[El escrito inédito que aquí se presenta es un fragmento del texto manuscrito de 81 páginas que Rafael Sánchez Ferlosio preparó entre los días 13 y 18 de junio de 1997 con vistas a la entrevista de carácter autobiográfico que le hizo Félix de Azúa a finales de ese mismo mes para el número 31 que la revista Archipiélago dedicó al escritor con ocasión de su setenta cumpleaños. Varias secciones del manuscrito preparatorio fueron después incorporadas al escrito La forja de un plumífero, publicado inicialmente en el mismo número de la citada revista, pero otras muchas del mayor interés, como la que aquí ofrecemos, han permanecido inéditas hasta el presente.
Sánchez Ferlosio prefirió que la revista Archipiélago publicase La forja de un plumífero en lugar de la entrevista de Félix de Azúa, que salió a la luz en el año 2019 en el libro de entrevistas Diálogos con Sánchez Ferlosio.
En La forja de un plumífero el autor presenta un esclarecedor esquema de su relación con las letras y el pensamiento. Primero “la detestable práctica” de “la bella prosa”, después el entretenimiento con el habla y, finalmente, el descubrimiento de la lengua. Ferlosio hace, en el importante fragmento inédito que aquí se publica, una crítica implacable del cultivo de “la bella prosa” en que incurrió en Alfanhuí, obra por la que, sin embargo, sentía una querencia especial, y pone el “demoledor ejemplo” –son sus palabras– del capítulo XV de la Primera Parte.
Es difícil encontrar en las letras españolas, y me atrevo a decir que universales, el muy infrecuente caso de un escritor que con la máxima lucidez y el más acerado juicio crítico vuelve, casi medio siglo después, sobre un texto propio, al que apreciaba y al que tenía verdadero afecto, para descubrir sus fallas y exponerlas en un minucioso y circunstanciado análisis. Tomás Pollán].
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[Para Félix de Azúa]
Madrid, 13-VI-97
Ya que usted se ha tomado la precaución de anunciarme por carta que iba a venir con toda la mala intención de preguntarme sobre mi caso y fracaso literario, sólo por una vez, y sin que sirva de precedente y gracias a la consideración que particularmente me merece voy a dejar aclarado y zanjado de una vez por todas este vidrioso asunto para no volver a escarbar en él nunca más. Reflexionar sobre lo propio es, en efecto, escarbar, ejercer de cotilla con uno mismo, sea contra o a favor, y me pago de que la gracia de Dios se haya dignado darme la virtud de ser muy poco cotilla, tanto respecto a los demás como de mí mismo; por ejemplo, nunca he logrado interesarme por los diarios íntimos; ni tan siquiera con el de un escritor tan incomparable como Kafka he podido hacer otra cosa más que zapping. (Cosa muy diferente son las ‘memorias’, especialmente las de los políticos). Sólo me he interesado por el diario de San Ignacio de Loyola, por su escandalosa anomalía de ser, en su mayor parte, un libro de contabilidad, donde un día cualquiera podemos leer, por ejemplo: “Antes de ella y en ella sin ellas; después de ella, con muchas”, donde “ella” significa la misa y “ellas” y “muchas” significa lágrimas, y así seguidamente en todas o casi todas las variantes a que se presta tal combinatoria.
Obligado, así pues, a escarbar sobre lo que me ha pasado con las letras, he encontrado muy pronto un esquema que no por claro y simple deja de parecerme fidedigno. Primero incurrí en lo que llamaré “la bella prosa”, después quise divertirme con el habla y, finalmente, tras muchos años de gramática, encontré la lengua. La “bella prosa” fue lo del Alfanhuí, donde hice lo que más tarde más he odiado: algo que estaba entre Azorín y [Gabriel] Miró. Mi padre [Rafael Sánchez Mazas], que decía que lo peor que puede ocurrirle a un escritor es convertirse en autor de “bellas páginas”, bien podía haberme avisado, pero, como las invenciones eran a veces ingeniosas y graciosas, se distraía y se reía con mis lecturas, y no cayó en la cuenta del deleznable error. Para otros autores era muy sensible, pero con “el hijo que saca[ba] los defectos de su padre” (*) le cegaba el amor. De su sensibilidad para el Kitch de la “bella prosa”, puedo dar un ejemplo, aunque esté recargado por la especial antipatía que le tenía a Ortega y Gasset: un día -tendría yo como 19 o 20 años-, irrumpe en mi cuarto y sin más preámbulos me espeta: “Rafael, ¿tú crees que se puede escribir ‘gémula iridiscente’? ¡’gémula iridiscente’!”. Era de Ortega. Muchísimos años después, leyendo la descripción de Ortega sobre Mommsen empezando su historia de Roma, en la frase: “la pluma suculenta desciende sobre el papel…” he recordado también cómo mi padre solía decir de los autores de “bellas páginas”, que “se chupan la pluma de gusto que les da”.
