De segundas, la pobreza infantil parece un concepto rebuscado cuyo antónimo podría ser la riqueza madura, como si no se tuviera bastante con los sustantivos a secas. Suena del mismo modo la pobreza energética igual que si se estuviera yendo a buscar conceptos a Sebastopol, que en verdad existe, como Teruel. Los datos son así de precisos, a veces con tan poca audiencia como cuando en un debate electoral se ponen a leer cifras igual que quien lee la guía telefónica. Uno se acuerda de Rumania, la líder del concepto inicial, y de sus magníficas gimnastas de los setenta y ochenta: Comaneci, Silivas, Dobre… y de su aspecto de pobres con su tez pálida y sus maillots humildes, y de sus cuerpos de niña contrahechos, sucios de magnesia los muslos y los pies y las manos. Si Dickens hubiera escrito sobre deportes lo hubiese hecho del equipo rumano femenino de gimnasia artística. Cáritas ha dejado los datos sobre la mesa y ha sido como echar una miga de pan en el estanque de El Retiro: ver de pronto decenas de peces atropellándose y de todos los colores y tamaños y formas. Monstruos del estanque. La gente se indigna y uno se pregunta igual que ayer al respecto de la condena: ¿Qué es indignarse? Hay para escoger un sinfín de modelos en este mercadillo mediático en el que no se menciona, por ejemplo, la pobreza intelectual. Esto es más difícil de medir con datos. Se necesitaría criterio, pero también en esto España debe de rondar el podio por abajo. Hasta hoy el pobre de siempre, el del imaginario, era el mendigo. Ahora hay que buscarlo en los informes donde puede aparecer uno mismo sin noticia previa, y enterarse de su verdadero nivel socioeconómico por medio de un índice resultante de un complicado cálculo y un novedoso (y no por ello menos trágico) concepto como el de la pobreza infantil. No se ve, de momento, a los niños pobres como a los nuevos adultos pobres, en general, porque uno, ignorante, está buscando a Oliver Twist y a la banda de Fagin por las calles soleadas de Madrid.