¿Quién sospecharía que la reputada Academia de Idiomas BRAC, ubicada hasta hace algún tiempo en pleno centro de Madrid, era la tapadera de una organización secreta?
Yo no, desde luego.
Me sacó de la ignorancia un rumor que serpenteaba en el profesorado de lenguas. Nos lo contó madame Chevalier en petit comité, en una de las clases de francés que nuestra editorial había tenido a bien ofrecernos en el marco de su programa de formación. La profesora, una señora cincuentona casada con un español y madre de una panda de franco-íberos, dedicaba esas horas a charlar con nosotros de lo humano y lo divino. En la pausa del almuerzo nos reuníamos en una salita con una mesa y cuatro sillas, y en un francés macarrónico cada uno aportaba un tema de conversación: Chelo, de Personal, detallaba su viaje en bicicleta por los canales holandeses –mucho vocabulario ciclista–; yo describía mi rutina laboral –denso léxico periodístico–; y Perico, de Maquetación, se entusiasmaba con la Champions –penaltis, hinchada, tarjeta amarilla y demás jerga futbolera. Una vez debatimos los caracteres nacionales. “El español es generoso”, reconocía nuestra docente con ecuanimidad, “le gusta compartir, pagar invitaciones; el francés no, es radin, sí, se pronuncia ‘radán’, tacaño, agarrado. Entre invitar a sus amigos a unas copas de vino en un bistrot o tomarse la botella solo en casa, prefiere lo segundo”.
Madame Chevalier no era nada chovinista, salvo en lo tocante a la moda; ahí no transigía: “Milán no puede competir con París, jamais de la vie!”, sentenciaba cortando el aire con el canto de la mano. Pero no tenía reparos en reconocer la mala situación de su idioma natal, en continua pérdida de terreno frente al inglés, el alemán, o incluso el chino, o el árabe. Los años dorados del francés como lengua extranjera más hablada en España habían pasado para no volver, admitía con estoica franqueza, y así, entre anécdotas de su vida de enseñante a las que era muy afecta, un mediodía nos reveló el misterio de la Academia BRAC, en cuyas aulas había dado clase una larga temporada.
La historia se remontaba a la primavera de 1945. En aquellos días, gloriosos para muchos y aciagos para unos pocos, arribó a Madrid un matrimonio belga. Leopold, el marido, un hombretón sanguíneo en la flor de la edad, había sido en su país el lugarteniente de León Degrelle, el líder fascista local. A éste y a sus cómplices les querían echar el guante en Bélgica para ajustarles cuentas por su colaboración con la ocupación nazi. Junto con ciertas repúblicas sudamericanas de cuyo nombre no quiero acordarme, la España franquista era el único refugio disponible para estos perseguidos.
El recién llegado, un hombre de convicciones inquebrantables, juró no tirar la toalla. Pese a los reveses de la fortuna, jamás renegaría de su ideario, a diferencia de tantos chaqueteros que en Bélgica se deshacían a toda pastilla de sus uniformes negros y con la mayor desfachatez posaban de buenos católicos y demócratas de toda la vida. Pero más urgente que la revancha era ganarse el pan de cada día. El prófugo y su compañera encontraron una solución satisfactoria de cara a ambos objetivos: con los modestos ahorros que habían traído consigo alquilaron una espaciosa primera planta con vistas a la plaza de Callao, frente a donde hoy se alza la FNAC. En el inmueble de parqué crujiente y olor a viejo –recordaba la memoria olfativa de madame Chevalier–, la pareja abrió una academia de francés, lo único que se sentía en condiciones de enseñar, pues sus otros conocimientos, los que les habían dado fama e infamia en su patria, ya no cotizaban en bolsa.
Del balcón colgaron un cartel: Academia BRAC. Français professionel. Las últimas palabras se prestaban a bromas con el “francés” ofrecido por ciertas profesionales. Mejor impresión causó la razón social, BRAC. Alumnos y transeúntes –incluso yo mismo– pensaron que se trataba de un apellido bretón o normando, seguramente el del matrimonio administrador. Pero no existía ningún Monsieur Brac ni Madame Brac, tan solo las siglas de Bureau de Résistance Anti–Communiste. Confirmando la regla de que nada se esconde mejor que lo que se expone a la vista, el secreto de la organización clandestina se exhibía en letras grandes en una de las vías más transitadas de la capital.
La academia encajaba al dedillo en el plan: la inadvertida escuela serviría de punto de encuentro de los exiliados belgas que cruzaban los Pirineos por la ruta de los contrabandistas, pues nadie estaba en condiciones de llegar al vistoso modo de Degrelle, que amerizó en la playa de la Concha en un bombardero Heinkel. Allí los acogerían y les pondrían a dar clases hasta que obtuviesen nuevas identidades. De esa manera, los perseguidos, doctos en la lengua de los puños y las pistolas, se vieron delante de opositores, señoras cursis y secretarias voluntariosas a quienes debían explicar conjugaciones que no dominaban del todo. La mayoría no permanecía más de un año lectivo; unos pocos –los más comprometidos con la causa– se integraron a la plantilla. La consigna era resistir, aguantar con la boca cerrada hasta que tronase la hora del escarmiento. El inevitable enfrentamiento a muerte entre Occidente y el bolchevismo –muy verosímil al inicio de la posguerra– propiciaría su retorno a la lucha; en la hora crucial nadie prescindiría de combatientes duros y probados como ellos. Los sábados, el improbable profesorado se congregaba en el aula más espaciosa. Presididos por el director de la academia –el Jefe para los iniciados–, repasaban frente a una pizarra cubierta de mapas y organigramas la coyuntura internacional, las condenas en rebeldía que les habían dictado en Bélgica, el avance de las hordas bolcheviques por todos los frentes –China acababa de caer en manos de los rojos– y, sobre todo, la estructura del BRAC, cuyas comisiones y sub–comisiones proporcionaban un paliativo a la insoportable inactividad. A veces se colaba en el orden del día alguna cuestión práctica, de tipo menor, como la compra del inmueble donde tenían su cuartel general, propuesta que fue aprobada sin discusión, tras lo cual retomaron los asuntos verdaderamente importantes.
