¿Existen acróbatas de la inmovilidad? Es posible que, allí donde esté, el artista -epítome del hombre cualquiera- permanezca en perpetuo tránsito. Aunque parezca inmóvil, un viaje interminable se puede concentrar en él, vibrando en un solo punto. Esto emparentaría a algunos de nuestros modernos con el brujo de la antigua tribu, que también estaba embarcado en metamorfosis y trances in situ, aunque parezca distraído y ocupado en tareas intrascendentes.
Juan Carlos Meana nos narra en La ausencia necesaria las estaciones de un viaje a los bordes de Europa, a una Bulgaria donde la tierra todavía humea. No es solo que subsistan en esa esquina del orbe ecos de viejos conflictos, sino que la realidad, todavía no numerada por la furiosa voluntad de control que marca nuestro nivel de vida, humea con un aura de lejanía. La historia occidental sepulta en los sótanos todo lo que sea pasado, indefinición y ruina. En otros lugares, apartados de la alta velocidad del desarrollo, la lentitud fulgurante de una inmediatez sensitiva puede permanecer todavía en primer plano.
¿Viajamos por viajar o para entender algo más de una alienación originaria, de un anómalo punto de partida que es la condición humana? Viajamos para percibir y entender de un modo que solo alcanza quien no domina el idioma local, con sus inevitables servidumbres asociadas. No entender el lenguaje (p. 47) nos abre una mayor porosidad hacia la palabra misma. Meana no nos narra un viaje turístico más, que podría tener su interés, sino una travesía incierta por los márgenes de lo que llamamos bienestar. Viajamos con él a través de paisajes que nos pueden cambiar justo porque no están codificados. De un auténtico viaje nunca se vuelve, se llegó a decir en otro tiempo, y esto es más probable si el destino se abre a fenómenos de borde. No es extraño así que desde el comienzo esta crónica esté tocada por un halo de indefinición que difícilmente no va a conmover.
El extranjero que es el hombre, incluso en su lugar natal (p. 20), busca al viajar proseguir la tarea interminable de darse forma a sí mismo, a una singularidad atravesada de raíz por fantasmas. Y estos son siempre de otra época, atavismos que tiene la ausencia patente de algo que siempre vuelve. Algunos humanos no viajan entonces para «desconectar», sino más bien para conectar con un subsuelo primario que en nuestro lugar de residencia habitual suele estar tapado por los pactos y las costumbres. Gentes muy distintas como Thoreau, Nietzsche, Simone Weil o Handke han encontrado en el viaje un lenitivo para su ansiedad. Tocados en lo más íntimo por lo otro, al moverse por distintos parajes le dan a ese espectro basal figuras terrenales. Ocurre en estos casos como si la ebriedad y el cansancio del camino nos devolvieran a una sobriedad que ha de lidiar con el murmullo de un fondo sombrío. Es lo que Meana, citando a Blanchot, nombra como el sostén de la obra, aludiendo a una creación cuya primera tarea es despertar a una existencia siempre tapada por las sucesivos clichés de las identificaciones en oferta. Muy lejos de esto último, es en el encuentro -por definición, con lo inesperado: p. 75- donde nosotros somos.
Es en la metamorfosis cuando somos capaces de dialogar con algo central para lo que no tenemos órgano, ninguna facultad suficientemente competente. Tal escena originaria no tiene forma ni imagen. «Solo soy dueño de mí cuando estoy desprevenido», deletrea un día Nietzsche. Digamos que ese eje nocturno del día requiere un método de la errancia, un vagar consentido por el que, al descender y multiplicarnos, nos mantiene abiertos a una existencia para la que ninguna seña de identidad basta. Meana aborda en este volumen una indefinición que es el territorio natal que siempre vuelve, un sobresalto remoto que se pierde en la medida en que es fijado. Se trata de una potencia que subsiste tras el último acto, como una posibilidad más alta que cualquiera realidad efectiva. Por extraño y paradójico que parezca, algunos humanos conservan su enigma central -de ahí su encanto- con este atletismo afectivo y la voluntad de riesgo que incluye.
