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La alfombra mágica

 

Hoy recordaba, observando a los poco lascivos libaneses, uno de mis primeros acercamientos “reales” al mundo árabe. Yo era una pobre desgraciada que trabajaba como becaria en la Oficina Comercial de Berna. Si aún me hubiese pasado las tardes limpiando manchas de esperma de la falda todo habría resultado mucho más interesante, pero los días transcurrían comprobando que el listado de empresas fabricantes de conejos de chocolate permanecía correcto. Sí, seguían rellenando los putos conejos con cacao y sí, mantenían su sede en la misma carretera comarcal con las mismas malas hierbas perfectamente podadas.

 

Vivía en una residencia de estudiantes por prescripción médica. El primer día ya me habían explicado que ningún suizo me iba a dirigir la palabra si no era para  ladrar, en su particular dialecto, advirtiendo que estaba prohibido tirar de la cadena después de las 9 de la noche. El verano fue horrible. Allí, por un castigo del destino, nos encontrábamos un negro, un suizo, un árabe y yo. El suizo me estudiaba con recelo y desconfianza, al fin y al cabo yo era una tipa sospechosa que cenaba cada noche a una hora diferente y se sentaba al atardecer en la terraza a la espera de que algún vecino del barrio se tirase por el balcón para alegrarme el día. El negro pronto se convirtió en un pesado de culo respingón. Cada vez que me duchaba se acercaba a la puerta de la ducha y preguntaba en su terrible alemán si podía entrar…Como venía de Ruanda y se suponía que habían liquidado a la mitad de sus parientes, me abstenía, en un ataque de auténtica pena, de decirle lo que verdaderamente pensaba: “oye, tú, negro de mierda, te vas a duchar con tu puta madre. Ah no, que está muerta…”

 

Vagabundeaba por Berna. Visitaba el foso de los osos, un infesto lugar en el que dos pobres ositos traídos desde el Zoo de Barcelona contemplaban el azul sin vida del cielo suizo panza arriba, asqueados, inertes y atrofiados por la desidia. A los osos terminaron diagnosticándoles depresión y se los llevaron de vuelta a Barcelona, a mi me dio por verle el badajo al árabe…

 

Él encarnaba la perfecta pesadilla de cualquier discoteca a las 7 de la mañana, bastante feo, bastante hortera, y los mismos ricitos morenos de la cabeza revoloteaban indomables alrededor de su polla.  Examinaba con curiosidad su habitación, las fotos de Gadafi, las de su mujer suiza, las pesas, la ropa deportiva, la cadena de música con los hits del Golfo Pérsico. Cuando se ponía trascendente me enfermaba, se creía que alabando mil veces la belleza de mis ojos iba a abrírseme un resorte mágico en el coño. Sobre todo, prefería no cruzármelo en la cocina. Me penetraba con la mirada mientras devoraba con las manos un grasiento muslo de pollo. Partía la carne en pequeños pedazos con sus dedos y luego levantaba la vista del plato invitándome a comer de su mano. Yo contenía las arcadas, hubiese preferido meterme el índice en el culo y luego chuparlo lentamente, incluso con lujuria.

 

Todo acabó el día en que me sorprendí a mí misma  arrodillada en una de las escenas más antiestéticas del universo, y no pude soportar, discípula nietzscheana, que ésta fuese a repetirse eternamente, una y otra vez.  Él portaba una gorra de la NBA amarilla y unos terroríficos calcetines blancos. Los ricitos rebeldes se secaban al aire. Una baba cayó de su boca. Gadafi nos miraba burlón.

 

La vida no era justa, se la estaba mamando a un tío con visera y en calcetines. Para restaurar el orden universal separé mi boca cuando se corrió. Yo no limpiaría nunca las manchas de un vestido, el sí las de su querida alfombra…

 

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