El 30 de abril de 2008, según el recorte de periódico que conservo desde entonces, una niña de catorce años, de nombre Lorena Cultraro, fue brutalmente asesinada por tres menores coterráneos suyos. La violaron los tres por turno en el pueblecillo de la campiña siciliana en el que todos vivían y después la mataron. Luego la tiraron a lo hondo de un pozo.
He escrito “brutalmente asesinada”, que fue “brutalmente asesinada”, el sintagma escueto y preciso que se suele emplear en casos como éste, y que exactamente quiere decir ‘sin consideración’, que fue asesinada sin la menor consideración. La brutalidad es lo estrictamente opuesto a la consideración, es decir, a la reflexión y el respeto, que es lo que nos separa de los brutos: pensar en el otro y en lo otro, respetar al otro y a lo otro. Toda civilización es el esfuerzo inacabable y permanente por restar brutalidad y sumar consideración, por poner diques y desalentar la brutalidad de la que somos capaces los hombres y por alentar la consideración: por ser menos brutos y más considerados. Lo demás son culturas, que estarán todo lo bien que se quiera, pero que sería a lo mejor ilusión querer que estuvieran más que eso: bien, de buen ver y oír y gustar.
Un asesinato, por consiguiente, es brutalidad y falta de consideración en grado sumo, la mayor falta posible de consideración hacia la vida del otro, de respeto al otro y de pensamiento en el otro. Y si es verdad que muchas veces una reflexión en realidad sí que existe en el asesino, un cálculo propio de las ventajas e inconvenientes que tal asesinato cree que le puede reportar, también lo es que se trata, en sentido estricto, de un pensamiento embrutecido por la falta de respeto.
Todo pensamiento que adolece de falta de respeto y consideración hacia lo otro y los otros es un pensamiento embrutecido, y se podría decir, sin temor seguramente a errar ni a exagerar gravemente, que de la misma forma que la iniquidad o el asesinato son siempre o empiezan siempre por una falta de consideración, también toda falta de consideración hacia el otro y lo otro, por pequeña o inocua que sea, es el preámbulo, el primer paso, el abono o jaleamiento inconsciente de un atropello o iniquidad mayor.
Pero hay una falta de consideración a las personas y también una falta de consideración a las palabras, al uso y recepción de las palabras, seguramente la cosa que nos hace más personas. La falta de consideración a las palabras, a lo más nuestro en cuanto seres a los que les cabe alejarse de los brutos, es pues una falta de respeto en el uso y recepción de las palabras y una falta de reflexión sobre ellas y con ellas —¿ante ellas? Es la falta, el pecado, tal vez más original, lo que está en el origen de todo: no decir bien, no escuchar bien, no pensar bien, con consideración, sin brutalidad: aquello de lo que nos cabe culpa.
Pues bien, a lo terrible del caso del que arriba nos hemos hecho eco, una salvajada sobre salvajada que deja sin palabras —que deja desconcertados, sin concierto como personas—, aún se me antojó que se le añadía, según venía relatada la noticia en el periódico, otro malhadado detalle que seguramente sería lo que, más aún que el nefando crimen en sí, me llevaría a conservar el recorte: durante el funeral de la pobre muchacha, en medio de la muchedumbre que asistió al entierro, a sus compañeros de colegio, vecinos, amigos y demás jóvenes de la localidad se les ocurrió llevar para la fúnebre ocasión, además de multitud de globos de colores, unos carteles también con bonitas frases alusivas. Rezaban así esos mensajes de despedida: “tu muerte no ha sido inútil”, o “estarás siempre con nosotros”, y también “este pensamiento va a una mariposa violada, herida, negada a la vida”.
Son frases de chiquillos, claro está, de jóvenes, y a lo mejor no habría por qué sacarles más punta. Pero nuestro reino es el reino de las palabras (o mucho mejor dicho, nuestro mundo, porque nunca llegaremos nadie ni por asomo a reinar en él) y son las palabras las que nos pronuncian, las que nos dicen, a nosotros de modo parecido a como nosotros las pronunciamos y decimos a ellas. Y andarnos con consideración por ellas, con respeto y reflexión, es andar con consideración por nosotros. Si no por reinar en ellas, como se ha dicho, por lo menos por no ser tampoco sus ínfimos súbditos, sus despreciables y desleales vasallos.
La verdadera rendición ante la muerte, me da por pensar, es la bobada. Si no podemos oponer ante Ella palabras que nos hagan dignos, que nos muestren a su altura, valerosos y enteros, íntegros y conscientes, siempre nos quedará el silencio, que es a veces, como dice otro sintagma clásico, atronador. Pero la bobadita, la bonitura infantil —que lejos de ser propias sólo de muchachos, es el signo de una sociedad convertida en muchachada, infantilizada a más no poder y, si se me permite, bonitizada también al por mayor—, es no sólo el síntoma de una rendición estúpida ante la muerte que ni siquiera tiene luces para saberse tal, de un taparse los ojos o darse la vuelta ante las cosas como modo para que éstas no existan, igual que hacen los chiquillos, sino de una escurridiza, y culpable —esa palabra tan poco bonita—, falta de consideración por personas y palabras.
