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Mientras tanto“La bohème”, ¿existe una forma alemana de hacer una ópera italiana?

“La bohème”, ¿existe una forma alemana de hacer una ópera italiana?


La bohème – Semperoper – Foto de Frank Hoehler

Que toda persona aficionada a la ópera va a ver a lo largo de su vida varias Bohèmes no hay que dudarlo, a no ser que haga todo lo posible por evitarlo. La ópera de Puccini sigue encandilando a la audiencia allá donde se representa. Excepto, tal vez, a esa audiencia abonada, es decir con abono de un teatro de ópera, que la tendrá en su abono cada cierto tiempo.

Por eso, toda “opera house” que se precie tiene una en cartera o en su repertorio. La mítica es la de Zeffirelli en el Metropolitan Opera House. Tan longeva que hubo cantantes que empezaron haciendo de Mimí, la protagonista, y, con el tiempo, acabaron haciendo de la carismática Musetta.

La que se puede ver esta temporada en la Semperoper de Dresde pertenece a ese tipo de producción longeva. Data de 1983. Sí, tiene la friolera de cuarenta años y parece de hoy. Por concepción. Un grandioso París en blanco y negro, como la vida de sus protagonistas. Bastante más negra y gris que lo que se espera de la ciudad de la luz que representaron los impresionistas. Y menos colorida que la ciudad que celebraban el matrimonio Delaunay en sus cuadros, aunque la Torre Eiffel y esa agobiante ciudad que se ve en los telones que cubren el fondo y las patas del escenario estén inspirados por ellos.

No es de extrañar. Esta ópera está protagonizada por unos artistas más bien “mataos”. Y unas mujeres que tienen que cumplimentar su oficio mal pagado dejándose querer y regalar por señores mayores, unos yayos, de buena posición.

El hambre y la enfermedad, la mortal tuberculosis de la época, les persigue en una Europa en la que todavía no había sistemas sanitarios públicos para todos, ni salarios mínimos, ni becas u otras formas de financiar a los artistas. Donde eso de la igualdad de oportunidades era un sueño que animaba a pensar y reflexionar a Marx y Engels.

Seres sometidos a los vaivenes del azar y de los privilegios de clase y de un mercado que en aquel momento nadie pensaba en regular. ¿Eran felices? Pues claro. Eran jóvenes. Tenían ganas de juerga y osadía. ¿Les servía eso para algo? No, excepto para morir pobres y jóvenes. La esperanza de vida media era muy baja para la población en general. Para la no privilegiada.

¿Cómo ha podido ser que esa situación se haya poetizado hasta el extremo de que ese lumpen de suciedad, pobreza y hambre sea tan atractivo para el público? ¿Qué ven en la mugre, el mal olor y el malvivir, desde sus cómodas y caras butacas, que, como niños, quieren que se la repitan una y otra vez?

Sin duda, la música de Puccini. Un autor que de tanto repetir y repetir, e irse degradando en cada repetición, llegó a cansar. Sobre todo, a profesionales. Incluso hubo quien lo evitaba mientras podía cuando llegaba a la dirección artística de una importante institución operística. Una repetición que hace pensar e insistir en el lugar común de que La bohème es una ópera fácil, porque es fácil poner en pie y agradar al público masivo.

No hay que poner en duda este mantra. ¿Para qué? Claro que lo que se puede oír y ver en Dresde lo pone. Sobre todo, por la calidad del sonido de sala y de la orquesta, que hace que esa ópera que de forma automática todo el mundo calificaría como bel cantista, e identificaría con una soprano o un tenor cantando arias en italiano, ¡oh, sole mío!, se resiste a esa clasificación y hace preguntarse ¿existe una forma germana de afrontar estas óperas?

Si la hay, hay que reconocer que la limpia, de tantas representaciones y repeticiones, y le da esplendor. Se escucha con gusto. Sobre todo, en esos momentos en que la voz hibrida con la música convirtiéndose en uno. En este sentido, Tomislav Mužek, como Rodolfo, Ofeliya Pogosan como Mussetta, Alexey Markov como Marcelo y Lawson Abderson como Schaunard, dan más de una ocasión para apreciar lo que se acaba de comentar.

Eso hace que esta representación que no evita dar grandiosidad y llenar de acción ya ctividad el escenario en el segundo acto. Ese que sucede en el café donde se dan un homenaje que no sabían como iban a pagar, y en el que las calles están llenas de gente, que para algo es Navidad, y de desfiles militares.

Todo eso convierte este montaje en interesante. Es decir, hace que cualquier persona se mantenga interesado y se entusiasme en algunos números o escena, saltándose el protocolo local y aplaudiendo. Siempre que sea desprejuiciada, lo que no quiere decir que no tenga juicio o que no tenga su propio gusto.

Encima, teniendo en cuenta que quién más o quien menos sabe cómo acaba y conoce sus giros de guion, los puntos de inflexión de la trama. Excepto, tal vez, ese nutrido grupo de chavales y chavalas que se ven repartidos por las butacas, para los que a lo mejor es la primera vez que la ven y la oyen, y que se van con el mismo ánimo que el público más mayor. Entre los que se encuentran parejas de treintañeros a los que se ve contentos y, a la salida, en una noche fría de invierno, en la que él, más alto la agarra a ella por la cintura, juntan sus cuerpos, y miran al móvil y tratando de inmortalizar el momento con unas sonrisas, haciéndose un selfie.

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