Bueno, pues en esa detestable práctica de la “bella página”, o sea de la “prosa” incurrí yo en el Alfanhuí. No hablo a humo de pajas; voy a poner un ejemplo demoledor; es el principio del capítulo XV de la primera parte:
“En el campo de Guadalajara amarillea el espino. Alterna la flor del espino con la grana de los tomillares. Un verde tierno se desvanece entre la tierra negra y los ásperos arbustos. En el campo de Guadalajara amanecen unas alondras oscuras y pequeñas, que tienen el pecho pinto y el pico endeble…” y así hasta completar exactamente toda una “bella página” de la caja y el tipo más habituales. La escuela más ortodoxa del arte de la acuarela atribuye, según tengo entendido, el máximo ‘mérito’ a la acuarela que logre dejar la mayor superficie de ‘blanco’, o sea sin tocar por el pincel; éste tiene que manchar el mínimo suficiente para plasmar, como por sugerencia, lo representado. Es posible que este carácter mínimo, leve, de un pincel que apenas vuela sobre el papel como una mariposa o un colibrí no caiga siempre entre los acuarelistas en un puro virtuosismo como el que amenaza el sujetarse con rigor al principio de “cuanto más blanco sin tocar por el pincel, más mérito”, pero esta misma complacencia en flotar, en levitar sobre las cosas, rozándolas apenas con la pluma de la punta de las alas, transladada a la prosa descriptiva es detestable no sólo por la refitolera gratuidad que se permite, al detenerse sólo en las flores que le gustan, sino por un error fundamental: como descubrieron los tristemente olvidados psicólogos de la Gestalt, en la percepción visual se da una construcción fundada en la relación “fondo-figura”, cosa que, a mi entender, falta completamente en la palabra, o, si nos empeñamos en mantener respecto de ésta semejante relación, el único “fondo” posible para unas palabras que fungen de “figura” no puede ser jamás el blanco del papel, o sea el silencio, sino que tiene que estar formado por otras palabras.
Comparemos ahora la levitante descripción transcrita del Alfanhuí con una verdadera descripción, de muy pocas palabras pero completa, densa, intensa, saturada, como esta de Juan Ramón Jiménez en el poema ‘Río Tinto’, si no recuerdo mal: “Lejos, por Niebla, que no se ve, el humo del tren sobre los eucaliptus aún con bruma de La Ruiza, la pared de cal, ocre de cobre, de la Venta de Piquete poco a poco, sórdida, se deslumbra de un sol difícil, retorcido, agrio”. He omitido la partición en versos porque no la recuerdo, pero hay que advertir que se trata de un poema, para dispensar de la licencia gramatical de poner una tras otra una oración nominal, la que termina en “La Ruiza” y una oración verbal, la que empieza con “la pared de cal”. Es una descripción tan intensamente visual que se me presenta inmediatamente como un cuadro de Ricardo Baroja, tal vez por esa “figura” central: “ocre de cobre”, que recuerda sus colores más característicos. Juan Ramón Jiménez superpone sus datos, cargando, intensificando sobre un mismo punto, hasta alcanzar ellos, sinérgicamente, ese máximo grado de concentración; la “bella página” del Alfanhuí hace lo contrario; rehuye una y otra vez el centro como si lo temiera, va de una cosa a otra en un revoloteo caprichoso y, por lo mismo, totalmente gratuito; las “pinceladas”, enlazadas tan sólo por un ritmo columpiante muy deliberado y “al oído”, nisiquiera se suman, se suceden a lo largo de ese enlace de falsete, que más bien las suelta en un medio etéreo aquejado de una especie de horror a la saturación. Los datos no consiguen pertenecer realmente a la cosa y cuando pertenecen, huyen de ella acto seguido, por ejemplo, hacia la mitad de la “bella página” aparecen “las viejitas de Guadalajara”; hay un dato que, por raro que parezca, recoje una visión: “juegan al corro en los verdes prados”; desde la ventanilla de uno de aquellos lentos trenes de los años 40 vi, en efecto, un grupo de 7 u 8 mujeres vestidas de negro en un prado, no reunidas sino separadas entre sí en un espacio de 10 o 12 metros de diámetro; ni sé si todas o algunas de ellas eran realmente viejas ni puedo decir qué hacían en aquella disposición tan insólita; no “jugaban al corro”, porque estaban muy separadas para cogerse de la mano. La sensación de ligereza que daban aquellas delgadísimas viejas del campo de los años 40, y más vestidas de negro hasta los tobillos como solían, da razón para decir que “tienen los huesos de alambre” y