Se habla desde hace mucho tiempo de la conveniencia de realizar una auditoría de la deuda pública. Ahora ha saltado a la palestra, a la primera línea de la actualidad, por el fenómeno que ha supuesto Podemos, que lleva esa propuesta en su programa electoral. Pero la verdad es que es una iniciativa que se planteó hace años desde otras fuerzas políticas y sociales que, desafortunadamente, no han gozado de tantos altavoces como la que lidera Pablo Iglesias. Pero dejemos el resentimiento a un lado y pongámonos a explicar el lío.
Se argumenta con razón a favor de la auditoría de la deuda pública española que parte de ella, que asciende a casi un billón de euros, tiene origen privado, sobre todo del sector financiero, aunque no solo. Porque también se dice que, en muchos casos, los presupuestos públicos se pusieron al servicio de intereses privados, sean éstos espurios de las grandes constructoras o, simplemente, los de los egos de alcaldes y presidentes de Autonomías, encantados de tener su aeropuerto, su AVE, su lujoso embarcadero…
La auditoría, pues, serviría para determinar qué parte de la deuda pública española es legítima, es decir, se ha emitido para pagar servicios públicos, servicios de interés general, infraestructuras útiles, y qué parte deberíamos renunciar a devolver por ser “deuda odiosa”, un concepto aceptado internacionalmente para denominar aquella parte del endeudamiento en el que se ha incurrido contra los intereses generales de los ciudadanos de un país. En definitiva, se trataría de asumir que parte de lo que debemos ahora todos es culpa de decisiones que se tomaron contra nuestros intereses, lo que nos daría toda la legitimidad para decir que ahora no pagamos. No pagamos una parte, la que no nos corresponde. Del resto, por supuesto, nos hacemos cargo.
Realizar la auditoría no debería ser complicado. Determinar qué parte de lo que debemos es legítima y qué parte se ha asumido para pagar las facturas de proyectos locos e irresponsables no tiene que ser difícil. Lo complicado vendría después, con el segundo paso, con la ejecución de esa auditoría, cuando llegue el momento de decidir qué emisiones devolver y cuáles, no, cuando haya que determinar a qué bonistas se les reintegra el dinero y cuáles lo perderían. ¿Con qué criterio lo hacemos? ¿Se puede saber qué emisión de deuda corresponde a qué proyecto? Es muy difícil. Incluso imposible.
Por lo tanto, lo más sencillo sería establecer una quita generalizada en todas las emisiones de bonos realizadas por el Tesoro Público por la cantidad en que se cifrara la deuda ilegítima u odiosa. Lo malo es que hay gente que tiene planes de pensiones invertidos en deuda pública y verían el efecto de la quita en su patrimonio. Tendría esta primera consecuencia. Y no sería la única. Puede que quienes financian a España dejen de hacerlo. O lo sigan haciendo, pero exigiendo intereses mucho más elevados, impagables. Porque España, históricamente, ha necesitado dinero del exterior. Siempre ha tenido déficit por cuenta corriente.
Para realizar un impago de este tipo, ayudaría disponer de un banco central propio. Pero no lo tenemos. Por lo que el golpe sería mucho más fuerte.
De todas maneras, todas estas consecuencias, aun siendo duras, pueden compensar, porque se sufrirían por un bien superior: avanzar en democracia económica.
Impagar parte de la deuda tendría consecuencias, insistimos. Hay que analizarlas y explicarlas. Si de verdad es una prioridad para Podemos, a ello deberían dedicarse sus “círculos”, a hacer pedagogía. Y para, de verdad, avanzar en democracia participativa, antes de tomar la decisión de realizar una auditoría y acometer una reestructuración de la deuda soberana, habría que celebrar un referéndum. Sería una de las decisiones de mayor calado para nuestro país. Mucho más que escoger entremonarquía o república. Un referéndum con conocimiento de causa, sabiendo qué se gana y qué se pierde diciendo sí o no.
Una reestructuración de la deuda
Tecnicismos aparte que, en este caso, sólo son elucubraciones vertidas desde una ignorancia más o menos informada, de lo que se trataría, en definitiva, sería de reestructurar la deuda.
La reestructuración de la deuda consiste en el cambio de las condiciones del contrato firmado entre el Tesoro Público y sus acreedores. O entre cualquier empresa y los bancos a los que les debe dinero. Se puede modificar tanto la cantidad a devolver como el plazo en el que hacerlo.
