Acabará siendo demasiado tarde una noche fría como esta. Dejaremos de luchar como hizo Isaías.
Y los libros que quedaban por leer nos contemplarán irónicos desde las estanterías que habíamos llenado precisamente para estas largas horas del invierno de la vida.
Y el viaje a Odessa para preguntar a las lápidas de los cementerios y a los últimos vestigios de una Rusia que solo permanece en los libros de Bulgákov y de Mandelstam, para reconstruir los paisajes que sus antepasados vieron antes de salir a buscar la luz nupcial del mundo nuevo, quedará aplazado sine die. Como los recorridos por un Buenos Aires que hace tiempo es escombro, nostalgia, error.
Y las conversaciones que se anudaban en torno a un café en un radio de no más de diez calles en torno a la plancha del Flatiron Building y la plaza de Madison, en las que nos preguntábamos por los logros de Enrique Vila-Matas, J. Á. González Sainz, Ray Loriga…, lo que en España se hacía con la lengua y por la lengua que nos había legado como el bien más precioso la lotería de la sangre y de la geografía, se diluían en la misma noche de Manhattan que se anudaba después de habernos despedido en una esquina.
Como las palabras de Max Estrella y don Latino de Hispalis, que nos habían vuelto a deslumbrar en el pequeño teatro de Lexington con la 27, a un tiro de piedra de nuestra casa, Repertorio Español, hijos de la misma pasión por el idioma con que soñaba y urdía una explicación del universo Isaías Lerner.
Polemista que podía mandarte a cagar cuando tus argumentos no estaban a la altura de la reverencia que sentía por el dios cordial de la inteligencia, tenía un don que está inscrito sobre todo en el dorso de las manos, en la geometría espacial de los nudillos, una ternura que para ser genuinamente argentina no tenía nada de genética, sino que venía de su cultivo de un judaísmo cívico, que había destilado en su mente décadas de espanto, pogromos sin tregua, la obligación de cargar en algunos períodos sordos y negros de la historia con una estrella amarilla que obligaba a ser, a asumir una identidad por quienes dictaban los nombres de los que iban a seguir viviendo y los de los que iban a ser exterminados.
Cuando Eduardo Lago dedicó ayer en el Máster de Periodismo de ABC su conmovedora lección de amor a la literatura a Isaías a través del recuerdo de sus entrevistas con escritores como Don DeLillo, David Foster Wallace o John Ashbery o músicos como Tom Waits, y dijo que no conocía ninguna novela en la que hubiera más piedad hacia los perdedores que El Quijote, nos estaba recordando que aunque la muerte sea nuestro destino de nosotros depende seguir luchando para cambiar el curso de las cosas. Tuve que apartarme para que los alumnos no vieran cómo se me empañaban los ojos. Conozco a pocas personas que a lo largo de su vida ejercieran su profesión con más generoso y amable rigor que Isaías Lerner: Lago y José Luis Madrigal (los otros dos compañeros de tertulia itinerante en torno a la novela española contemporánea por las calles de Manhattan) son prueba de ello. Decir de alguien que ha sido un maestro en su amor a la lengua y la literatura española de ambos lados del Atlántico, que dedicó el tiempo que le concedieron los dioses siempre demasiado avaros a difundir el amor a la filología, a la historia y al conocimiento es en el caso de Isaías Lerner (sus hijos intelectuales son mucho más numerosos que los del coronel Aureliano Buendía) el don más preciado que cabe atesorar. No era de extrañar que fuera el artífice, junto a Celina Sabor de Cortázar, de una hermosísima edición del Quijote que en Argentina se leyó en los años oscuros de los milicos como se seguirá leyendo en esta y en todas las horas.
En su prólogo a un libro de poemas titulado Cuaderno de Hollywood (en realidad Caiet Hollywoodian, porque solo ha sido publicado en rumano, gracias a la primorosa traducción de Diana Cofsinski), escribió Lerner: “hace posible una aceptación de los límites de la existencia: ‘¿Para qué sirven las poinsetias y los rododendros / si no voy a escribir ni una palabra / cuando las estrellas se consumen / y su luz / tarda una eternidad en atravesar la galaxia / y ocupa una décima de segundo / en nuestra retina’ (‘Explicaciones’)”. Hablando de los sesenta y tres poemas divididos en seis cuadernos, Lerner dice que “Todos ellos dicen de encuentros con espacios que podemos o no conectar con nuestras propias experiencias o dejar que resuenen musicalmente sin contenido de significación claro. Para Armada son el apoyo para que los recuerdos no se desvanezcan y se transforman en menciones intensamente personales. En dos ocasiones, más misteriosamente aun, asoman nombres eslavos que necesariamente evocan otra etapa de la vida del que escribe los textos que leemos. Así, junto a San José o Palo Alto, asoman Jabarovsk (‘San José’) o Koniec (‘Interior noche’)”.
La última vez que nos vimos fue en octubre de 2011. Comimos en un nuevo y bullicioso restaurante de Chelsea, no muy lejos de su casa en la calle 22, y por primera vez sentí que Isaías había empezado a perder el gusto por los mejores ingredientes de la vida. Era como si una desazón física le hubiera empezado a corroer la moral. Después de comer recorrimos una de las nuevas maravillas de Manhattan: el tramo de la antigua línea de ferrocarril que corría a lo largo (sobre todo a lo alto) entre las avenidas Décima y Undécima, la High Line, que ofrece una insólita visión de la ciudad que nunca acabas de conocer: uno de esos proyectos cívicos que enriquecen la existencia de los neoyorquinos. El carácter habitualmente juguetón y al mismo tiempo levemente melancólico de Isaías, que permitía reconocer en sus ojos (una aleación de bondad humana y curiosidad intelectual) al niño y al adolescente que había sido en Buenos Aires, estaba teñido de una rara pesadumbre. Como si el cuerpo hubiera recibido ya los primeros telegramas, tenues, de un cáncer al que, esta vez, no iba a poder vencer.
Aunque a todos nos atañe, porque a todos nos aguarda, no voy a negar que la muerte acaba siendo siempre una horrenda injusticia. No se trata de que nos neguemos a aceptar nuestra condición mortal con la misma elegancia y la misma elocuencia que exhibieron nuestros más lúcidos antepasados griegos. No se trata de esgrimir la soberbia de quienes se niegan a admitir que el destino del hombre sea la extinción sin hallar una contrapartida sobrenatural. La piedad de Isaías (le atraía especialmente la fiesta judía de las cabañuelas, en la que se decoran con ramas las sinagogas: le gustaba visitar una cerca de Gramercy Park, a la que, finalmente, nunca le acompañé) era de índole secular: la prodigaba (como don Quijote) entre sus hermanos, siempre en pie de igualdad. Como hijo de su propia honestidad no dejó jamás de hacerse preguntas.
¿Cuánto se puede querer a otro hombre que podía haber sido nuestro padre? Mucho. Siento no haberle abrazado estrechamente, no haberle podido decir adiós desde este muelle azul cobalto, hermoso y frío, batido por un viento desabrido, en el que nos quedamos, con esta noche enigmática en la que contemplo el cielo de Madrid como si fuera el cielo de Manhattan y vuelvo a recorrer con Isaías las sendas de una Vía Láctea de palabras que nos explique qué hemos venido a hacer aquí. Tal vez el bien, como él nos enseñó que se podía hacer. Una y otra vez.
Fotos: Corina Arranz