Quizás uno de los aspectos más inquietantes de la hermosa película HER (Spike Jonze, 2013) resida en el hecho de que la relación sentimental entre el protagonista y el sistema operativo del que se enamora tenga lugar exclusivamente a través del sentido del oído. El único vehículo de esta intensa historia de amor es la voz, que sale y entra por un pequeño dispositivo inalámbrico de bolsillo que Jonze apenas filma. En su lugar nos muestra, casi con pudor, larguísimos primeros planos del verdadero interfaz de esa relación, el rostro del actor Joaquín Phoenix, a través de cuya expresión y palabras el espectador imagina todo lo ausente. Jonze parece no sentirse a gusto mirando una intimidad que nace y crece a través solo del sonido. Por eso, cuando los singulares amantes tienen su primer contacto sexual, la pantalla se queda en negro, como si el director sintiera que la superficial inmediatez de la vista tiene ya poco que hacer a la hora de hablarnos de lo íntimo.
El brutal ocularcentrismo de nuestra época ha convertido a la vista en un sentido exhausto, banal y ajeno a la sorpresa, incapaz ya de hacernos experimentar nada nuevo. Nos estamos acostumbrando a darlo todo por visto y al mismo tiempo desear verlo todo otra vez, a que en cualquier momento, en cualquier lugar y a cualquier tamaño, haya una pantalla que finja la imagen que deseamos. Queremos mirarlo todo y mostrarlo todo; nada debe quedar oculto. La transparencia es nuestro dios y la cobertura su agente.
Observando los terribles paralelismos entre el ocio digital y la guerra moderna, es fácil comprobar los estragos que puede causar un sentido de la vista histérico y excitado por los excesos digitales. El hecho de que hoy los ataques bélicos puedan gestionarse con éticas de videoconsola es coherente con la forma en que el distanciamiento telemático y la ruidosa proliferación de imágenes banalizan el sufrimiento ajeno. La lógica de las pantallas genera lindes en nuestra conciencia y nos incita a mantenernos fuera mientras quebramos el dentro de los demás. Convertir la realidad en videojuego, transformar al enemigo en un muñeco a baja resolución al que abatir desde casa mediante un joystick, no es sólo una estrategia de confort para el asesino, sino un antídoto contra cualquier posible atisbo de compasión o responsabilidad.
Nuestra época ha invertido las esencias de la fantasmagoría. Lo fantasmal ya no tiene que ver con la disolución de la carne, con lo leve, con lo fluido. En nuestros días, esto es lo real. Quizás por eso, como escribía David García Casado en Salón Kritik, sea significativo que una de las más populares cámaras de alta velocidad actuales se llame Phantom Flex. Hoy el estremecimiento asociado a lo fantasmal nos lo produce la lentitud y la densidad del detalle. En su documental Street, el artista James Nares filma con dicha cámara, a 780 frames por segundo, las calles de Nueva York en plena hora punta. La ralentización hiperdefinida nos muestra una versión del ser humano que nos es ajena, llena de gestos y movimientos eternos que parecen referirse a un más allá que nos precede. Ya no nos sirven las cámaras normales, mirar lo filmado a 24 fps no nos dice nada, nos aburre. Solo la extraña y antinatural cámara ultrarrápida puede actuar de medium entre nuestra actual condición borrosa y la lógica carnal del cuerpo, tan ajena ya a nosotros mismos que precisamos de prótesis especializadas de visión para recordarnos cómo somos.
Los dispositivos telemáticos podrían tener un papel crucial a la hora de re-sensorizar nuestra experiencia del mundo, pero para ello sería preciso quitar el protagonismo a la vista e incorporar en igualdad de condiciones al resto de los sentidos. Mirar con la piel (Pallasmaa), soñar con la oreja (Bachelard). El oído sea tal vez el gran sentido de lo espectral, de lo verdaderamente íntimo, el que menos intermediarios necesita, el que antes permite el impacto sobre nuestra conciencia. También el que tiene mayor capacidad espacializadora. Cuando el fonógrafo liberó al sonido de su vinculación con la fuente que lo producía, lo convirtió en vacante. El sonido despojado del aura de su emisor es una morada dispuesta a ser habitada. Pensemos en estrategias digitales no ocularcentristas que nos permitan volver a comprender el mundo.