Como algún otro, el libro de Juan Carlos Meana habla de estados de ausencia, experiencias comunes y a la vez clandestinas, difícilmente confesables en la coactiva transparencia que nos envuelve, esta incesante presión para ser alguien reconocible en la pantalla total de la visibilidad. Lejos de esto, las desapariciones son cruciales para poder vivir la realidad de otro modo, creando vacuolas de no comunicación en las que sentir y pensar sea otra vez posible. Para empezar, esos estados de ausencia -que nada tienen que ver con el ensimismamiento obligado de la conexión a distancia- permiten rejuvenecer en medio de esta sociedad senil, logrando una transfusión de sangre en umbrales de alta indefinición. «El viaje más lejano es el sosiego, a él vuelven todas las cosas» (p. 27). Ni que decir tiene que la actitud sin método -el viaje a Bulgaria es una excusa- que este artista y pensador propone vuelve a reactivar otra concepción de la infancia. Lo borroso del pasado no es un estadio que pueda quedar atrás, sino un temblor que vuelve en cualquier momento de intensidad actual. El pasado incierto de la infancia es una desértica soledad de la que parten todos los caminos, pues en tales momentos de cruce nuestra venerada cronología se suspende, reunida en el aura de un parpadeo sin edad.
El ruido invade, el silencio brota (p. 23). En momentos significativos debemos contemplar a solas, más que participar. Con la velocidad frenética de nuestra obsolescencia programada, participar es tomar parte interactiva en la dispersión social de aquella soledad común que sería necesaria para que surja algo nuevo. El omnipresente mandato de integración no es otra cosa que la conminación social a ingresar en la desintegración de lo vivido, erradicando el potencial agujero negro de cualquier singularidad. Como se ha dicho a veces, este mundo no iría tan deprisa si no temiese lo que puede ocurrir en uno de esos instantes de ausencia donde el tiempo de vivir se concentra.
Hambre o deseo sexual, la necesidad tiene siempre relación con una ausencia. No solo con una carencia que reclama ser satisfecha, sino también con la perplejidad de que toda necesidad concreta es a la vez necesidad de un mundo, con su vasta y espectral ambivalencia. Un fondo desértico alienta en toda necesidad, de ahí que solo sepamos de ellas desde la ausencia y que a la vez casi todas ellas sean insaciables.
«La necesidad había tomado el cuerpo de la espera… iba acompañada del vacío de no saberse, en una conexión directa con las soledad más dulce» (p. 92). En todo el viaje de Meana, en cierto modo inmóvil, además de los lógicos objetivos mundanos -comer bien, descansar, contemplar, distraerse-, late la necesidad de aprovechar la distancia mítica de Bulgaria para retomarse a uno mismo de otro modo. Por eso a la vuelta, aunque nadie note nada, nunca somos idénticos, pues otra capa de la sombra natal ha sido desenterrada. Instintivamente, el artista -signo enigmático del hombre cualquiera- busca un itinerario que facilite los estados de ausencia, esos lapsos de excepción que interrumpen el encadenamiento que configura la pulpa de nuestro bienestar. Tales retiros secretos son efectivamente la antesala de la creación. Pero de una creación cuyo primer objetivo -y esto es el arte como medicina– es liberar la vida de las coacciones que la cercan.
A la manera de la enfermedad sagrada llamada epilepsia, la ausencia misma es un acontecimiento, un estado de percepción flotante donde cualquier espectro puede encontrar cabida. De hecho, el viajero nos recuerda (p. 13) que la palabra contemplar proviene de la experiencia de participar en un templo, dejando que el lugar donde estamos se convierta en santuario y precipite una constelación hasta entonces difuminada en la inercia.
