Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Frontera DigitalLa brújula y el baúl

La brújula y el baúl

Estelas, cual cometas   el blog de Ricardo Tejada

Hace pocos días, en la presentación de mi libro en nuestra red de investigadores, me preguntaba Mirjam Leuzinger, profesora hispanista en la Universidad alemana de Passau, el porqué del subtítulo de mi libro sobre el ensayo español en el exilio y en el interior: La malle et la boussole. La pregunta era muy oportuna porque, a decir verdad, en las más de cuatrocientas páginas no me la había planteado, ni siquiera en la introducción. Trataré de responder a esta pregunta, retomando el hilo de mi intervención e intentando mejorarla. Pido disculpas por si esto pareciera una publicidad de mi trabajo. No lo es en puridad porque una cosa es aclarar y explicar, y otra cosa muy diferente publicitar algo.

En primer lugar, hay que aclarar que en Francia este tipo de pareja nominal, más o menos simbólica, no figura, frecuentemente, como título, sino como subtítulo, mientras que en España, si algún día se traduce la obra, iría como título. En segundo lugar, el lector se habrá dado cuenta de que he invertido las palabras por una cuestión prosódica. De manera semejante a los adjetivos de más de dos sílabas, que se tienen que poner en francés pospuestos al substantivo y no antepuestos, es preferible en francés colocar el substantivo de mayor longitud después, en este caso, el de dos sílabas detrás del de una. En tercer lugar, y ya entramos en materia, quisiera explicar por qué elegí baúl y no maleta, que, de primeras me parecía más convencional y prosaico. Durante unos años estuve siguiendo el rastro de un diario que se publicó en París, entre julio de 1938 y abril de 1939, titulado la Voz de Madrid, y que estaba patrocinado por la Embajada de la República española. En este modesto pero conmovedor periódico, se reunieron una serie de egregios intelectuales que apoyaban los famosos “Trece puntos de Negrín”: Ramón J. Sender, Antonio Machado, Eugenio Imaz, Juan Larrea, José Bergamín, y otros más, algunos de los cuales constituirían la Junta de Cultura Española en 1939 y, más tarde, la revista España Peregrina y la editorial Séneca. No se olvide que como señaló el tan llorado Nigel Dennis y luego explicado después por su discípula, la investigadora Salomé Foehn, Bergamín envió una carta a Negrín para sugerirle la necesidad de crear la JCE, en la que participaría Pablo Picasso, la cual se fundó el 13 de marzo de 1939. Manuel Aznar Soler, que ha investigado recientemente en el archivo personal de Juan Larrea, ha desvelado algunos aspectos muy interesantes de su constitución, que, no lo olvidemos, pretendió encarnar la continuidad de la cultura española democrática, al mismo tiempo que apelaba públicamente al rescate de unos 3 000 intelectuales pro-republicanos, la mayoría de ellos en la zona catalana, en la zona centro y Levante y, ya algunos, en Francia.

Pues bien, logré contactar con la nieta de Juan Negrín, residente desde hace años en París. Guardo un muy grato recuerdo de esa visita. Creo que estuve dos o tres veces. El plato fuerte de esa visita, algo a lo que no me esperaba, fue visitar la bodega donde ella sigue guardando, aunque algunas cosas ya se han enviado a Las Palmas, todo el archivo de su abuelo.  Lo que me encontré era todo lo que no había sido enviado a la Fundación, en las Islas Canarias, por tratarse de material no político. En un espacio de no más de 30 metros cuadrados había un sinfín de libros, cajas y baúles, los mismos que utilizó para llevar sus pertenencias a Toulouse el 6 de marzo de 1939 y luego a París y, más tarde, Londres. Muchos libros versaban sobre ciencia (Negrín fue un destacado fisiólogo, en la estela de Ramón y Cajal), en diferentes idiomas, y otros tantos, casi a partes iguales, pertenecían a la literatura europea, alemana, inglesa y francesa, en lengua original.

No quisiera abundar más en esta visita porque me llevaría por otros vericuetos. Hago una salvedad. No dejo de recordar, esas medallitas tan modestas, pero de gran resonancia simbólica, que el Gobierno republicano ofreció a los brigadistas internacionales en su despedida en Barcelona, y que decían mucho de los magros recursos con los que contaba el gobierno legítimo de España en 1938. Guardo unas pocas, con inmensa gratitud, que me ofreció doña Carmen.

