[Este artículo ha sido publicado originalmente en el número 120 (diciembre 2015-enero 2016) de la revista Arte y Parte (http://arteyparte.com/la-revista/) como reseña del libro María Belmonte, Peregrinos de la belleza: viajeros por Italia y Grecia, de Maria Belmonte, El Acantilado, Barcelona, 2015. Agradezco a los responsables de la revista su autorización para publicar una versión de esa reseña en mi bitácora en FronteraD. Es evidente que el libro me ha gustado mucho]
Italia!, oh Italia! thou who hast /The fatal gift of beauty
Así dejó escrito Lord Byron en el agua, una marca en el agua: la eternidad, su supremo homenaje a Italia. Y a la belleza. O a la belleza y a Italia, miembros al fin y al cabo de una ecuación, como para John Keats, otro inglés enamorado de la belleza y de Italia, quien también vivió deprisa y murió joven (en lo primero no hasta los extremos de Lord Byron, que es vivir muy deprisa, casi un perpetuum mobile), lo fueron la belleza y la verdad.
Marca de agua es el título que Menchu Gutiérrez eligió para su extraordinaria traducción del libro sobre Venecia de Iosif Brodsky (un encargo de la ciudad publicado originalmente en italiano), otro enfermo del mal d’Italia, el morbo italicus, que descansa en paz contemplando la eternidad de la laguna veneciana desde la Isla de San Michele, junto al Barón Corvo, Stravinski, Diaguilev y Ezra Pound. Brodsky estableció otra ecuación eterna: “tiempo es igual a agua”.
Terenci del Nilo, Ramón Moix Meseguer para el registro civil, tomó prestado ese verso y medio de Las peregrinaciones del Joven Harold que sirve de advocación a estas líneas y lo tradujo como El amargo don de la belleza —que, todo hay que decirlo, tiene mejor prosodia que la traducción literal, el don fatal de la belleza— para otra entrega de sus Episodios Nacionales sobre Egipto, la gran pasión de su vida. Bueno, uno de las grandes pasiones de su vida. Porque, entre cigarrillo y cigarrillo, vivió, tomando la expresión de George Steiner, la vida como una pasión intacta.
Eso sí, en el epígrafe inicial del libro, donde Terenci Moix cita, parcialmente, el verso y medio de Byron, el muy cuco no nos dijo que el exagerado vate británico se refería a Italia, la tierra de la belleza, de la grande bellezza, los santos lugares a los que peregrinaron los enfermos crónicos de esas dos enfermedades mortales de necesidad: la belleza e Italia, o la belleza y Grecia. Como Jano, la belleza tiene dos caras: Italia y Grecia, y este es el tema del bellísimo libro de María Belmonte. Mal d’Italia, mal di Grecia.
La belleza, pues, como dijo Michel de Montaigne de sí mismo, es la materia de este libro. La belleza, y su don amargo, fatal, su peso (The Burden of Beauty, un topos de la revolución poética petrarquista —Italia, siempre Italia—, especialmente presente en los sonetos de Shakespeare), el Sindrome de Stendhal que hirió de muerte a Arrigo Beyle, milanese, tal como reza en su epitafio, junto con Scrisse. Amo. Visse. ¿No está mal como programa vital? ¿eh? elegir la nacionalidad ―estética― italiana y resumir la propia vida como un: escribió, amó, vivió. ¿Dónde hay que firmar para unirse a ese club? La condenada belleza del mundo, en definitiva, de la que nos habló Luis Martín-Santos. Otra estrella fugaz, no sé si enamorado de la belleza, ni siquiera de la vida, pero sí empecinado en vivir deprisa y morir joven. Y vive Dios que lo logró.
The burden of beauty, el don fatal de la belleza. El amargo don de la belleza. Que la tierra les sea leve a todos los que acabaron falleciendo de ella, por ella, para ella e incluso de ella, pues se trata de una enfermedad crónica, incurable y mortal de necesidad. La eternidad es suya. Y como los enfermos de La Montaña Mágica, todos los individuos que contrajeron esta enfermedad (en algunos casos, con premeditación, con pulsión tanática, sin ni siquiera haber visitado previamente estas tierras, como en el caso Johann Winkckelmann, al que María Belmone dedica Pasión romana, el primer ensayo de este libro) se fueron a tomar las aguas a esos balnearios mediterráneos, para recomponer la salud del cuerpo y del alma, como fue el caso de D.H. Lawrence y su adoración del sol: I am that I am/from the sun,/and people are not my measure.
