En una era en la que aún se dudaba de los méritos de ciertos inventos como los condones de látex o la Copa Mundial de fútbol organizada por la FIFA, las viejas usanzas coexistían con las innovaciones de la época en una suerte de lucha tácita por convertirse en los métodos más efectivos, adecuados o relevantes para conseguir los resultados deseados, fueran ellos combatir la propagación de la sífilis o determinar el mejor equipo de fútbol a nivel mundial.
Fue precisamente entonces cuando tuvo lugar el enfrentamiento que vendría a conocerse como la Batalla de Stamford Bridge, entre los combinados de Inglaterra, la autodesignada potencia dominante del deporte, y Austria, el once más exitoso a nivel continental de aquellos años y uno de los equipos míticos de la historia del fútbol.
En aquellos años de predisposición absoluta Inglaterra reemplazó a Escocia como la figura dominante del fútbol, saliendo vencedora en las ediciones de 1930, ’31 y ’32 del Home Championship. Sin embargo, al mismo tiempo, e influenciado por la corriente de fútbol escocés exportada por el técnico Jimmy Hogan, Austria vino a cultivar un estilo de juego preciso, rápido, de toque y entrega que llegó a distribuirse a lo largo del Danubio hasta convertirse en toda una escuela. Fue durante la Copa Internacional de 1931-32, un torneo disputado por los países del centro de Europa, que Austria llamó la atención, especialmente después de vencer a Escocia en un partido amistoso en mayo de 1931, donde los germanos se impondrían por 5-0 en el estadio Hohe Warte de Viena ante una selección escocesa desprovista de sus estrellas del Celtic y el Rangers—y por lo tanto provista de solo tres de sus once titulares—pero que de cualquier manera se consideraba amplia favorita. Lo que le hizo Austria a Escocia en aquel partido fue suficiente para ameritarle el apodo de Wunderteam, el equipo maravilla, desde ese instante hasta que Austria fuera anexada a la Alemania Nazi en 1938.
El portero, Rudolf Hidden, los medio centros Pepi Smistik y Karl Gall, así como la batería de atacantes con Zischek y Vogl de externos, Schall y Gschweidl de internos y Matthias Sindelar de punta central participaron tanto en ese partido contra Escocia como 18 meses más tarde, en diciembre de 1932, en Stamford Bridge en lo que continúa siendo el último partido internacional disputado por Inglaterra en este estadio. Para entonces Austria ya había asegurado su triunfo en la Copa Internacional tras vencer a Italia en marzo de ese mismo año y empatar contra Checoslovaquia en junio. Dado que en las Olimpiadas de 1932 no se incluyó el fútbol, y tras la victoria de Inglaterra en el Home Championship de ese mismo año, el partido se vislumbraba como una especie de final entre los dos equipos más potentes del momento, al menos en Europa. Pues, en una muestra de la arrogancia que ha caracterizado al estamento europeo no solo a nivel futbolístico, Inglaterra jamás llegó a enfrentarse a las grandes selecciones sudamericanas de aquellos tiempos, a Uruguay, campeón olímpico de 1924 y 1928, así como campeón mundial en 1930, o a Argentina, finalista en los Juegos Olímpicos de Ámsterdam de 1928 y de nuevo de la Copa Mundial de 1930.
Nunca sabremos qué hubiera sucedido de haberse medido aquellos titanes pero sí sabemos lo que sucedió en Stamford Bridge el 7 de diciembre de 1932, cuando la selección inglesa, capitaneada por el experto interno izquierdo del Aston Villa, Billy Walker, comenzó el partido atropellando a los austriacos, haciéndose del mando del asunto con goles del externo derecha del Derby County, Sammy Crooks, en el minuto 5, y del punta del Blackpool, Jimmy Hampson en el minuto 27. Pero los jugadores austriacos poco a poco fueron controlando los nervios iniciales y se fueron haciendo dueños del balón, demostrándole a los 42.000 espectadores de un Stamford Bridge a reventar que esto no sería un baño como el que Inglaterra solía propinar a sus visitantes continentales.
La respuesta de Inglaterra fue casi inmediata con el segundo tanto de Hampson, y por un momento parecía que lo que se estaba jugando era más bien baloncesto, pues cada ataque por parte y parte llevaba a un gol. Fue la respuesta a ese 4-2 lo que más impresionó al público inglés, pues con apenas ocho minutos por jugar Austria se abalanzó al ataque y de hecho consiguió el tercer tanto gracias a Zischek en el minuto 87. Inglaterra consiguió enfriar el resto del partido, y ya no hubo tiempo para sorpresas ni para infartos, pero aquella media hora de fútbol angelical había presagiado un cambio en el orden de las cosas que solo se vería retrasado—o acaso enmascarado—por la Segunda Guerra Mundial: Inglaterra poco a poco, ve iba rezagando con respecto al resto de Europa en materia de fútbol.
Para los austriacos aquella derrota en Stamford Bridge confirmó su convicción por seguir cultivando el estilo propio y refinado que los llevaría al tope del fútbol continental hasta que la selección se vio obligada a desaparecer. Para los ingleses no fue más que un espectáculo del que habían salido airosos, como siempre. El mundo, como el balón, seguía girando, y ellos tan panchos, combatiendo la sífilis con aspirinas.