Hoy hay pocas palabras para desmontar esta incapacidad de entender el mundo que me rodea. La semana arrancó con ese México sangriento ya inexplicable, ya incontrolable. La muerte, alojada en las calles de un país que tiene la mala suerte de ser tránsito, manda y el narco, alcancía infinita de la barbarie, hace estragos para goce de los programas sensacionalistas y la tranquilidad de los que no vivimos allá. ¿Qué hacer? Lo ven, no tengo palabras, ni alma para responder.
En Francia, en la civilizada Francia, se expulsan rumanos a ritmo de democracia y la barbarie suena aún más bárbara por repetir los errores de la vieja europa, el odio racial, la culpa del otro, la incapacidad de encontrar fórmulas de convivencia y el remedio populista del racismo. ¿Cómo interpretarlo? Sin palabras.
En El Aaiún, la policía marroquí muele a palos a unos activistas prosaharauis, pero las relaciones de España con Marruecos se salvarán porque la economía manda y porque el gobierno español hace ya demasiado tiempo que olvidó su responsabilidad sobre el drama del Sáhara Occidental La barbarie no es lo ocurrido en El Aaiún, sino las décadas de guerra, campamentos de refugiados e injusticia.
Confieso que a veces las palabras me parecen inútiles y que hoy escribo más movido por la obligación de ser que por la voluntad de estar. Lo hago desde el interior de esta Otramérica también bárbara a veces y hermosa casi siempre. Lo hago, después de pasar de la esperanza (al ver cómo los ojos de unos cuántos jóvenes se iluminaban al descubrir el falso escudo antimisiles de los derechos humanos) a la más profunda de las tristezas (al compartir con un excluido de libro una conversa y el poco oxígeno que se filtraba en su cambuche). La clave de la supervivencia debe estar, imagino, en convivir con esta esquizofrenia sin caer al abismo de la barbarie, esa práctica humana tan democrática en el planeta.