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‘La bayadera’, o cómo lo bonito se convierte en bello y, luego, en entusiasmo


La bayadera del Ballet de la Ópera de Múnich en el Teatro Real
La bayadera del Ballet de la Ópera de Múnich en el Teatro Real

Sentarse delante de un ballet de estilo clásico es siempre una experiencia curiosa. Incluso aunque sea una revisión y actualización de la coreografía clásica de La bayadera del Ballet de la Ópera de Múnich que se ha visto en el Teatro Real. Y es que aparte de algún elemento técnico ¿en qué ha cambiado en espíritu? En nada, por mucho que digan los expertos e incluso el propio que la ha recuperado o actualizado. En estas situaciones solo queda hacerlo mejor.

¿Y se ha hecho mejor? Vaya usted a saber. Solo los que hayan visto más versiones y confíen en su memoria pueden comparar y opinar. Lo que sí se ha hecho es una producción más que bonita. Desde el telón que recibe al espectador, hasta la escenografía que se ha usado, pasando por el figurinismo, la caracterización y, por supuesto, el baile.

Sin olvidar la música de Ludwig Minkus. Bien interpretada por una orquesta que tenía a los mandos a Kevin Rhodes que consiguió llevar a la percusión al redil de la orquesta cuando amenazaba salirse por su tangente y sonar por encima de los demás instrumentos. Una música, esta sí, bonita. Agradable. Que cumple su función de acompañar con intención el baile en escena.

A eso se le añade una calidad de baile más que notable. Pensando que esta crítica pertenece al tercer reparto, de por sí bueno, es de suponer que los otros dos eran mucho mejores. Es cierto que, Julian MacKay, sobre todo al principio, de vez en cuando anticipaba en el gesto los pasos de la bailarina. Incluso parecía colocarse para recibir el salto. También resultó algo brusco en algún descendimiento.

Algo que tal vez se notase más de lo debido por la calidad de sus compañeras: Ksenia Shevtsova y Carollina Bastos. Con las que, excepto lo comentado, durante la representación formó unas buenas parejas de baile. Bailarín que para compensar dio unos tours jettés más que impresionantes, que no se ven ni se sienten como la acrobacia que son ni como gimnasia rítmica, capaces de entusiasmar al público por su poesía.

Aunque, el que fue el delirio para la audiencia fue António Casalinho en su papel de Ídolo Dorado. Estaba en otro nivel. En ese nivel que dice buscar el director artístico de esta compañía. Donde la técnica no es un fin en sí misma, sino que debe transcenderse para contar algo.

Casi lo más flojo de este ballet sea la historia. Más cercana a una película de Disney que otra cosa, si no fuera porque Solor, el objeto del deseo de la bayadera y de la princesa, solo puede superar la muerte de la bayadera que ama gracias a la morfina. Refugiarse en las drogas no es nada edificante, como sabe cualquiera del siglo XXI y si creció en los años ochenta en España, conoce de primera mano la pandemia de muertes y desgracia que trajo.

Y es que la bayadera, Nikiya, una especie de vestal hindú que canta y baila, es objeto de deseo del brahmán templo en el que se encuentra. Pero ella no lo quiere. Lo rechaza. Y, claro, se enamora del mocetón que se encuentra cuando va por agua. Y es que tanto va a la fuente que…

Claro que el mocetón no es un cualquiera. Es noble, rico, guapo. Y el Rajá lo ha comprometido con Gamzatti, su hija. Y, como nobleza obliga, el mocetón, en vez de rebelarse, acepta. Es obediente. Así que le toca a la bayadera pedir a la comprometida que le deje en paz que total ella puede querer a quien se le antoje. A lo que esta responde, ¡qué te lo has creído tú eso! ¡Este p’a mí!

Así que se asiste la fiesta de compromiso. Un fiestorro en los jardines de palacio, en el que la bayadera tiene que bailar para los contrayentes. Le hace poca gracia. Pero menos le iba a hacer la sorpresa que le tiene preparada la novia. Una serpiente venenosa que le ha puesto en la cesta de flores con la que tiene que bailar. Serpiente que muerde a la protagonista, en un momento que parece esos folletines de las películas mudas o de las actuales series turcas, y esta muere. A pesar de que hay antídoto, no lo toma a ella ya no le interesa la vida.

¿Qué hace Solor? Se droga para aliviar tanto dolor. Y, por supuesto alucina. A partir de ese momento el ballet se convierte en un anuncio de Freixenet, lleno de burbujas, perdón, bailarinas con sus tutús y todo. Hasta veinticinco en escena haciendo un paseo largo, inmenso y bello.

Sin apenas tiempo para salir del viaje, vienen a buscarlo sus amigos y parientes para llevarlo al templo a casarlo. Él, obediente, como ya se ha dicho, nobleza obliga, sigue adelante. Asiste a las ofrendas y a los bailes, aquí entra el Ídolo dorado de António Caslinho. Pero de vez en cuando aparece la bayadera para distraerlo de sus obligaciones y del que debería ser su objeto de atención.

Hasta que un terremoto acaba con el templo y con los dos comprometidos antes de casarse. Lo que facilita un sencillo fin de fiesta, quizás lo más deslucido de la función. Con los tres, Nikiya, Gamzatti y Solor, en danza, nunca mejor dicho, dirigiéndose a la luz eterna.

De cómo tal tontería se convierte en algo que es capaz de mantener la atención del público, incluso llevarle al aplauso espontáneo, y, algunas veces, al delirio, de no pudiendo evitar soltarse por bravos, es de lo que va esto.

Ese es el misterio de esta producción. Si se la mira fríamente, no hay nada que otras compañías no pudieran conseguir. Pero como tal cúmulo de cosas bonitas se alejan de lo kitsch producen algo tan bello y atemporal, ya que lleva bastante tiempo girando, es un misterio. Y eso, señoras y señores, es arte, se parezca o no a su referente, incluso, aunque lo traicione.

Porque, cuando el público va al teatro no quiere historia del teatro. Ni una tradición forzosamente mantenida como el tarro de las esencias. Ni la historia ni la tradición le interesan. Quieren belleza y, si encima, se la dan de una forma tan espectacularmente sencilla y directa como esta, es decir, se lo ponen fácil, agota entradas. Aunque juegue el Real Madrid una final de Champions que se podía ver en televisión en abierto, el mismo día y coincidiendo en parte  con la sesión a la que pertenece esta crítica.

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