Anarquía coronada: así nombró Artaud a esa espontaneidad que a veces toma el mando. Es también, decíamos, la disposición que para que acaezca otro tiempo dentro del tiempo, una especie de instante expandido -el templo de la contemplación- que surge en medio de la Historia (p. 65) y a contrapelo de ella. Entonces ocurre que el acontecimiento del tiempo, en estado puro, rasga el canon de las situaciones. «El silencio favorece la oración y es, en sí, como una oración», afirma Andrić en Un puente sobre el Drina. El acontecimiento del pensamiento teje oraciones, frasea. Al dejarnos vivir sin trabas, surge también otra gramática de lo posible.
En La ausencia necesaria Handke, Valente o Pascal son algunos de los nombres personales con los que comparece lo impersonal que permite vivir de otro modo. Se nos concede entonces una relación moral con lo inhumano. Se trata del arte como experiencia común, una tecnología de la más primaria supervivencia. El arte de vivir, también en Cézanne, es un tipo de producción inútil que solo se explica por la urgencia de que la vida siga. Vivir es algo tan difícil como saber qué hemos sentido al mirar la montaña de Sainte Victoire. Ausentándonos de toda la historia oficial que nos aprisiona entramos en la enormidad de un insólito reposo. Calma a la vez desértica y muy poblada, pues todo lo muerto vuelve para darle la mano a lo vivo. La narración entera de La ausencia necesaria, sin dejar de tener el color y la cadencia de los lugares que la atraviesan, recoge un eco de aquella vieja sabiduría según la cual la educación ha de alimentarse una y otra vez de una docta ignorantia consustancial a la especie.
«Todo ojo lleva consigo su mancha» (Didi-Huberman), de ahí que una doctrina de lo visible sea a la vez una doctrina de la invisible. De ahí también que sea imposible entender o percibir algo sin a la vez creer en ello. Nombrada o no, cada cosa y cada acto son trascendentales en el más amplio sentido de la palabra. Todo está, por tanto, dotado de una potencia insospechada de relaciones. No podríamos dar ni un paso si supiésemos sus posibles consecuencias. Afortunadamente, un incierto porvenir -presente en esta ausencia viva que anima lo contemporáneo- nos recuerda que el conocimiento es limitado.
Si fijar es perder, pues las cosas mueren al ser disecadas en un concepto, abandonarse a la pérdida encarna sin embargo la posibilidad de encontrar. Es necesario fracasar, perseverar en la pérdida, renunciar incluso al éxito, para que algún día se pueda aspirar a encontrar un lugar no vergonzoso en el magma del mundo. El problema actual, debido a nuestra moderna voluntad de desarraigo, es que crecemos de espaldas al camino (p. 15) que podría rehacernos. Nos pasamos la vida huyendo de un borroso desierto en el que podríamos reconocer sendas perdidas. Por eso nos cuesta tanto volver, convertirnos a la fe de lo vivido, de lo inmediato y visible. Es falso que este mundo sea «materialista». Su antropomorfa absolutización de lo social e histórico nos aleja de la sombra viva de las cosas.
Entendemos de hecho la libertad como una ruptura incesante con todo lo que nos ata y limita. Y esto es una desgracia que nos hace día a día más infelices. A contrapelo de esta enfermedad, La ausencia necesaria trabaja a favor de la libertad que aguarda en la fatalidad intrincada de la que partimos, sin haber elegido nada. Una sabia dosificación -que cada día hemos de reinventar- entre un estoicismo del pensamiento y un epicureísmo de los sentidos debe facilitar esa necesaria ausencia que hace posible otra vez el peligro de vivir. En este punto el libro de Meana es ligeramente impertinente, pues sugiere -frente al canon progresista- que la potencia de lo mundial pertenece a algo para siempre infraleve, un silencioso erotismo que puede remover cada una de nuestras prisiones desde una sombra que todavía recorre el mundo.