que cuando se ahogan en el río “se las lleva la corriente, flotando como trapos negros”; vale. En la frase anterior se da un dato que pertenece a las cosas; es bien conocida la longevidad de las mujeres rurales españolas, especialmente de las vascas, con gradiente muy marcado respecto de los varones: casi todas entierran a sus hermanos, primos y maridos y no pocas a sus hijos varones. Pues bien, la fuga del dato, su disolución en la más caprichosa gratuidad, se muestra en el final de esta frase: “Las viejitas tienen los huesos de alambre [vale] y mueren después de los hombres [vale] y después de los álamos”. No es cuestión de realismo; no se trata de que los álamos no admitan propiamente un verbo como “mueren” ni “cumplen años” como las personas [se secan o son talados]; nada prohíbe tampoco que su duración se use por figura para encarecer la longevidad de las viejitas; se trata de que han sido metidos en la frase en pura función de comodín para disolver el otro dato y quitarle peso, para escapar de él con el mismo resorte de balancín que rige el ritmo de toda la “bella página”, que busca su ‘belleza’ justamente en una especie de despreocupación, de falta de pregnancia. No hay en ello nada necesario; nada que pudiese echarse en falta ni nada que parezca estar de más; a esto es a lo que llamo ‘gratuidad’. Todo es, por así decirlo, ‘superavit’, que es tanto como decir que todo está de sobra, como un ornamento sin cosa que adornar. No voy a hablar de las falacias, como la de la “tierra negra” y el campo “oscuro”. Para eso, ¿a qué elegir Guadalajara, cuya tierra no puede ser más blanca ni cuyo campo más claro y despejado?
Sí quiero detenerme en la segunda frase del comienzo transcrito: “Alterna la flor del espino con la grana de los tomillares”. Primero: esa alternancia ha sido determinada a partir de la abstracción de los colores: amarillo y violeta (“grana”) son, en efecto, complementarios; una combinación que probablemente se repite en algún otro lugar del libro. Pero, sobre todo, esa frase no es castellano, a menos que demos por posible una pregunta tan rebuscada e inverosímil como “¿Qué alterna en el campo de Guadalajara?”, pues esa anteposición del verbo “alterna” sólo sería gramatical como respuesta (explícita o supuesta) a una pregunta semejante. Tal libertad del orden de la frase está claramente emparentada con la prosa “estilista” de Azorín o de Miró. Otra cosa nefasta, muy socorrida para el ‘sistema rítmico de balancín’, es la repetición nominal del sujeto, con la alternancia a voluntad de la repetición del nombre o la ‘carrera de sujeto’ anafórica, que tanto admiraba en el castellano mi amigo Sven Skisgaard, un gramático danés, que conocí muchos años después de haber escrito el Alfanhuí y que murió bastante joven. Él fue, precisamente, el que le puso a esa notable disposición del castellano el acerado nombre de “carrera de sujeto”, que consiste en la norma por la cual cuando una frase tiene el mismo sujeto que la frase anterior no hay que repetirlo ni por el nombre ni con un pronombre; es, por así decirlo, una ‘anáfora con vicario’.
Este vicio anticastellano de repetir el nombre tiene un representante vivo y todavía más detestable que Azorín o que Miró: Cela, ese hombre que no encontraría nada que escribir si no existiesen el culo, el estreñimiento, las almorranas, la fístula de ano y demás cosas de las partes del aparto digestivo de duodeno para abajo, pero ya hablaremos de él más adelante.
(*) Así me determinaba; y al menos desde la adolescencia fui ‘el hijo predilecto’.
Epílogo. La detestable práctica de la bella prosa, por Luis Meana
Para entender a qué viene y a dónde va este sorprendente texto –inédito– de Rafael Sánchez Ferlosio, no hay cosa más recomendable que leer la explicación/introducción que su depositario, Tomás Pollán, nos ofrece, dado que ha sido el amigo más cercano a Ferlosio, el que mejor conoce los intríngulis e interioridades de su obra, y quien, con su ayuda y generosidad, ha hecho posible que hoy podamos estar leyendo en exclusiva este texto.
Explica Tomás, “es difícil encontrar en las letras españolas, y me atrevo a decir que universales, el muy infrecuente caso de un escritor que con la máxima lucidez y el más acerado juicio crítico vuelve, casi medio siglo después, sobre un texto propio, al que apreciaba y al que tenía verdadero afecto, para descubrir sus fallas y exponerlas en un minucioso y circunstanciado análisis”.
