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La ayi de mis sueños, los sueños de mi ayi china

 

Li Fang acude cada miércoles a mi casa, un esforzado estercolero donde hasta que ella aparece selecciono por todas las partes del apartamento todo tipo de sobrantes que he ido acumulando y que Li siempre tira a la basura: tarjetas de visita de mozas dispuestas, mecheros que te regalan por comprar cervezas japonesas, calcetines horadados por esas uñas que sólo son sometidas a la presión de la navaja cuando acudo a una casa de masajes de pies, bolígrafos sin tinta, y decenas de justificantes de mis pagos de botellas de Yamazaki 12 años por mediación de mi tarjeta de débito, que si fuera de crédito el artilugio Li Fang no podría presentarse en mi hogar a cumplir su cometido por mi falta de control con el dinero que supuestamente te regala el banco. Debería sumar a la gesta, ahora que lo recuerdo, esas otras tarjetas que te dan en plena calle los proxenetas y futuribles y que tanto sonrojan a Li: por las damas que aparecen fotografiadas sobre ellas, las cuales por cierto nunca son las que luego acuden a tu casa.

 

Normalmente cuando una Ayi* se dispone a trabajar el dueño de la vivienda la abandona, como los jugadores de fútbol cuando aparecen los aspersores de agua, o como las putas cuando se presenta la policía local con las mismas ganas de detener que de pedir teléfonos. Pero yo me quedo aquí, impertérrito, traspasándole la jindama a la única señora a la que soy fiel; que aunque haya transitado por siete casas en cinco años –que no hogares-, mi fidelidad hacia ella es tan llamativa que hasta mi madre piensa en cada Navidad que acudiré con Li Fang a comerme los Nevaditos, esos polvorones con sospechosa fonética fiestera.

 

Según la situación –post alcohólica, más que nada-, puedo llegar a posar frente a ella en calzoncillos. A veces salgo de la ducha como haciéndome el idiota. Otras incluso salto de mi cama creyéndome sonámbulo hasta que tras abrazar a mi Ayi corroboro que su rechazo no es por mi enfermedad absoluta sino por sus ganas de no perder a un cliente que le abona el doble por cada jornada de trabajo. Porque en esta China grandilocuente, donde lo único que cuenta es el dinero, los pudientes, aquellos advenedizos de la vida mechados de fajos de billetes, son los primeros que provocan el porqué de este crecimiento descoordinado: China, segunda economía mundial, con la mayor franja –llámenlo barranco- entre ricos y pobres, contando que los ricos son poquísimos, los pobres muchísimos y paupérrimos, y que ese “milagro” que tanto gusta nombrar a Occidente no deja de ser una humillación: dividan PIB por habitantes y verán que China sigue a años luz de ese anunciado “progreso”.

 

Pocas palabras he dirigido a Li Fang en estos cinco años, porque mi mandarín es irrisorio y su inglés imposible. Pero incluso así, sigue siéndome todo lo leal que te ofrece el dinero, por haber sido gestada bajo una educación en donde la religión es el Partido y el éxito ser rico. Así luego te encuentras a numerosas casadas a bote pronto que se te abren en canal tras el saludo inicial con el sueño de salir adelante, de justificar lo que le adoctrinaron sus profesores.

 

Li Fang nació en Chengdu, provincia de Sichuan, la zona del mundo más poblada y más lejana del mar, que además da cobijo a no pocos budistas que en estos días de parodia occidental se queman a lo bonzo sin ser tomados en cuenta. Que a ese primer mundo panderetero ya sólo se la levantan los goles de Messi, las poses de Cristiano al tirar las faltas y los pañuelos palestinos que son superventas en los mercadillos domingueros de cada ciudad. Luego llegan las cañas y los aperitivos y los pañuelos se quedan, como el papel higiénico humedecido por la orina del exceso de vermús, en las baldas de unos baños anegados de falsa modernidad.

 

Sichuan no es un milagro. Siquiera hay progreso. Tras el terremoto de Beichuan, donde sin que la Escala de Richter batiera records sí se batieron plusmarcas de fallecidos –en especial los miles de niños (hijos únicos) que aprendían cómo ser ricos bajo escuelas de papel que se derrumbaron con demasiada facilidad-, Li Fang se planteó volver a su tierra. Sobre todo porque creía disponer del dinero suficiente como para poder montar un pequeño negocio. Pero finalmente renunció alarmada por los datos que les enviaban los suyos: todo cada vez más caro y los sueldos como siempre. “Es el progreso”, dicen los analistas. Por culpa de este progreso escasamente equitativo, que permite que tipos como Wen Liu se pueda comprar setenta casas a la vez en un edificio de reciente construcción en Shanghái, mi Ayi desistió en su idea de volverse con los suyos casi con las manos vacías. A Wen Liu lo conocí en una cena. Vacilaba en comprarse casas como docenas de rosas. Me acordé de Li Fang, que no creo disponga de más de doscientos euros mensuales por quitarles las mierdas a sus conciudadanos. Las mías, aseguro, al menos le reportan el doble.

