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La alfombra mágica, II

Tengo otra alfombra mágica en mi vida. Era un caluroso verano moscovita. En el mes de agosto las polacas acudían en tropel a Moscú a dar alegría a los españoles que no se comían una mierda en todo el año y a refrescar su maltratado ruso. Por alguna extraña razón, alguien decidió que académicamente sería una buena idea incluirme en su mismo grupo, pero pronto se hizo evidente lo desacertado del planteamiento. Mientras la profesora insinuaba con su media sonrisa de torturadora sanguinaria que la mitad de los polacos eran hijos de campesinas violadas por el Ejército Rojo ahí continuaba yo, peleándome todavía con los dichosos silogismos; si Dimitri era un proletario que trabajaba en la fábrica y eso lo convertía automáticamente en un tío enrollado, por qué no se podía catalogar a Lenin, que ni era proletario ni era nada , como un hijo de la gran puta…Aunque no fuese tan automático…

 

El caso es que las polacas me adoptaron un poco por pena, ni borracha conseguía decir una frase subordinada correctamente, un poco por mi condición exótica de bebedora comedida, era una pringada incapaz de beberse más de media botella, y no tardaron en invitarme a sus orgías eslavas. El mundo eslavo pronto me desveló una gran certeza: en Occidente éramos una panda de gilipollas.

 

Nos reuníamos en un pequeño salón de corte soviético, había una mesa, algunas sillas y sobre todo mucho vodka. Las paredes estaban descoloridas, las puertas desvencijadas y en el cuarto de baño se echaban en falta la mitad de los azulejos. Unos cuantos pares de bragas rojas colgaban de la barra de la ducha. Cuando llegaba a las 10 de la noche ya estaban todos borrachos. La puerta del baño se había quedado atascada y la gente aguardaba su momento para vomitar desde el décimo tercer piso. En la habitación de al lado se vislumbraban tres horrendos catres con unas colchas rescatadas del Gulag. La gente se iba turnando…

 

Entre los asistentes figuraban algunos ínclitos europeos. Con su ropa de marca, su mundo perfectamente asentado y organizado, con sus brillantes planes de futuro para los próximos 10 años, y mirando con cierta condescendencia a aquel grupo de perdedores del este, los europeos eran el último sueño húmedo para una eslava. Una vez que desaparecían, comenzaba la verdadera fiesta.

 

Mi favorito era un iraquí cuarentón que decía ser médico y refugiado político. Hacía acto de presencia con el pantalón de chándal del Barça, y una camiseta interior blanca toda roída. Una mata de generoso pelo oscuro le salía de debajo del sobaco sudado. Sin afeitar y con aspecto de haber pasado una mala peregrinación a la Meca, pensaba, en mi inicial inocencia, que aquel tipo no podía resultarle atractivo a nadie. Efectivamente, ni a mis soplapollas amigas pijas ni a mí nos seduciría a priori la idea de fornicar con un tío que acudía a una fiesta en pantuflas, pero las polacas eran harina de otro costal…Temerosa de que en cualquier descuido alguien me la endiñase por detrás, los observaba a todos con el culo bien pegado a la pared. Desde la habitación, una jovencita nos enseñaba unas pequeñas tetas que un georgiano estaba manoseando como si tocara un filete por primera vez. La chica pronto se cansó del torpe amante para refugiarse en los brazos de un argelino que sí sabía cómo meterle un dedo en el culo sin necesidad de grandes parafernalias.

 

Eran las 5 de la mañana y el iraquí regresaba por tercera vez acompañado de una dama diferente. Yo sorbía de la pajita estudiando atentamente la situación, aquellas furcias católicas con ropa interior de peli guarra de bajo presupuesto hacían cola para que el médico les hiciese una exploración gratuita. Si que íbamos jodidos en la Unión Europea…

 

Como chica lista que soy, no tardé en aprender la lección. Un día me paró en unas bellas escaleras podridas un macizo egipcio de ojos verdes. Romeo me preguntó en ruso si era polaca. No podía existir mejor inicio para una relación, me había tomado por una zorra insaciable de Silesia Oriental. Su polla circuncidada me abrió las puertas a un territorio virgen e inexplorado, empecé a creer en que un mundo mejor era posible, lejos de los descafeinados, egocéntricos y asexuados polvos de los esclavos de piel blanca. Me dejaba tan exhausta que tardé en darme cuenta de que también viajaba con su propia alfombra mágica. Él rezaba mientras yo me reponía de las embestidas tumbada en la cama, suspirando, en sintonía con el Demiurgo universal.

 

Cuando él se marchó, Avicena me recordaba a menudo que contaba con todo tipo de remedios para sanar el alma…

 

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