Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Sociedad del espectáculoPantallasLa balada de la dependencia sexual de Nan Goldin

La balada de la dependencia sexual de Nan Goldin

Nan y Brian en la cama. New York City. 1983. Nan Golding. Fuente: www.oscarenfotos.com

Apunta, dispara. El primer pensamiento es el que vale, después todo se vuelve confuso. Ni la luz, ni los gemidos bajo las sábanas son lo suficientemente cómplices cuando se trata de sexo. Sudor y semen. Placer por placer, en eso consiste el juego. Hay algo en la perversión de lo prohibido que le atrae casi tanto como ir a contracorriente. Su loft de Nueva York es el escenario perfecto, la gente se pasea desnuda, se drogan, se besan; todo vale en este juego, en el que sobrevivir no es la meta sino la autodestrucción. En este derroche de intimidad compartida, no necesita pedir permiso, las historias se abren paso ante ella con la misma naturalidad con la que un escritor desnuda las palabras para vestirlas después con el traje oscuro de los silencios. No se siente una voyeureuse, Nan Goldin es una narradora de noches salvajes; a veces sin quererlo es también protagonista, flirtea con el alcohol, con cualquier mirada que le prometa consuelo, aunque luego esté demasiado borracha como para que sus fotos no salgan tan desenfocadas como lo está su cabeza.

El prólogo de esta historia lo escribiría muchos años antes sin saberlo. Imágenes que se amontonan sin sentido y un recuerdo claro: la escuela en Summer Hill. De nada sirve estudiar, son las habilidades sociales las que realmente importan en esa escuela, de eso presumen. No hay clases, los alumnos corren desnudos por el campo, practican sexo. Nan tiene 15 años y un pesado equipaje a sus espaldas: hogares de acogida y el dolor por el suicidio de su hermana, cuya pena todavía le abraza por las noches. En medio del naufragio que es su vida, la fotografía se erige en su tabla de salvación en esa escuela, que más que una escuela parece una comuna hippie. Fotos de sus compañeros, de sus amigos, un registro visual a modo de diario y una fascinación morbosa por no querer olvidar lo que el tiempo parece haber borrado ya de su memoria.

El desenfreno de la vida nocturna llegaría tras abandonar la escuela. Son los años 70 y su amigo David Armstrong le abre los ojos a un mundo nuevo: el de las drag queen. Se obsesiona por sus vestidos de brillo, por el glamour trasnochado de película antigua. Quiere ser una más. Imita su maquillaje, sus gestos exagerados, habla como ellas. Pero sobre todo quiere llevarlas a la portada del Vogue, no piensa otra cosa. El punto de encuentro es un bar en el que cada noche intenta captar con su cámara, esa sofisticación transgresora que tanto le fascina. Miradas cómplices, una colección de instantes, en el que nada pasa inadvertido. Es tal su obsesión por que nada se borre de su mente que las retrata mientras se maquillan, mientras duermen, se besan, preparándose un pico de heroína. Difícil no cruzar la línea prohibida, sucumbir a ese mundo de adicciones cuando lo que quieres es darlo todo y acabar pronto, vivir mil vidas y vivirlas sin fin, sin corazas hasta rayar la locura.

Después llega el infierno, el nombre de la clínica de rehabilitación de Boston estampado en la funda de la almohada y ese maldito crucifijo sobre la cama al que se aferra en busca de buena suerte le recuerdan donde está. Nunca ha tenido tanto miedo, la oscuridad ahora es otra, no quiere acordarse o tal vez sí, grabar esta locura para siempre, su metamorfosis frente al espejo. De nuevo la fotografía como tabla de salvación. Fotos en las que no se reconoce, y en las que la luz empieza a ser la protagonista ahora que el final del túnel parece más el recordatorio de la realidad que le espera al otro lado.

Como parte de la terapia trabaja de un modo anónimo, en la oficina del Museo Fogg de la Universidad de Harvard enmarcando diapositivas. Detallista hasta en eso, se esfuerza por ocupar su mente con esos paisajes, esos rostros de otros que no son los suyos. Y mientras tanto, mientras organiza una tras otra las diapositivas en cajas, unas plantas más arriba, sin saberlo, los profesores de la cátedra de artes visuales analizan sus fotos, tratan de buscar respuestas a su arte, respuestas que ni ella misma conoce. Ni siquiera se inmuta cuando entre los alumnos se corre la voz que la chica menuda y silenciosa que trabaja clasificando el archivo fotográfico es ella, la fotógrafa a la que tanto admiran. Lo prefiere así, prefiere pasar de incógnito, justo ella, que siempre ha estado expuesta con sus fotos a los demás, ella que ha conmovido e impactado al público con series tan provocadoras como La balada de la dependencia sexual, prefiere esconderse ahora, pequeñita, en una oficina al final del pasillo.

Es el mismo pudor que muestra al hablar de Brian, su novio de entonces, una relación enfermiza en la que los celos y los golpes se convierten en protagonistas, como si la pasión pudiera construirse a fuerza de esta intimidad a gritos. No es una adicta al sexo, pero lo necesita, casi tanto como necesita sentirse querida. La suya es la historia de amor libre: hombres y mujeres, mujeres y hombres; camas en las que no faltan ni la culpa ni las ganas.

Y en esta fiesta de orgasmos gratuitos Brian es el invitado de honor. “Durante algunos años estuve profundamente ligada a este hombre, emocionalmente nos llevábamos bien, y la relación se volvió muy interdependiente. Usábamos los celos para inspirarnos pasión. Él tenía un concepto de las relaciones basado en el idealismo romántico de James Dean y Roy Orbison. Yo anhelaba la dependencia, la adoración, la satisfacción, la seguridad, pero a veces sentía claustrofobia. Nos habíamos vuelto adictos a la cantidad de amor que la relación nos suministraba. Éramos una pareja”.

Ella misma reconoce que hay algo en este tipo de relaciones que por tóxicas le atraen de un modo enfermizo, la adicción del amor: una reacción bioquímica como la raya de coca o la tableta de chocolate que se toma cada noche. Necesita su independencia, pero al mismo tiempo no puede escapar de los lazos del sexo aunque se sienta maniatada y maltrecha, con el cuerpo roto y el ojo morado por los golpes.

Pero hay algo más que a Nan Goldin le atrae casi tanto como la adrenalina de los amores inapropiados, y es la muerte. Tan contradictoria en sus costumbres como en sus sentimientos, prende velas en las iglesias, implora ayuda a los santos, la misma ayuda que pide por sus amigos enfermos de Sida, a los que tantas veces ha fotografiado antes de morir, porque para ella vida y sexo, sexo y muerte, son los vértices del mismo triángulo.

Y ahora, tres décadas después, el último capítulo de su vida está todavía por escribir. Ya no quiere ser una drag queen. Exposiciones en galerías de arte, museos, conferencias. Sus fotos muestran ahora una mayor introspección, los modelos ya no miran a la cámara con el descaro de antaño, se pierden en los recovecos de su interior, hay incluso paisajes: el cielo, el mar. Pero no nos engañemos: “Los paisajes a menudo están infundidos de traumas. Pueden parecer muy hermosos, pero lees el pie que acompaña la foto y te enteras de que ese cielo tan lindo fue fotografiado la noche en que un amigo se suicidó”. Y mientras lo dice, antes de que todo se torne de nuevo confuso, en esta confusión suya que tanto le asusta, apunta con su Leica y dispara. Puede que nada haya cambiado, o tal vez sí, no lo sabe. Pero para eso están sus fotos, para que nunca se le vuelva a olvidar que todo, incluida su vida, sigue igual.

Más del autor

-publicidad-spot_img