¿Quién no lo hace? Todos albergamos fantasías, locuras, que de salir a la luz nos harían enrojecer de la vergüenza. Algunos van más allá y las hacen realidad, no les basta su vida que se les queda pequeña, necesitan otra llena de sobresaltos y a ser posible en multicolor. Vasco Rossi quería una vida spericolata como la de Steve Macqueen, y el personaje de la última novela de Caitlin Moran, a pesar de sus kilos de más, y sus medias raídas, lo que quiere es convertirse en adulta, llamarse Belle Jar, fumar y tener sexo con músicos famosos.
Fantasear no es malo, yo lo hago mucho. Mis sueños tienen alas y cruzan el mapa. En otra vida debí haber vivido en el Trastevere como la Magnani. Cuando no estoy en Roma, mis pensamientos siempre me llevan allí, a la via Condotti y a sus escaparates, o a una trattoria escondida donde sirven la mejor pasta del mundo. Y si no, a aquella librería de paredes rosas, la misma que frecuentó Francesca Woodman cuando siendo estudiante encontró entre sus libros viejos la compañía perfecta. Esta adoración mía por Italia despierta la curiosidad de quienes no me conocen. Enseguida empiezan a fabular si no seré hija de algún diplomático italiano en Madrid, o de algún mafioso. En cuanto les aclaro la verdad, noto la desilusión en sus ojos. Hace tiempo decidí optar por decir medio en broma que sí, que mi padre fue diplomático, que mi familia italiana vive en un palazzo de la via Giulia y que yo me dedico a viajar a Roma en cuanto tengo ocasión. Mantener ese halo de misterio es una de las cosas que me hace más atractiva en la imaginación de los demás. No se lo reprocho, casi siempre las personalidades inquietas, seducen mucho más que el aburrimiento de una personalidad anodina, aunque a veces ocurra al revés y como decía Sylvia Plath, terminemos por identificarnos, aunque sea en los libros, con quienes son tan desdichados como tú.
Estos días he vuelto a ver “La pazza gioia” de Paolo Virzí, una película inquietante, y sin embargo divertida, en la que dos mujeres internadas en un sanatorio mental en la Toscana, deciden huir como Thelma y Louise a ninguna parte. En su huida a la felicidad, las protagonistas encuentran el desamor, la confianza, la solidaridad y también el dolor, se olvidan de quienes de verdad son, haciendo lo que les da la gana; la una se hace pasar por doctora, la otra por marquesa. Abren puertas, cierran otras, improvisan un futuro en letras rojas, un camino por la cuerda floja de la locura. Observándolas en su escapada, con el pelo al viento, cuesta adivinar si son ellas y no los demás, los que han perdido la cabeza. Quieren vivir su aventura hasta el final, y lo logran sin titubeos como lo haría cualquiera si pudieran traspasar la barrera de las fantasías, y apretar el acelerador con rumbo al infierno.
Parece fácil, pero escribir un final feliz no está al alcance de todos, mucho menos de los que como yo, no hacemos otra cosa que soñar con despertar una mañana como Sofía Loren en un quartiere romano y lo hacemos en nuestra cama de siempre, eso sí, tarareando melodías de Nina Zilli, con los ojos puestos en el mapa y con las mismas ganas que ella de salir volando.
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Foto: La pazza gioia.