 

Por medio de mis amantes suelo enterarme de si la tostada huele a quemado o si ha caído de una cara o de la contraria. Li Fang no recula. Y ahí reside su pureza, uno de los calificativos más tópicos si queremos sacar a relucir a esa parte de ciudadanos chinos que se saltan la normalidad general de ambición desmedida y nulidad absoluta de valores.

 

—Mi marido me dejó cuando me embarazó. Luego di a luz en el campo, sola con mi madre y la vecina que decía saber de medicina. Cuando me desangraba salió corriendo. Y ahí descubrí dos cosas: que esa desgraciada no entendía nada del mundo de lo que decía conocer y que la vida es bella, porque al instante –y cuando mi madre gritaba como una cantante de ópera, “¡mi hija y mi nieta se me mueren!”- apareció otra vecina a la que ni conocía que ayudó a que mi hija viviera y a que yo no muriera desangrada.

 

Li Fang cabalga sobre una vida exageradamente dura. Su hija ya tiene veinte años y comienza a disparar a los palomos. O eso parece. “No puedo estar a cargo de ella y mis padres son ya muy mayores. Hace su vida y se mezcla con gente que no me gusta: beben y fuman. Tengo miedo. Yo la he invitado a Shanghái pero tiene dudas. O se ha acomodado. Le mando dinero todos los meses y mis padres me dicen que sólo gasta y que no quiere trabajar. Dejó los estudios a los quince años y ya ha abortado al menos una vez, que yo sepa, porque lo pagué yo. Yo volvería a Sichuan a estar con ella pero con mi sueldo de aquí vivimos, ella, yo, y además, ayudo a mis padres. Y ese riesgo no lo quiero asumir”.

 

La China que viene. La que descabalga por un iPhone o por el falo del tipo que acaban de conocer, la que se baja las bragas inocentemente si un pasaporte apropiado se asoma ante sus narices, la que ya no dobla las rodillas para trabajar por un sueldo paria sino para montarse a lomos de un deportivo descapotable. Exactamente lo contrario de lo ha hecho y sigue haciendo una Li Fang a la que no le va a salir novio en un país demasiado clasista-racista. “No me preguntes de sexo que me da vergüenza. Yo sólo tuve un hombre: el padre de mi hija. Luego quieres conocer a gente, pero sólo trabajas y trabajas. Y así vestida y sin dinero no sabes adónde ir”, me dijo mi Ayi, la cual no paraba de barrer los pelos que se me caen en matojo de una melena tan arraigada como mi calva. Internet es el auténtico nicho de amor si uno desea encontrar pareja; aunque Li Fang no tiene acceso a internet –tampoco domina precisamente bien el tema de la escritura y la lectura- por lo que no le quedará más remedio que soñar con otra vida, o con un accidente de tráfico que le lleve a esa otra vida. Aunque ahora que caigo, tampoco conduce.

 

—¿Le limpio las sabanas?, me preguntó mientras esquinaba con la escoba los escasos condones que gasto.

—Espérate a la próxima semana –dijo la presa de ayer siguiendo mis indicaciones; otra de Sichuan que dice llamarse Water (estos chinos y sus rebautizos para atender al engendro extranjero) mientras intentaba encontrar sus bragas entre mi cama, convertida en lavandería arrasada por un tifón.

 

Li Fang se pasa a la cocina, donde reconfirma que me gusta eso de los fogones. Intenta probar mi pisto de hace tres días, sin tapar y a la intemperie del otoño seudo cálido shanghainés, cuando de pronto la veo hurgar en mi excelso caldo de verduras que hace del simplísimo arroz bomba un milagro en paella con recortes de brócoli, judía verde, todos los colores de los pimientos y una buena dosis de pimentón de La Vera. Siempre con gestos ostensibles, la invito a que se meta una buena cucharada, pero su educación exagerada –pureza, repito- la aparta de una olla que bien se merecería una buena dosis de lavavajillas.

 

Water sigue buscando sus bragas, como si perderlas fuera su hábito y encontrarlas su juego de mesa. La llamo para que me siga traduciendo mientras me chantajea con la siguiente cita: “No te traduzco más si no quedamos el viernes”. “El viernes –le digo; el viernes debo trabajar. Y hasta altas horas de la madrugada”, le contesto. “Entonces el sábado”, contraatacándome; “Tradúceme y me lo pienso”, añado.

 

—Shanghái no es mi sueño. Pero es el sueño de los míos. En Sichuan no hay dinero ni maneras de encontrarlo. Y los 2.500 yuanes que me gano al mes –casi trescientos euros- me bastan para que ellos tengan algo más que comer y a mí no me falte lo básico.

—¿Hay clientes más guarros que yo?

—Muchos. Y de los míos.