Sí, existe una aristocracia del sol. Y todos, bañados por ese sol mediterráneo, en algún momento nos hemos sentido dioses o al menos un poco más cercanos a los dioses. Fue el caso de Lawrence, quien como John Keats, se fue a adorar el sol italiano para recomponer su maltrecha salud, y aquella luz le inspiró The Rainbow y Women in Love.
El Mediterráneo como destino vital, como nos comienza diciendo María Belmonte, la condenada belleza del mundo que inspira a unos cuantos inconformistas enajenados que vienen del frío, del norte y de la oscuridad, para llevarlos como si fuera el flautista de Hamelin a la luz, al sol de sal, a las aguas del Mediterráneo, a la tierra en la que vivieron los dioses y se relacionaron promiscuamente con griegos y romanos.
¿Y es que hay algo más importante que la belleza y perseguirla, hasta el final, como hicieron nuestros nueve peregrinos más uno? Todos ellos con un denominador común: enamorados hasta las cachas de la belleza, de Italia o de Grecia, o de las dos, como fue el caso de doble militancia y doble amor de Lord Byron: en las aguas del Tirreno con Shelley (el mar donde éste se ahogó, como el Ícaro enamorado de Grecia, Kevin Andrews terminó sus días en el Egeo, cerca de la más meridional de las Islas Jónicas, Citerea, que da título a Viaje a Citerea, la película de otro peregrino contemporáneo de la belleza, Theos Angelopoulos); en las de la laguna veneciana en el Adriático, donde alternó periodos de desenfreno en los palazzi de los canales (recomiendo encarecidamente la traducción de Eduardo Mendoza de sus cartas venecianas) con temporadas de reposo y estudio en la biblioteca del monasterio de San Lazaro degli Armeni, lugar de la memoria del pueblo armenio y etapa de peregrinaje de todo byroniano que se precie; y entre el Mar de Mármara, el Egeo y el Mar Negro en Constantinopla (Patrick Leigh Fermor y todo filoheleno, y él es el más Byroniano filoheleno de todos los peregrinos de este bellísimo libro, prefería decir Constantinopla a decir Estambul; y algo de razón, además de la estética y la lealtad bizantina, no les faltaba: Konstantiniyye fue el nombre oficial de la ciudad hasta que en 1933 dijo: “hasta aquí hemos llegado. Esto se va a llamar oficialmente Istanbul”).
En Constantinopla/Istanbul, Byron, a pesar de ser un poco renco, cruzó a nado El Cuerno de Oro (bueno, el Haliç no es gran cosa, aunque supongo que entonces sus aguas estaban más limpias que ahora…) y el Bósforo (eso ya son palabras mayores), hazaña que el gran Paddy emuló con 80 años, en un nuevo gesto byroniano, de los que su vida estuvo repleta, pues para vida byroniana la suya: hasta se tomó, al igual que Byron con la de la Independencia, una nueva guerra de liberación del pueblo heleno como algo personal, está vez contra los alemanes, primero en el continente y después en Creta.
Si Byron terminó abatido por las fiebres en Messolonghi, rodeado por el ejército personal que había reclutado para ayudar a los griegos en su lucha de libración nacional contra los turcos, Leigh Fermor hizo lo propio en Creta, llegando al extremo de secuestrar a un general alemán, Kreipe, para terminar reconociéndose el uno al otro en las cumbres del monte Ida recitando al alimón a Horacio: Vides ut alta Soracte en un instante que detuvo la guerra durante unos minutos entre dos hombres civilizados y enamorados de la belleza de Grecia y de Roma. También en la guerra hay excursiones y peregrinajes hacia la belleza, en los que el horror y el odio se detienen. Por un instante. Gracias a la belleza. Siempre. Siempre la belleza.