Tiene toda la razón. Ese nivel autocrítico es muy raro en las letras españolas, pero no sólo en las letras, también en la vida española en general. No lo es tanto en otras culturas, en las que la crítica es componente principal y, podría decirse, fundamento de la existencia civil. Y por eso el razonamiento crítico/autocrítico, y su desasosiego, están mucho más presentes que entre nosotros. Como se puede comprobar en algunos casos literarios notables. Por ejemplo, en los Diarios de Thomas Mann, saturados de dudas y de inseguridades sobre el valor de la propia obra; o también, como es de sobra conocido, en uno de los escritores más valorados por Ferlosio, si no el más, Kafka (como se constata en este mismo inédito), quien pidió antes de morir –promesa que su amigo del alma, Max Brod, no cumplió– se prendiese fuego a todas sus páginas. Pero si de la anécdota saltamos a la categoría, hay que señalar que esa actitud tan autocrítica es protestante más que católica (baste mencionar a Weber). Y quizá por eso tan extraña en España. Sin embargo, en Ferlosio crítica y autocrítica son rasgos profundísimos no sólo de su concepción del razonamiento, sino de su persona. En su acerada autocrítica no hay nada de pose, ni de postureo, ni de impostura, es un sentir hondo, último y demoledoramente auténtico que condicionó su propia vida.
Entre autocrítica y “bella prosa” hay una relación que no es de mera superficialidad, sino de causalidad más íntima. La “bella prosa”, o la variante de la “prosa sonajero” de la que tantas veces hablaba Ferlosio, es la resultante de una cultura muy inclinada a la trivialidad y demasiado pegada a la feria de las vanidades. De donde nacen sus deficiencias críticas. La recargada cursilería de Ortega, de la que protesta entre sarcástico y furioso el padre de Ferlosio –el peculiarísimo personaje y magnífico escritor Rafael Sánchez Mazas–, hay que encuadrarla en esa tendencia española a relamerse, mucho, en las propias suficiencias. Por decirlo con un símil taurino (tipo de símil que gustaba bastante a Ferlosio), eso viene a ser torear mirando al tendido. Por cierto, una ridiculización más extensa, pero idéntica en su fondo, de ese rebuscamiento de Ortega puede encontrarse, años más tarde, en Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos.
Dando un paso más, y sin incurrir en el cotilleo que tantísimo detestaba Rafael, la dura crítica que se hace de los vicios “anticastellanos” de la prosa de Cela revela otra constante de Ferlosio: la separación, casi nítida, que hacía entre juicio crítico y sentimientos personales. A pesar de la dureza con la que juzga la obra literaria de Cela en el párrafo final de este inédito, Ferlosio recordaba con alguna frecuencia la generosidad que Cela le había mostrado en distintas ocasiones de la vida, en las que le ofreció su ayuda. Así que en el fondo de esa crítica no hay prioritariamente nada personal, por decirlo con el estereotipo que tanto se repite en las películas americanas. El origen “local” de esa postura crítica está en la visión incompatible que ambos tenían de lo que es ser escritor. Y si se me apura, de lo que es vivir. Como se explica magistralmente en La forja de un plumífero, Ferlosio huyó, apresurada y virulentamente, del peligro de convertirse en “literato” al uso, con toda la parafernalia de exposición, pavoneo público y denuedos de marketing que eso conlleva. Para él, ser escritor nada tenía que ver con los requisitos que te convierten en un “plumífero”, que, por decirlo con las mismas palabras de Ferlosio, consiste en construir una prosa-ornamento, sin pregnancia, en la que todo sobra y en la que nada hay que adornar porque todo es una oquedad perfectamente vacía. Dos referencias curiosas en este punto. Una, cosa parecida formuló Walter Benjamin en un famoso análisis de una foto de Kafka niño. Y dos, usando la hermosa analogía de Hermann Broch sobre la Viena finisecular, podríamos decir que esa escritura viene a ser como convertir la prosa en un bello vals. Es decir, en música hueca. Evidentemente, “plumífero” y escritor son categorías y realidades contrapuestas. Pero si vamos más al fondo, tanto la crítica como la autocrítica de Ferlosio tienen una raíz u origen más “universal”: tratan de “re-establecer” o “restaurar” el orden de lo justo. Lo que no significa que sus críticas fueran o sean siempre justas. Pero el propósito de justicia es uno de los fundamentos, si no el fundamento, de toda su obra.
Esto nos lleva, diagonalmente, a una cuestión final acerca de su “caso y fracaso literario” (sic): el acierto o desacierto de la decisión de Ferlosio de “renegar” y huir de la literatura. Por mucho que Ferlosio, en razón de su acentuadísimo sentido del ridículo y de su rechazo de todo lo falsario, se negase a convertirse en literato al uso, un hecho se mantiene indiscutible: poseía un don bastante único para la escritura. La gran pregunta –contrafáctica– que cabe hacerse es ésta: que habría ocurrido si, en vez de rendirse tan apasionadamente a la gramática y a la lengua, como sucedió, o de ponerse a navegar por el océano del ensayo, agua en la que se movía con la soltura y agilidad de un pez, se hubiese “enviciado” en cultivar ese don tan extraordinario para la escritura. ¿Qué habría salido de sus virgilianas manos? No lo sabemos. Pero esa duda ya no podrá resolverse nunca.
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