 

Li Fang seca la colada, arrancada de una lavadora deficitaria: la que me ofreció el arrendador. Mientras, Water se maquilla frente a un espejo en donde se adivinan demasiadas figuras reflejadas. Es lo que tiene la perversión: que uno siempre asoma la esperanza de poseer a la presa sometida de la noche anterior y a la Ayi que acaba de comenzar su jornada, que como la tía del pueblo, y sin llegar a mediar palabra, comienza a recoger las cosas que muchas veces estaban en orden.

 

—La semana que viene es la Fiesta de Otoño. Y quiero ir a Sichuan a ver a los míos.

—Vaya, vaya. Sin problema. ¿Pero le han dado vacaciones sus otros clientes?

—Todos se van fuera, afortunadamente. ¿Usted se queda?

—Yo sólo salgo cuando no salen los chinos.

—Entonces, ¿me puedo ir?

—Vaya tranquila. Y agreda a su hija. A no ser que vuelva a estar encinta.

—No sé si casarla. Se me ofrecen conocidos con hijos solteros.

 

Porque en esta compleja sociedad nadie puede consentir que su hijo o hija, llegados los veinticinco, puedan seguir solteros. De ahí el drama de las discotecas donde recién casadas a la fuerza de la tradición te arrojan el pubis con la mirada con el mismo gracejo con el que un vendedor de peines le suelta un par a un calvo.

 

La semana que viene Li Fang no vendrá a casa, por lo que tendré que gastar cuidado en mi descontrol cotidiano. Water me hace gestos para salir a cenar, con ese deje que gastan los que no se dan por enterados que una noche de sexo no es un crédito hipotecario. El salón ya vuelve a brillar, aunque la cocina sigue ofertándome una visual sorprendente: las ollas colmadas de restos siguen en su sitio e incluso las copas de vino manchadas se mantienen sobre el horno, dispuestas a ser rellenadas o al menos lavadas.

 

—¿Quiere que le cosa este calcetín? –me  preguntó mi Ayi dispuesta.

—Sólo si encuentra a su par –contesté.

 

Luego me acordé que suelo emparejar a los que me encuentro, indiferentemente de que sean pareja o no.

 

Water me cogió de la mano: “¿No crees que el día es maravilloso?”, me dijo, mientras intentaba desatármela ante mi interés por llamar al taxi. “Mira: un día nunca es maravilloso si el cielo es gris, el tráfico es convulso y tu Ayi tiene problemas”, le contesté.

 

—Joder, ¿es que quieres más a tu Ayi que a mí? –me apuntó una Water poseída por esa soga imaginaria que te lanza toda mujer con ánimos de no volver a estar sola.

—Yo sólo quiero cenar. Además, no sé a qué te refieres –clausuré.

 

Sé perfectamente cuando digo que mi querida Ayi es mi único ser fiel en esta China dispuesta a la infidelidad. Porque ella, en cinco años, sólo se sale del tiesto para pedir días libres, no para intentar casarse. Aunque si tuviera algunos años menos…

 

Recuerdo su sueño. Me lo expresó tres semanas atrás. Recogía unos cables torcidos que había dejado un electricista amateur conectando internet, cuando Hot –ojo al nombrecito- me tradujo su frase: “Mi sueño sería ver a mi hija casarse y ya morirme tranquila”.

 

China se dobla ante dramas cotidianos de la misma manera que aprieta para ganarse el jornal. Que en esta única vida ver a gente perder el aliento por las efemérides erróneas es un drama parecido a querer saltar a la vía del tren cuando el que lo maneja es el hombre de tus sueños.

 

Luego cené con Water, a la que di billete de ida tras los postres. Pero me quedé pensando en ese tortuoso viaje en tren de dos días con el que mi Ayi iba a disfrutar unas vacaciones que realmente serían un suplicio: dejarse la pasta que ha ganado, sufrir por su hija, ver a sus padres consumirse, cocinar y limpiar. Al menos vive su vida, y no la de aquel hombre que la embarazó y que hoy quién sabe dónde estará.

 

El taxi que me devolvía a mi casa apestaba. Si mi Ayi estuviera aquí habría pasado el paño. Luego, sobre mi sofá, la volví a recordar y la eché de menos. Aunque más me acordaré de ella la próxima semana, cuando arrecien los restos de mis días y las sartenes sean mis perfectas despensas.

 

 

 

 

Joaquín Campos (Málaga, 1974) lleva residiendo en Asia desde 2007: primero China y ahora Camboya. Escribe, cocina y viaja. Su primer libro, que en estos momentos se traduce al inglés, espera ver la luz a lo largo de 2013

 

 


* Ayi –léase ‘aii’-: Señora de la limpieza; empleada del hogar; parte importante de las patas que sostienen al gigante asiático: por trabajar a destajo y por hacerlo a cambio sueldos de cien o a lo sumo, doscientos euros al mes. Viven lejos de sus familiares. Este apelativo sólo se da en China o entre la comunidad china alrededor del mundo

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