Quisiera subrayar la honda impresión que me provocaron esos baúles, uno al lado del otro, unos encima de otros. Grandes, tan grandes que no puede uno llevarlos consigo, a no ser que sea con la ayuda de una carretilla y de un mozo de cuerda. Me veía, como por un túnel del tiempo, en 1939. Solo faltaba ver aparecer al último presidente del Consejo de ministros de la II República… Claro está, no todos los exiliados llevaron estos baúles. La mayoría llevaban un hatillo o salieron con lo puesto. Otros pudieron llevar una maleta de cuero, cosida a mano, con una llavecita. Si estaban a rebosar, se ataban con un cinturón o con un cordel de pita. No obstante, yo creo que todos los exiliados llevaban un inmenso baúl en su mente, en sus corazones; llevaban consigo toda su vida en España, sus experiencias allá, sus saberes, sus afectos y amores. Cuando pensé en el baúl como título pensé de primeras en los ensayistas del exilio. A muchos de ellos les incautaron sus bienes, a no pocos les vandalizaron sus pisos y les robaron sus libros. A veces, solo llevaban un libro, por ejemplo el Quijote, en el caso de Eulalio Ferrer. Tuvieron que reconstruir sus bibliotecas personales. Llevaron a otras geografías su manera de enfocar las cosas, de ver el mundo, de comprenderlo y valorarlo. No es lo mismo una persona que ha mamado a Cervantes, Antonio Machado y Unamuno, que una persona que ha mamado a Goethe y a Husserl. Pienso respectivamente en Zambrano y en Arendt, dos pensadoras que aprecio mucho. No es lo mismo un intelectual español de los años 30, que se abrevado en las canciones de cuna de mujeres analfabetas, pero de gran sabiduría popular, que un intelectual burgués de Francia o Alemania, que ha perdido mucho del contacto con la cultura oral popular. Todo eso llevaban en sus baúles, reales o figurados. Estas personas hechas y derechas, pues muchos de los ensayistas ya tenían más de veinticinco años cuando partieron al exilio, tuvieron que hacer el esfuerzo de adaptarse a mundos culturales cercanos, pero profundamente diferentes, como los de los países iberoamericanos, y, a veces, a mundos culturales mucho más extraños, como Francia o, sobre todo, los Estados Unidos, con sus códigos propios, sus hábitos universitarios, su lengua propia. Si nosotros debemos seguir haciendo ese esfuerzo en el siglo XXI, no digamos hace más de cincuenta años. Fueron, poco a poco, viajando en su pensamiento, al mismo tiempo que se sentían herederos de lo que consideraban era la España moderna, genuina, la España libre.

El ensayo solo puede ser viajero, no poco su escritura se asemeje especialmente al género de relatos de viajes, sino porque necesita abrir brechas, romper fronteras, explorar nuevos mundos, nuevas perspectivas. El ensayista dialoga incesantemente con otros ensayistas, con otros filósofos de su propio país o de otros. Ímaz viajaba, física y mentalmente, en la Alemania de Dilthey; Zambrano hacía lo propio, sin haber viajado nunca allá, en la Alemania de Max Scheler; Joaquim Xirau hacía lo mismo, ya antes de 1939, en la Francia de Bergson. Un ensayista que no viaja mental, conceptualmente, se asemeja a una habitación cuyas puertas se han dejado cerradas durante años. Huele a podrido. Ya Montaigne viajaba, no solo por Italia, en realidad, sino también por las Indias, por la Grecia y la Roma antigua. ¿Acaso no se “exilió” él del cosmos confortable de la escolástica para poder navegar libremente por entre los antiguos y por el mundo en toda su amplitud terráquea? Es indudable que el ensayo de Montaigne marca unas pautas para todo el ensayo ulterior: una voluntad de zafarse de los anclajes nacionales, de los prejuicios y clichés occidentales, una voluntad de estilo, como dijo Marichal, pero sobre todo de libertad, por encima de las culturas locales, de los nacionalismos siempre mostrencos.

