Corría el año ’54 y el mundo occidental buscaba burlar la resaca de aquel mal sueño que había sido la Segunda Guerra Mundial. El problema, en gran medida, era que nadie en Europa podía darse el lujo de hacerlo. Fue por ello, entre otras razones, que el Mundial de 1954 se disputó en los parajes alpinos de la Suiza neutral, donde 16 selecciones nacionales habrían de disputarse el codiciado trofeo Jules Rimet.
Por primera vez Uruguay, la potencia dominante del fútbol sudamericano junto con Argentina en el período entreguerras, viajaba a Europa para participar en una copa del mundo, en las que tenía un historial de siete victorias y un empate en ocho partidos disputados, haciéndose con los únicos dos torneos que había disputado hasta entonces (el previo en Brasil en 1950 y el inaugural en Uruguay en 1930). Estaba también Italia, bicampeón del mundo, la Francia de Kopa, la Inglaterra de Matthews, de Finney, de Lofthouse, un Brasil ansioso de resarcir los daños del Maracanazo y una Yugoslavia blindada con Tschik Čajkovski, Branko Zebec –nombres fundamentales en la futura historia del Bayern Munich– y sobre todo con Milos Milutinovic.
También estaba, por supuesto, aquella sublime selección húngara, los Maravillosos Magiares, campeones olímpicos de Helsinki ’52 y grandes favoritos tras la destrucción total que le propinaran a Inglaterra en Wembley en 1953. Porque para entonces el fútbol, como el mundo, había dado un vuelco, trasladando la batalla entre el bien y el mal del plano ideológico al terreno de juego, donde el postulado socialista de amateurismo y solidaridad pretendía imponerse sobre el de sus rivales capitalistas y profesionales. Aquel verano del ’54, en el que a Alemania se le otorgaría el derecho de soñar con el milagro de Berna aún no estaba claro de qué lado iba a caer la moneda.
Ese fue el escenario en el que se libró la Batalla de Berna, el partido de cuartos de final entre Hungría y una selección brasilera que por primera vez vestía la camiseta amarilla con la que habría de ser identificada por el resto del siglo XX. El uniforme no fue la única víctima del fiasco de la final del Mundial de 1950 en Río de Janeiro: su entrenador, Flávio Costa, y, con la excepción de Nilton Santos y José Carlos Bauer, el resto de la alineación titular, incluyendo a Jair, Zizinho, Friaça, Ademir y Moacyr Barbosa, el chivo expiatorio de toda una nación, fueron reemplazados por una nueva generación de futbolistas que buscaba ofrecer algún tipo de terapia contra el complejo de inferioridad que si bien no había nacido con aquella derrota, definitivamente había aflorado con ella.
Hungría había clasificado a los cuartos de final con goleadas espectaculares contra Corea del Sur (9-0) y Alemania (8-3), pero una entrada de las que ya no se ven por parte de Werner Liebrich había lesionado a Puskas en aquel partido y el cañoncito no volvería a participar en la copa mundial hasta la final. Brasil, por su parte, capitaneados por Bauer (el mismo que años más tarde recomendaría a un jovencito mozambiqueño a su antiguo entrenador del Santos, Béla Guttmann), con Nilton y Djalma Santos en defensa y de la mano de Didí había despachado a México 5-0 y había conseguido contener a Yugoslavia (1-1) para clasificar a los cuartos.
Llovía en Berna aquel 27 de junio y Hidegkuti aprovechó para marcar el primero en el minuto 3, mientras el portero Castilho se aferraba a los pantalones cortos del atacante de tal manera que llegó a desgarrárselos. Kocsis marcó de cabeza (por supuesto) en el minuto 7, pero Brasil recuperó la compostura tras un cuarto de hora y su presión rindió frutos con un penalti marcado en contra de Lorant, quien derribó a Indio en el área grande, para que Djalma Santos convirtiera con nervios de acero.
Pero no serían solo los nervios de Djalma Santos los que aportarían una muestra de robustez en un encuentro que, tan pronto los jugadores volvieron de los camerinos tras la pausa de medio tiempo, se convirtió en una escaramuza. Joseph Bozsik recibió un fuerte golpe en la cara en el minuto 47; Pinheiro controló el balón con la mano en su propia área marcando a Kocsis y Mihaly Lantos marcó el penalti resultante en el minuto 60; una breve invasión de directivos y suplentes brasileros tuvo que ser despejada por la policía pocos minutos más tarde, antes de que Julinho marcara el segundo gol para la canarinha en el minuto 65. Entonces sucedió lo impensable cuando Bozsik y Nilton Santos olvidaron el balón que estaban disputando y sencillamente decidieron resolver la disputa a golpes. El colegiado inglés, Arthur Ellis, resolvió expulsar a ambos –una medida poco usual para la época– antes de también mandar a las duchas menos de diez minutos más tarde a Humberto por una entrada criminal de sobre Gyula Lorant, pero Brasil por poco consiguió el empate a través de Didí, cuyo remate golpeó el travesaño.
Parecía que todo habría de quedar en un partido excesivamente violento cuando Kocsis sepultó a los sudamericanos con el cuarto tanto húngaro en el minuto 88, seguido poco después por abrazos y saludos entre los contrincantes. Pero en los camerinos Pinheiro apareció en la sección reservada a los húngaros, y el lesionado Puskas lo recibió con sendo botellazo (¡de leche!) que fue el equivalente al pitazo inicial de otro enfrentamiento más, ahora fuera del terreno de juego, que vino a conocerse como la Batalla de Berna. El saldo final fue de moretones por lado y lado, algunos puntos en el rostro de Gustav Sebes, el entrenador de Hungría, y la caída en desgracia del fútbol mundial en lo que se esperaba fuera uno de los mejores partidos de fútbol de toda la historia. No lo fue.