No, al revés, justamente al revés de lo que rezaban los cartelitos y pancartas, la muerte brutal de esa pobre chica ha sido completa y totalmente “inútil” se mire por donde se mire, y ni un adarme de utilidad de ninguna índole de nada traerá aparejado nunca su brutal homicidio. De la misma forma también que, frente a lo que consolatoriamente decían las bonitas frases con que bonitamente sus coterráneos despidieron el cadáver —sí, el cadáver de la pobre chiquilla y no ninguna “mariposa herida” ni nada que se le parezca—, su muerte no sólo significa que deja de estar materialmente con sus amigos y condiscípulos sino que ya nunca, nunca jamás ni jamás de los jamases, volverá a estar con ellos, y ni siquiera quizá metafóricamente o bien en el recuerdo a la que pase o haya ya pasado un cierto tiempo. Y por supuesto, por muy hermosas que sean las mariposas, por muy inocentes y ligeras, Lorena Cultraro, una muchacha de catorce años cumplidos, es mucho, muchísimo más que una mariposa, del mismo modo que tampoco fue herida ni negada ni cosa por el estilo sino atrozmente violentada en lo más íntimo y asesinada para siempre.
Las estrategias retóricas de nuestra sociedad son un exacto reverso de aquellas que, durante el Barroco, tomaban continuamente de mira la tragedia de la muerte, que era el rasero y el fondo de todo. Si la retórica barroca daba vueltas y más vueltas a la conciencia de la fugacidad, la finitud y la insignificancia humanas, a una consideración continua de la muerte permanentemente al acecho y puntual cumplidora, nuestra retórica por el contrario, nuestro retórico modo de ver y entender —¿o es que nos creemos que lo nuestro no es retórica y que se trata de otra cosa?—, a lo que parece en cambio darle vueltas y más vueltas es a cómo desembarazarse de todo ello, de la tragedia de la muerte y hasta de la idea misma de la muerte.
Por zafarnos de los excesos de la retórica de la profundidad barroca, de la melancolía y la tristeza que la meditatio mortis barroca traía aparejadas, hemos ido poco a poco cayendo en lo contrario, hasta llegar a la retórica de la superficialidad postmoderna donde lo mismo da arre que so, heridita de mariposilla que muchacha de catorce años violada salvajemente y salvajemente arrojada a un pozo. De los graves y tétricos dispositivos teológicos, hemos pasado a los airosos dispositivos de los globitos y los colorines, de las palabritas y las bonituras retóricas de bellos sentimientos. No sé qué época es la que abriga un miedo mayor.
Pero sobre todo hemos pasado a una carencia fundamental de palabras y arrestos para abordar —y para identificar— el drama y la tragedia, la maldad y los malvados. Desde el mismo seno del Barroco se alzaron las voces que corregían lo que sin embargo fue, se quiera o no, “uno de los legados más conmovedores y persuasivos de la cultura de Occidente”, en palabras de Fernando Rodríguez de la Flor. Fue Spinoza quien argumentó en su Ética que “el hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una mediación de la muerte, sino de la vida”. Lo escribió en una época en la que la sabiduría parecía ser meditación sobre la muerte y en que el hombre, o las estrategias retóricas predominantes de ese hombre, concentraban sobremanera su pensamiento en ella. Liberarse el hombre era pues liberarse de los excesos de esa consideración. Pero no, pensamos, hasta el punto de que el necesario alejamiento del carácter dramático de nuestra mirada —tan hispánico a veces— se tenga por fuerza que disolver postmodernamente de tal modo que aboque a la bobada. No para que esa liberación de la obsesión dramática nos haga súbditos de la tonteriíta como estrategia retórica y actuación humana, rendidos vasallos de la desconsideración de las palabras, y por lo tanto de las personas, incluso, o sobre todo, en las ocasiones más álgidas.
Un Barroco al revés se nos puede antojar nuestra época, un barroco de la insulsez y la disolución, una época de infantiles globitos de colores y palabritas como pompitas de jabón para el tornasol de nuestros disueltos y cobardes sentimientos. De la obsesiva meditación retórica sobre la muerte a la muerte obsesiva de la meditación sobre ella. Ni tanto ni tan calvos, podría decirse sólo con una gota de sensatez.
Quién, desde el seno mismo de nuestra bonita época, será capaz de sugerir, haciéndose eco juguetón de Spinoza, algo así como “el hombre libre en nada piensa menos que en dar gato por liebre, y su sabiduría no es una picardía de la sustitución y el mirar para otro lado, sino una íntegra consideración de la vida”.
Si, como agravante, una de las formas del embrutecimiento del pensamiento consiste, como arriba hemos dicho, en su falta de consideración de lo otro y los otros, y la muerte es, con toda evidencia, lo otro fundamental, entonces dejar de pensar en ella, quitársela de encima por el bonito procedimiento de ponerse un globito delante de los ojos, cabe que nos escore peligrosamente hacia el lado de los brutos y los necios.
Por supuesto que no había en toda la enorme concurrencia a ese funeral por la pobre chica una sola pancarta, letrero o grito, que clamase contra los verdugos y se enfrentara al horror concreto de la maldad. Me parecieron ya políticos, o votantes de políticos, que rehuían cobardemente, con bonituras como estrategias de persuasión propia y ajena, lo decisivo. Y entre lo decisivo, el tratar de llamar a las cosas por el nombre que lo mejor de la civilización se esfuerza siempre en que esté lo más cercano y sea lo más leal a las cosas, desmontando cada vez las retóricas del momento y poniendo el dedo en la llaga de los dispositivos que, uno tras otro, dicen y al mismo tiempo sustituyen lo que sentimos y pensamos. Llamar, por lo menos en los momentos decisivos, brutalidad a la brutalidad, terrible a lo terrible y asesino a quien efectivamente mata, sin volvernos de espaldas a mirar y dejarnos obnubilar por globitos ni mariposillas de ningún género ni estar deseando, por lo que más quieran, que nos los indiquen para hacerlo.