Pero, al mismo tiempo, el símbolo de la brújula se me imponía también a mi mente. Así se llamaba, “La brújula y la maleta”, el libro que quise publicar con materiales pasados, debidamente mejorados y adoptados y que, al final, no prosperó. La brújula es lo que nos permite orientarnos en nuestro planeta. Orientarnos es desde Kant hasta Deleuze y Guattari una de las funciones principales del pensamiento. Ahora, los profesores de educación física enseñan, con toda razón, a los niños a orientarse, por ejemplo en un parque, porque saben que con los GPS el sentido de la orientación se está atrofiando en las generaciones jóvenes (X, Y y Z). Pensar es tomar una serie de conceptos y de problemas como ejes conductores, como puntos de referencia. Ensayar es probar nuevos bosquejos de conceptos. El ensayo se asemeja un poco al dibujo en carboncillo, a la acuarela o al pastel, técnicas rápidas, que pese a ello, son previamente muy meditadas. La filosofía es como el óleo, es un trabajo de largo aliento. Se suceden capas sobre capas. A veces hay que raspar y quitar alguna que otra capa. Lleva semanas, incluso meses terminar un cuadro.

A los ensayistas del interior yo los veía de primeras como unos ensayistas perdidos, arrancados de la savia natural de su país, sujetos a la influencia omnímoda de viejos esquemas tradicionalistas, de temáticas imperiales, de resabios religiosos, en los que escribieron —la mayoría—antes de 1962. A los posteriores los veía como robinsones ingenuos que se enganchaban a las nuevas corrientes europeas e internacionales, sin parar mientes en lo que sus padres, tíos o abuelos, exiliados o no, habían realizado. Pese a todo, tuvieron que extraerse de esa ganga, manchados de alquitrán, para ir labrando su propio camino, con muchas dificultades. Tienen, en el fondo, su mérito. En realidad, no poseían brújula. La tuvieron que improvisar, que construir, huérfanos de casi todo.

Claro está, y esto es, tal vez, lo más rico de esta dualidad simbólica, los ensayistas del exilio también tuvieron que utilizar brújulas porque, de primeras, tenían que avizorar a quiénes escribían, saber qué público era susceptible de leerlos. Tenían que decidir si se integraban realmente en un país, insertándose en una Universidad, o preferían más bien sobrevolarlo, incluso sobrevolarlos si su trayectoria se convertía, poco a poco, en bastante nómada. Al final, no pocos de estos ensayistas invocaban el porvenir con esperanza. Se les antojaba que su público verdadero sería el de los lectores de finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI; y no creo que se equivocasen. Al mismo tiempo, los ensayistas del interior tenían en su posesión un baúl tan pesado que era muy difícil desproveerse de él y viajar mentalmente. ¡Cuántos jóvenes ensayistas, y otros como Ferlosio no tan jóvenes, que empezaron a escribir en los 60 y comienzos de los 70, tuvieron que liberarse de sus padres franquistas, de sus complejos y culpas, de sus esquematismos! Pienso en Juan Goytisolo, en Fernando Savater, en Eugenio Trías y en tantos otros. Lograron liberarse, con no poco mimetismo al principio, pero sin la ayuda de aquellos que se habían tenido que ir del país. Al final, como ellos no se habían exiliado, por nacer más tarde o porque sus padres no lo hicieron, tuvieron a su disposición todos los mecanismos de inserción social e intelectual en un país que, a partir de 1976, iba a renacer, a trancas y barrancas, a la democracia. Los exiliados se quedaron errantes, con la canción a cuestas, y aunque algunos de ellos volvieron, nos dejaron un mensaje inserto en una botella, procedente de los mares procelosos del tiempo histórico. Pudimos acogerlos realmente, y empezar a comprenderlos, cuando el siglo XX estaba feneciendo. Los ensayistas del interior, pese a lo que dijo León Felipe, pudieron alimentar un fuego, pese a todo, y recoger el trigo, más para ellos que para nosotros, por su dificultad de transmitir a los que venían, por su incapacidad o desdén hacia los que hubiéramos podido ser sus discípulos, porque dejaron todas las casillas ocupadas y nos obligaron a marchar…

La canción de ultramar la recuperamos, con muchas dificultades; y del trigo somos tributarios, en lo bueno y en lo no tan bueno. Eso somos. Escribir en un mundo globalizado, complejo, atravesado de conflictos terribles, de debates cansinos, unos espurios, otros no tanto, de falsedades y medias verdades, de banalidades, no es nada fácil. Vivir en este «aire» tan carbonizado es, de algún modo, un tipo de “exilio” distinto, sin aire fresco, y con muchos nubarrones. Sigamos navegando, pese a quien pese, gracias a la brisa marina, que no ha desaparecido, queridos compañeros de tripulación…

 

Le Mans, a 14 de julio de 2023.

 

 

Más del autor