tuvo lugar el 21 de octubre, días después del incidente en el Paraninfo entre Unamuno y Millán-Astray al que el corresponsal griego no hace alusión. “Apenas salgo de casa”, le había apuntado Unamuno concediéndole la entrevista. “En este momento crítico que está atravesando España”, declara el autor vasco, “yo sé que debería estar junto a los soldados. Son ellos los que nos salvarán, los que impondrán el orden. Los otros nos han traído la anarquía y la barbarie. Franco y Mola son prudentes y tienen rectitud moral. Quieren el bien del país, son sencillos y equilibrados. Saben lo que significa la disciplina, y saben imponerla. No haga caso, no me he vuelto de derechas, no traicioné la libertad. Pero, por ahora, es absolutamente necesario imponer el orden. Después me levantaré y empezaré a luchar de nuevo por la libertad, absolutamente solo. No soy ni fascista, ni bolchevique. Estoy solo”. (Esta entrevista se publicó en Kathimeriní el 19 de diciembre de 1936. Kazantzakis no tuvo forma de hacer llegar antes sus crónicas a Atenas, que se publicaron coincidiendo prácticamente con su regreso).

 

Al día siguiente, 22 de octubre, Franco publica el decreto por el que dispone el cese de Unamuno como rector de la Universidad de Salamanca, pero esa misma mañana Kazantzakis ha salido hacia los frentes de batalla. Durante una semana recorre Seseña, Segovia y por fin Burgos, desde donde consigue enviar a Grecia alguna tarjeta postal, si bien escrita en francés. Regresa a Salamanca para intentar por segunda vez uno de los principales objetivos de su viaje, llegar a Toledo, ciudad que conocía de sus anteriores visitas a España y donde se había extasiado ante los cuadro de El Greco, cretense como él. Encuentra una ciudad derruida, “fantasma”, un mes después de la “liberación”.

 

“El Toledo actual”, escribe, “al perfeccionarse gracias a las explosiones y a las bombas, se asemejaba tanto a las visiones de El Greco que al vagar bajo sus orgullosas y porfiadas murallas, cubiertas de cicatrices de guerra, me pareció estar flotando dentro de un cuadro suyo”. A estos días pertenece la fotografía –la única durante la Guerra Civil española– en la que se le ve minúsculo y difuso en la ciudad junto a unos edificios en ruinas. Kazantzakis espera en Toledo la inminente entrada de los sublevados en Madrid, que no llega a producirse. Intenta descifrar el galimatías de siglas, uniformes e ideologías que recorren las calles y que Franco deshará de un plumazo.

 

Decide volver a Grecia, pero lo hace atravesando España en coche hacia el norte, con Julio, su chófer. Al pasar por Ávila tiene la oportunidad, junto a otros tres corresponsales extranjeros, de entrevistar a Franco, a quien quería conocer y describe “vestido con un sencillo uniforme de color caqui, de estatura mediana, de aspecto sosegado y típicamente español, sin ínfulas trascendentales, con una mirada tranquila y penetrante”. Como Unamuno, Kazantzakis no era fascista ni bolchevique, buscaba al igual que muchos intelectuales europeos un camino intermedio de libertad que la restauración del orden por parte los militares podría hacer posible.

 

Tras regresar a Grecia después de sus 40 días en España –como tituló sus crónicas– tendrá  enseguida contacto con refugiados españoles del bando republicano, como Rosa Chacel, a la que acogió con su hijo en su casa ya terminada. “Conocí a su Eleni”, escribe la escritora española en sus memorias, “pasé unos días con ellos en Egina, en su casa, tan al borde del agua que las velas al pasar tapaban la ventana”.

 

[Una versión más extensa de los 40 días que Nizos Kazantzakis pasó en la Guerra Civil española, con la incorporación de documentos inéditos en España y la traducción de varias crónicas, publiqué en un cuadernillo especial de la revista  Letra Internacional, nº 105, invierno 2009]

 

Acreditación de Nikos Kazantzakis como corresponsal en la Guerra Civil española.

 

A la derecha se distingue a Kazantzakis en Toledo en 1936.

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