La Puerta del Sol es el espacio público más intenso y emblemático de Madrid. Nada sofisticado, pero altivo y burgués, con un ruidoso suplemento de abolengo canalla y populismo multirracial, curtido en trillones de citas, proclamas, algún magnicidio y Nocheviejas sin fin. Su protagonismo la ha convertido en presa fácil de todo tipo de intervenciones y reformas, y en moneda de cambio de intrigas urbanísticas. A lo largo de su historia ha demostrado una vitalidad urbana excepcional, ajena a estéticas y patrimonios, homenaje al verdadero genius loci, a la importancia del lugar en sí mismo por encima de los continuos y tontorrones retoques perpetrados por los levantadores de aceras y transportistas de monumentos.
El 2009 ha sido un año importante para la Puerta del Sol. Tras seis años de obras, ha entrado en funcionamiento su nueva estación de Cercanías. Ya no se trata de un lifting facial más, sino por fin de una verdadera y profunda –literalmente– operación de cirugía funcional que la ha reafirmado, si cabe aún más, como auténtico corazón de la ciudad.
Lo más interesante de este periodo final de las obras ha sido la polémica originada por la nueva marquesina de acceso, una estructura curva de acero inoxidable y vidrio, obra del arquitecto Antonio Fernández Alba. Ha sido uno de esas actuaciones, en apariencia intrascendentes, que de pronto movilizan a modernos y castizos, catedráticos y modistillas, disfrutistas y sufridores, apocalípticos e integrados.
Las peores críticas al pequeño y temerario objeto arquitectónico han llegado tanto desde el sector más cool de la cultura como desde el casticismo ramplón. Normal, ambos suelen vivir en mundos rigurosamente aislados por sus propios prejuicios. Alguna autoridad regional. no precisamente ilustrada, sugirió incluso referencias a la Pirámide del Louvre. Mucho más estimulantes son los comentarios del ciudadano común que ve en el asunto una oportunidad de novedad, de diversión, de ironía, de encontrar vínculos con la ciudad y sus símbolos, una ocasión para la coña activa más que para la crítica de salón. Enseguida han aparecido los apodos y chascarrillos.
En 1852, el año en que comenzaron las obras que otorgarían a la Puerta del Sol su geometría actual, convirtiéndola en una plaza ordenada, de edificios uniformes y alineados, el barón Haussmann recibía de Napoleón III el encargo de modernizar París. Su intervención fue una de las más brutales operaciones de urbanismo radical de la Historia, y su resultado, la invención de un mito urbano y un nuevo concepto de vivir y visitar las ciudades. La coherencia del Paris de Haussmann es tan convincente, la fuerza de su código genético tan poderosa, que anomalías como la Torre Eiffel, el Pompidou o la Pirámide del Louvre acentúan aún más su grandiosidad. Estas navidades, siguiendo su envidiable tradición de contrastes arrogantes, han metido un parque de atracciones –con gran noria incluida– dentro del majestuoso Grand Palais, en los Campos Elíseos. El espectáculo es magnífico y extraño, casi onírico. Una apoteósis nostálgica de hierro, electricidad, chi-chi y algodón dulce.
El pez, las tetas, el jarrón, la ballena de Sol, o como queramos llamar a la cosa, nos está diciendo que afortunadamente todo sigue y todo cambia, que en la vida de las ciudades, como en casi todo, el bonito o feo ya no vale, ni el pega o no pega, que lo que importa es nuestra forma de vivir los espacios, hacerlos propios, ponerles nombre, reirnos de ellos, convertirlos en referencias. A diferencia de los estilos –comodines muertos de historiadores y críticos– la arquitectura debe estar siempre viva. La única arquitectura de verdad es la inevitable, la que acontece.
El próximo jueves la Puerta del Sol será la misma plaza que lleva siendo desde más de un siglo de Nocheviejas. Afortunadamente nadie se fijará en si la nueva marquesina queda bien o queda mal. Simplemente acontecerá, y entonces recibirá su bautizo de uvas, alcohol y chapapote. Y será una más.