Urdían planes audaces, la tercera guerra mundial se olía en el aire. Entre nubes de tabaco belga, el comandante de la escuadra de asalto, Monsieur Jacques –así lo conocían los alumnos– comunicaba que la Falange les daría los pertrechos requeridos, y entonces tenía lugar una interminable disquisición técnica y todos disfrutaban enormemente haciendo gala de su pericia en armamentos. Monsieur Leopold, el fornido encargado de contrainteligencia que tenía un topo en la embajada de Bélgica, informaba de los pedidos de extradición llegados de Bruselas que el Generalísimo tenía a bien ignorar. La mujer del director servía café y vaciaba los ceniceros; su marido, cuando no hacía uso de la palabra, acariciaba la medalla de la Inmaculada Concepción que le colgaba del pecho. No había reunión sin que estallara una trifulca: Monsieur Leroi se exaltaba, las venas del cuello a punto de reventar, denunciaba el derrotismo rampante en las propias filas; alguno se daba por aludido y comenzaba un agrio recuento de méritos propios y deméritos ajenos. El cansancio los calmaba y en los descansos, Monsieur Dennis –el vejete adorado por las estudiantes–, comentaba con envidia los buenos contactos franquistas de los camaradas alemanes, que les permitían vivir como hampones retirados en la Costa del Sol.
Al cabo de un tiempo, el flujo de fugitivos cesó. Algunos prófugos retornaron discretamente a Bélgica; otros prosperaron en la Península y se distanciaron del grupo de acogida. (“Se aburguesaron, los muy cerdos”, escupía en el parqué Monsieur Leroi). Pese a las bajas, las reuniones sabatinas, cargadas de humo de Ducados, continuaron. Para desilusión de los conjurados, el Armagedón mundial no sobrevenía; cosa inconcebible, las grandes potencias se acomodaban a un modus vivendi. “Por lo menos, España resiste”, se consolaba Monsieur Jacques. El otro consuelo lo ponía el negocio, que iba viento en popa. La matrícula crecía año tras año; el francés seguía siendo la lengua extranjera de elección en colegios y universidades españolas y, gracias a la óptima ubicación del centro, acudían estudiantes a raudales. La nómina original, el núcleo duro de los duros resistentes, no daba abasto con las clases y hubo que contratar profesoras ajenas al Bureau –entre ellas madame Chevalier.
Imperceptiblemente, las discusiones sobre balances contables, salarios y vacaciones ganaban terreno a los debates sobre la heroica resistencia de los pieds-noirs argelinos, los progresos electorales de los fieles al Duce en Italia, la siempre inminente contienda final entre el comunismo y las fuerzas del bien. En medio de los análisis de la situación acordaron ofertar cursos de inglés y alemán –la demanda lo exigía–; también votaron por mayoría modificar el nombre de la empresa, en lo sucesivo Academia de Idiomas BRAC. La enseñanza se tornaba la única realidad; ellos peinaban canas, la revolución rexista se difuminaba junto con sus ideales de juventud, y la fachada devenía el fondo del asunto.
La esposa del director falleció. Pasaron los años. Un día, el viudo y los socios sobrevivientes descubrieron que el inmueble valía un dineral. Una constructora interesada en levantar una gran superficie en el solar les hizo una oferta suculenta. Los últimos del Bureau, hartos de conjugar verbos en el estrado y deseosos de asegurarse la vejez, aceptaron sin vacilar.
Hasta aquí el relato de mi profesora. Perico tomó la palabra y mientras relataba en un francés exageradamente gangoso los recientes partidos de la Liga, quise pensar que, algún tiempo después de la transacción, los viejos conspiradores se citaron para el aperitivo en una terraza del Paseo del Pintor Rosales, y entonces el exjefe, calvo y cargado de hombros, cayó en la cuenta de que, con las prisas por vender, habían olvidado disolver la sociedad secreta. “¡Se nos fue la olla!”, exclamó Monsieur Leopold, y meneando la cabeza aplastó su Fortuna Light contra el cenicero.
Pablo Francescutti (Rosario, Argentina, 1961) es periodista y profesor universitario en Madrid. Ha colaborado con los diarios El Sol, Diario 16, El País, La Razón, Soitu y El Mundo, además de publicar libros de sociología del cine, futurismo, literatura, y pequeños ensayos sobre Frankenstein, Hitchcock, los zombies o el secreto. En FronteraD ha publicado: La aventura anticolonial: Corto Maltés cumple cincuenta años.