Estamos hartos de escuchar y leer fenómenos de este tipo en la empresa privada en estos largos años de crisis, pero con los Estados procesos de estas características se convierten en verdaderos acontecimientos económicos. Casi siempre en tragedias. Quizás porque los bancos tienen un verdadero negocio prestando dinero a los Estados y les conviene que estos eventos sean lo más catastróficos posibles. Para que a nadie, nunca más, se le vuelva a ocurrir hacerlo. Los bancos quieren que prestarle a un Estado sea un negocio, además de rentable, seguro. Así se explica que se disfrace de tragedia lo que en otros ámbitos, en el sector privado, hemos comprobado que forma parte de la rutina de hacer negocios.
Reestructuró la deuda por la razón más poderosa, por no tener dinero para pagar, Grecia, hace dos o tres años. Y Argentina, hace algo más de una década.
Ha sido precisamente el proceso abierto ahora en este último país el que ha vuelto a poner en cuestión que los Estados puedan utilizar este instrumento, la reestructuración de la deuda, para salir de los peores atolladeros económicos. Porque, ahora, a Argentina hay unos fondos, los más agresivos del mercado, denominados popularmente “fondos buitre”, porque compran los peores activos en los peores momentos esperando dar el pelotazo, que quieren recuperar el principal de los bonos, esquivando así la quita que al país le hizo posible salir de su enorme crisis. En el caso en que Argentina devolviera todo el dinero a esos fondos, tendría que hacer lo mismo con el resto de los acreedores, porque hay que tratar a todos de la misma manera. Argentina volvería a quebrar.
En definitiva, los fondos buitre y la justicia estadounidense que les ha dado la razón, insistimos, están poniendo en cuestión que haya reestructuraciones de deuda de países en el futuro. El acreedor que decida no aceptar los términos de la reestructuración podrá, en cualquier momento, tirarla por tierra, poniendo de nuevo en un brete al país en cuestión y, por tanto, a sus ciudadanos.
Por eso nos interesa tanto lo que ocurre ahora en Argentina. Porque puede sentar un precedente peligrosísimo para todos los demás Estados.
Una nueva Internacional
Éste ha sido, quizás, el detonante del nuevo movimiento internacionalista. Y hacemos un inciso para aludir a un artículo que publico The Guardian el pasado 9 de junio. En él, Razmig Keucheyan explicaba que justo tras las elecciones europeas que dieron en Francia la victoria a Marine Le Pen, el comité por una auditoría ciudadana de la deuda de Francia, publicó un informe de 30 páginas sobre el origen y la evolución del endeudamiento francés. El documento concluía que el 60% de la deuda pública francesa es ilegítima. Keucheyan no sólo hace referencia a Francia. Habla de que hay movimientos de este tipo en 18 países del mundo. Por ejemplo, en Ecuador, que declaró en 2008 que el 70% de su deuda era ilegítima, o Brasil. En Europa, España y también Grecia. Otro caso: en Túnez, el Gobierno post-revolucionario ha declarado que la deuda durante la dictadura de Ben Ali es odiosa porque sirvió para enriquecer a los poderos más que para mejorar las condiciones de vida de la gente.
Tan optimista se muestra Keucheyan que dice que este tipo de movimientos pueden contener el germen de un nuevo internacionalismo. Y puede que tenga razón. Porque ya lo dicen los que podemos considerar clásicos: no vivimos en democracias, sino en deudocracias. El tirano que nos tenemos que quitar de encima es el acreedor.
Lo que no sabemos es qué Internacional sería: ¿la Quinta o la Sexta?
Volvemos a Argentina. Que los fondos buitre y el juez Griesa hayan puesto en cuestión la reestructuración de su deuda y ponga mucho más difíciles las que puedan venir por delante ha hecho que comiencen a moverse hasta los premios Nobel. Sí. Joseph Stiglitz y Robert Sollow, acompañados de otros grandes economistas como José Antonio Ocampo, por ejemplo, están promoviendo la celebración de un encuentro en la Organización de Naciones Unidas para elaborar una convención sobre los procesos de reestructuración de la deuda pública. Se lo han pedido al secretario general de la ONU, Ban Ki-Moon. Estos economistas defienden el derecho de las naciones a comenzar de nuevo. Quieren que haya a disposición de los Estados mecanismos similares a los que tienen las empresas para declararse en suspensión de pagos. Al parecer, de celebrarse tal reunión, la aprobación del protocolo de la quiebra soberana ya tendría 77 votos a favor, más de la mitad de los países que componen la Asamblea General de la ONU.
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