Ella sabía que era una obra de arte. Así la hicieron sus padres, dos genios de la historia del Cine. En aquellos primeros años de la década de los ochenta, se la conocía por ser la patosa -a la par que bella- protagonista de Terciopelo azul; y también por anunciar en prensa, vallas y revistas, los cosméticos más caros de toda Francia. Se sentía descendiente de las jóvenes diosas griegas, y competía con las top models más bellas de su tiempo.
Gracias a la cosmética entró a convivir con aquellos dos caballeros de dudosa reputación, que habitaban la buhardilla de Don Pedro. Y no porque fueran consumidores de los productos que ella anunciaba tan glamurosamente, sino porque la habían cazado -por pura casualidad- bajo la plantilla de Teatra, sobre una página del ¡Hola!, que usaban para hacer pruebas, antes de estampar el nombre en las portadas definitivas de las revistas.
Marcada como una vaca con la divisa Teatra, la diosa de la belleza se sintió profundamente humillada. Terminar en el cubo de la basura junto a 54 páginas de papel cuché, no era destino para ella. El estampador de Teatras quedó sorprendido ante el resultado plástico de la tipografía sobre aquel bello rostro, y la separó del conjunto de pruebas para guardarla. Demasiada armonía para ser desperdiciada. Las hijas del azar son las más bellas obras, como les sucede a las hijas bastardas.
No pudo montarla el estampador de Teatras sobre una cartulina, como habría hecho con cualquier otro collage fotográfico. Semanas atrás había rescatado de la calle un armarito metálico de cuarto de baño, bastante oxidado; y aunque había sido lijado y pintado de blanco, el resultado quedaba bastante anodino.
– ¡Eureka!
La bella de las cosméticos fue sumergida en un fregadero lleno de agua, y cuando estuvo bien empapada, se aplicó directamente su imagen sobre el armarito inmaculado. Fue como si lata y papel se diesen un beso profundo, fundiéndo sus dos sustancias. Cuando se secaron, parecían un collage tridimensional, de tan unidas que habían quedado las piezas.
Sobre la esquina inferior derecha adhirió -por el mismo método de inmersión- la etiqueta de un viejo tintero, rematado por una corona roja. El armarito de la bella fue colgado junto al lavabo-fregadera de la cocina, y como ésta era la pieza más frecuentada de la casa, siempre fue muy celebrado por los visitantes.
– “Es arte povera”, decían los más ínclitos.
Al arquitecto Saenz de Oiza también le habría gustado, porque a la bella del armarito le ocurría lo que a su Torre del BBV en Azca: que se oxidaba con el tiempo. El hierro tiene su ley como la tiene la carne, y a la joven espléndida comenzó a llenársele la cara de manchas rojizas, según se iba reoxidando el armarito. Envejecían juntos, y no había plan cosmético, ni hilo de oro que pudiese detener su deterioro. Como una Dorian Gray de los armaritos de baño, la bella fue tornándose decrépita; sin camino de retorno, expiando quizás -sin culpa- los pecados del dueño de aquella casa.
Collage Tridimensional y fotos: Vizcaíno