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Mientras tantoKirmen Uribe en Manhattan

Kirmen Uribe en Manhattan


 

Kirmen Uribe, Premio Nacional de Narrativa de España, nos responde una pregunta sobre las posibles auto traducciones de sus poemas desde el euskera. Uribe las niega –dice que hay excelentes traductores al castellano– y cierra el evento declamando un poema que él mismo trasladó al euskera desde el español. Salen las carcajadas. Los autores tenemos derecho de mentirle a los fans. Salud por el idioma que se ha salvado del peligro de la extinción. Veo con cariño las imágenes de los alumnitos que llegaban a las escuelas de Euskadi hablando castellano y que años después, gracias a las academias para los adultos, podían discutir en sobremesa con sus padres, en euskera. Brindamos por un idioma que crece, con un vino blanco con corcho de plástico.

 

Con vino, los estudiantes recordamos a un profesor que marchó esta semana al Festival de cine de San Sebastián. Lo imaginamos pisando La Concha, saboreando el paisaje playero de su próxima semana, mientras sus alumnos sufren acá en Newyópolis, intentando llenar ocho páginas de examen con versos sobre las películas de su curso dedicadas al primer Almodóvar. Hay sorpresas en la filmografía del cineasta manchego. Por ejemplo: la frescura –a pesar de todos estos años– de Dark Habits  (título inglés de aquel filme que conocíamos como Entre tinieblas). Pienso que es una dulce venganza contra quienes se han pasado la vida traduciendo como les daba la gana los títulos de Hollywood.

 

Antes de la conferencia de Uribe, en un seminario veloz y muy didáctico sobre la lectura crítica de los textos, leemos unos poemas (no tan conocidos) de Góngora. Recuerdo mis primeras lecturas del Polifemo y acudo, algo asombrado, a la edición que prepara Micó. He hablado tanto de mi cercanía con Latinoamérica, que no me había percatado de la presencia constante de la Península Ibérica en nuestras conversaciones. Sólo en estos días en que los textos y las imágenes me traen de golpe el peso de mi tradición, caigo en la cuenta de lo importante que es el contenido ibérico: Desde Almodóvar y las conversaciones de la Patty Diphusa, hasta las Serranillas y la defensa poética del Marqués de Santillana. Leo un libro sobre Enrique IV, las luchas intestinas de Juan II, las venganzas entre hermanastros y madres puestas y recompuestas en el trono de Castilla durante los 1400, y casi me siento descendiente de esas guerrillas.

 

Quiero a España y a sus diversos acentos: vivo rodeado de ellos. Uno de mis nuevos amigos, quien ha venido a la conferencia vestido de árbol de Navidad –sin percatarse– menciona que su madre, quien conoce de memoria los reglamentos de los correos, está dispuesta a mandarle mensualmente los dos kilos con un gramo menos de jamón serrano, para que su encomienda llegue sin ser inspeccionada por los alguaciles. Ha prometido invitarnos a su guarida para el deguste.

 

España en Nueva York: un reencuentro con Lorca. Todos quieren escribir –incluso Uribe– la gran novela transatlántica que reinaugure la tradición de españoles parados dentro del monstruo, mirando al futuro sin hacerle demasiado caso.

 

pd: En el tren a casa leo Historia de un deicidio, de Vargas Llosa, el gran ensayo sobre Cien años de soledad. Encuentro alguna de esas medias verdades a las que también ha recurrido Uribe en su conferencia. Acá García Márquez reconoce y luego niega las influencias de Rabelais; indica al Amadís de Gaula, sin decirnos si aquella presencia en sus obras no es otra cosa que el multitudinario rebote de sus lecturas de libros de caballería. Habla bien de Virginia Woolf, a quien nadie puede encontrar en las aventuras descomunales de los José Arcadio y los Aureliano. Menciona también que no le gusta para nada Borges, y sin embargo Vargas Llosa apunta una serie de páginas donde el mundo borgeano ha influenciado, de modo flagrante, el universo de Macondo, como aquí, cuando el coronel Buendía, poco antes de morir, casi cita de memoria El Aleph: «Vio una mujer vestida de oro en el cogote de un elefante. Vio un dromedario triste. Vio un oso vestido de holandesa que marcaba el compás de la música con un cucharón y una cacerola. Vio los payasos haciendo maromas en la cola del desfile, y le vio otra vez la cara a su soledad miserable».

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