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‘Kyoto’, de Juan Gabriel Vich

Vista general

La misma objetividad que se espera en el ejercicio periodístico o científico se presupone para quienes escribimos reseña de arte. La reflexión sobre las obras requiere tomar distancia y sustanciar las opiniones firmes y construidas con base en un bagaje de estudios y experiencias previas que justifiquen el comentario. Siempre es positivo para el redactor conocer al artista, una suerte que permite descubrir sus motores creativos a través de la conversación y acercarse con privilegio a sus universos particulares. Con riesgo a que –en esta ocasión– el mayor de los esfuerzos por una abstracción sincera sea vano, busco escribir con grado de verdad sobre Kyoto, la última exposición de mi padre, Juan Gabriel Vich, calmando ímpetus de orgullo y de amor, centrándome en los resultados de su oficio:

Con los años, desaparece el pintor. Los tantos matices se pierden ante el ojo en una primera mirada, superados por los colores planos y las líneas rectas. La perspectiva simplifica los volúmenes en el lienzo, reduciéndolo a sus márgenes más significativos. Todo es geométrico, nada hay de geometría. La arquitectura se deconstruye en lo primario: la habitación, el río, la losa; elementos constantes en su hacer.

El proceso creativo de Juan Gabriel Vich es regresivo. Trata de desaprender, de depurar, de purgar, de limpiar. No pretende añadir ni demostrar; sino mostrar, poner a la mano. Y lo hace sin gesto, a partir de un brazo fantasma. Veladura y luz a través de una técnica impecable. La pintura de Vich nada tiene de físico, todo es resultado de un dilatado ejercicio mental. Nos enfrentamos a la más honda serenidad, a la más emocionante de las calmas.

Kyoto nos descubre un oasis. Agua clara sacada de un pozo, que guía y sacia la sed del artista en sueños. Kyoto es un murmullo en la noche, una luz sentida en el pecho. La materialización de la idea a través de un monólogo interior respecto al entorno. Emerge así una relación poética y trascendental con el espacio a partir del equilibrio. Vich combina los colores con el compromiso de Joseph Albers; detalla el plano con la precisión de Mondrian; sintetiza el concepto con el rigor de Oteiza; pinta con la disciplina de Agnes Martin. Vich olvida el discurso, enfoca sus intereses en la pintura misma. En él se funden el suprematismo y el color-field. En él todo es medida, forma, color.

Vista general

Desde el cénit de la madurez creativa, el artista lava las obsesiones que acompañaron su trabajo durante décadas. Con Kyoto Vich alivia sus temores y logra el acceso a una paz interior, a un perdón; haciendo cómplices de esta ceremonia a todos los visitantes. Acceder a las dos salas de exposición, atender con tranquilidad y entrega la quincena de obras, será parte de un ritual de purificación. Tomar consciencia de la conversación entre el artista y el lienzo, implicará tomar consciencia de la pintura con uno mismo. Al sucumbir ante los cuadros de Vich, nos enfrentaremos a la filosofía primera, a la universalidad del ser.

 

Cuándo: Hasta el 19 de noviembre

Dónde: D’Museoa, Donostia – San Sebastián, España

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