En una breve nota de lectura, cuyo único objetivo es animar a los que no conocen este libro a que lo lean inmediatamente, no es posible detenerse pormenorizadamente en los nueve personajes más uno a los que está dedicado, en estos peregrinos de la belleza que nos señalaron desde el siglo XVIII que el paraíso en la tierra existe, en unos Mares del Sur más cercanos que los de Gauguin (y Vazquéz Montalbán): el Tirreno, el Adriático, el Jónico y el Egeo. Y el extremo Mediterráneo de Chipre y Alejandría. ¿Pero cómo pasar a vuelapluma por Lawrence Durrell, si hubo un tiempo en nuestra vida en que deseamos ardientemente vivir en la fascinante, kavafiana y cosmopolita Alejandría anterior a la II Guerra Mundial? Aunque nació en el Punjab, en el Raj de la India Británica, su destino ya no se separó desde su juventud con su hermano Gerald —escritor y naturalista también enamorado del Mediterráneo— y más tarde con su esposa de esos mares, desde el mar de Alejandría, donde escribiría su Cuarteto al mar que baña el sur de Francia, donde escribió su testamento: El Quinteto de Avignon, pasando por el Jónico de la Cueva de Próspero (Corfú), el Egeo de sus Islas Griegas, sus Reflexiones sobre una Venus marina (Rodas) y el Mar de Chipre de Limones amargos, en el que aparece, de nuevo, Patrick Leigh Fermor, templando gaitas entre griegos y británicos enfrentados a muerte en los disturbios que pusieron fin al dominio británico de la isla. ¿Qué hizo Paddy? Cantar canciones populares griegas desde la casa de Durrell (era un prodigio: sabía cientos de canciones en diferentes lenguas, hasta el punto de que era capaz de cantar en hindi It’s a long way to Tipperary, pero su gran amor eran Grecia y sus gentes; su repertorio, del mismo modo que el de Eva Fernández por rancheras, estaba constituido sobre todo por canciones griegas). Y el milagro se produjo: los chipriotas que le escucharon se sintieron confortados al comprobar que había un británico que los amaba y los comprendía hasta ese punto.
Creo que no puedo pensar en una relectura más grata que la gran trilogía de Patrick Leigh Fermor sobre su viaje de juventud a pie desde Holanda a Estambul (perdón, Constantinopla), su Wanderungschaft o peregrinaje a lo Wilhelm Meister: El tiempo de los regalos, Entre los bosques y el agua y El último tramo (obra póstuma que la secta de fanáticos de Patrick Leigh Fermor, encabezada por su cónsul y sumo pontífice en Barcelona, Jacinto Antón de Vez Ayala-Duarte y su sacerdotisa y espléndida traductora Dolores Payás, esperábamos con el alma en vilo).
En este libro los romances, al menos platónicos (en el caso de D.H. Lawrence, tal vez no tan platónicos), entre estos peregrinos están presentes, sobre todo el de la pareja de hecho formada por Henry Miller (al que su excursión griega le cundió, pues no vivió mucho tiempo allí; pero eso sí, nos legó El coloso de Maroussi) y Lawrence Durrell, quien fue anfitrión del primero en Grecia; ambos nos han legado un epistolario impresionante en el que Grecia está omnipresente. A Shelley, al igual que a Kevin Andrews (uno de los peregrinos menos conocidos en estos lares, pero con una pasión por Grecia, su historia y, en particular, su especialidad, la arquitectura cruzada de Morea, que hacen de él uno de los personajes más interesantes del libro), los dioses les concedieron la justicia poética de morir en la tierra que idolatraban: Italia el primero, Grecia el segundo. Y ambos como Egeo e Ícaro: ahogados. Además, Shelley, pronunció una frase inmortal donde las haya: “todos somos griegos” (Félix de Azúa la emplea en su insuperable Autobiografía sin vida, “en un momento de nuestra vida todos fuimos griegos”).
¿Una reserva a este libro? Aunque me gusta ceñirme siempre a lo que se ha escrito y no a lo que falta —y los peregrinos elegidos y sus retratos me gustan en extremo— echo de menos a algunos peregrinos de la belleza por los que siento debilidad: los ya mencionados en esta breve nota de lectura Iosif Brodsky, Goethe, Stendhal, John Keats y Percy Bysshe Shelley, alter ego, y alma gemela, y amigo y compañero de farra (“Eramos amigos: él era él, y yo era yo”, como dijo Michel de Montaigne) de uno de los peregrinos y pacientes de ambas enfermedades (el morbus italicus y el morbus graecus: Lord Byron, pues pienso que hubiera supuesto un excelente contrapunto del retrato de su amigo. ¿Pero cómo incluir en un libro a todos los que enfermaron de la belleza de Italia y de Grecia? María Belmonte tendría que haber escrito la edición de 1911 de la Enciclopedia Británica.
Yo también creo que en muchos momentos de nuestras vidas nos hemos sentido cautivados por la belleza de esos dos estados del alma que son Italia y Grecia, y, con humildad, hemos tratado de realizar nuestro peregrinaje por la grande bellezza, en viajes de aprendiz de esteta, en los libros y sobre todo en la materia de la que todos estamos hechos: los sueños. Así lo dijo in saecula saeculorum Iosif Brodsky, otro peregrino de la belleza que descansa eternamente, como he apuntado más arriba, en la Isla de San Michele en la Laguna Veneciana: “Italia es un sueño que se representa toda la vida”. Y Grecia, añadimos nosotros, también. Da gusto leer un libro como el de María Belmonte.