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La nota preliminar de la autora delata muy bien el espíritu del libro: este conjunto de pequeñas y decisivas vicisitudes en el transcurso de su vida (contenidas en esa alegórica, vital, caja de costura hacendosa) que han conformado la grandiosa y bien «hilvanada» poética que su nueva entrega, tan firmemente, presenta.
La caja de costura es un libro voluminoso. Consta de poemas breves -seis versos como mucho-, mas que alcanza un total de unas 700 composiciones, divididas en 10 capítulos, superando cuatro centenas y media de páginas. Está publicado por la editorial Tigres de Papel, que la lleva Francisco Moral, marido de Ana Ares. Hasta ahora Ana Ares no había publicado en este sello familiar. Uno de los poemitas del libro denota el gran amor que la pareja se profesa. Dice así: «Sin medida me amaba. / Dábame el corazón / de las sandías.» Cuando comen sandía, Paco la parte y con el cuchillo extrae el corazón del rojo fruto, la parte dulce y sin negras pepitas, y se lo ofrece a su mujer. Una pequeña anécdota, que expande generosidad, es capaz de forjar el límpido poema.
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La semana pasada se presentó este libro en la Real Academia Conquense de Artes y Letras, habitualmente nombrada por su acrónimo, RACAL. La gente en Cuenca dice: Voy a una conferencia a la Racal. En la mesa estaban el académico, poeta, escritor, periodista, que antes fue director de la institución, José Ángel García, quien brindó al público asistente (el salón estaba prácticamente lleno) una impresión global sobre el evento. Quien presentó realmente a Ana Ares, aunque la intervención se desarrolló como un suelto diálogo entre ambos, fue Rafael Escobar, profesor, escritor y presidente de la Asociación Poesía para Náufragos, teniendo lugar en Cuenca, anualmente, el festival del mismo nombre. Rafa fue analizando, con brevedad, las diversas partes del libro, acrecentándose sus opiniones, a su vez, con los pertinentes comentarios de Ana, para pasar a que ella leyera unos poemas. Algunos de ellos también los recitaba Paco Moral, situado entre el público.
Del texto pudo disponer Rafael Escobar antes de las pasadas fechas navideñas. En el acto anunció que durante todas las Navidades leyó el libro y estrictamente, desde Nochebuena a Reyes, fue reseñándolo, por partes, por cada una de sus partes, en Facebook. Los comentarios, acertadísimos. Fue una lástima no poder leerlos en su momento los que no estamos en esa red. Pero Rafael Escobar ha consentido en enviarme dicho texto, que yo le solicité. De forma que aquí va su excelente análisis crítico de La caja de costura de Ana Ares, cuyo título rezuma saludable ironía, pegando muy bien en el mundo de Ana Ares, y que tan útil será al lector interesado por el hondo y auténtico mensaje de nuestra poeta.
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LA CAJA DE COSTURA DE LAS NIÑAS “BUENAS”
Yo también recuerdo las cajas de costuras de mi abuela, mi madre o mis tías. Solían ser recipientes de galletas o bombones reciclados para otro uso. Y tal vez por eso solo contemplarlas predisponía al placer. Eran como si llevaran otra vez al labio ese aroma a chocolate, almendra o vainilla que una vez lo embelesó. Dentro, la mezcla de botones, hilos, dedales, tijeras o retales las volvía a relacionar con su origen asemejándolas a los surtidos variados de las cajas de dulces. La caja de Ana se parece a las mencionadas en esa estimulante variedad de temas y formas, a veces “puras” y otras “híbridas”, pero siempre capaces de incentivar la avidez por revolverla con los dedos (y la mente y el corazón). Pero no en su dispersión. Hay firmes hilvanes que permiten adivinar la solidez de la estructura. La pertinencia y unidad, al margen de que también funcionen como mecanismos de un engranaje mayor, de cada uno de los pequeños y maravillosos poemarios que la integran.
Precisamente, creo que el origen (Vuelvo a la gruta / al arcano y derribo de mí misma…) y la identidad son las hebras temáticas predominantes en “Un espejo de aumento”, la primera de sus partes. Recuerda en el libro cómo se fueron asentando, como un crecimiento espontáneo, los cimientos de su vida, tanto en la pasión verbal como en lo ético (un “prometo no agredir pero tampoco dejar que nadie me convierta en víctima”), hasta una autoafirmación que revela al que desconfía instintivamente de lo reglado (… que no puede perderse alguien que ama / lo desconocido), al que no se deja paralizar por la incertidumbre y rechaza la tentación del victimismo (Observaba a la gente magullada / renegando sentirme como ellos / y consumir la misma mercromina). La infancia se evoca como una sugestiva síntesis de inocencia y perversión (Niñas de caramelo, jugábamos a médicos…) y posibilita que se descubra el carácter poliédrico de su personalidad (A los quince, / travestirme de mí, / ser todas esas), una “otredad” vivida de manera tan lúcida (y lúdica… de ahí la permanente autoironía en versos como … soy el alma en custodia / de un ángel en terapia) que difícilmente puede prestarse a la desorientación existencial y que lleva a un yo “whitmaniano” en que se ha sintetizado todo lo vivo (Escucho con atención mi cuerpo / domesticar sus fases lunadas, / su cíclica herrumbre). En cuanto al estilo, no pasarán inadvertidas al lector (ni en este ni en cualquier otro sector del libro) infinidad de imágenes, atractivas por su plasticidad o su irracionalidad no hermética, que corroboran las palabras de Mara Troublant en la solapa del libro: “Su lenguaje metafórico estalla a cada momento, súbitamente, despertando imágenes que jamás antes habíamos concebido, moldeando composiciones breves, intensas y sinuosas como puntas, pequeñas piezas valiosas en sí mismas”. O ese fascinante poso de Emily Dickinson o Louise Gluck en adivinar pequeñas fábulas morales o existenciales en cualquier detalle solo en apariencia menor de la naturaleza (Acantilada en esa indiferencia / con que miran las flores en el jardín. / Como si supieras / que morir o inclinarse / en tu caso es lo mismo).
«Flores bordadas de algodón» da primacía a esa mirada creadora sobre el entorno natural. Se retrata su instinto de lograr una fusión panteística con la infinidad de formas de lo vivo y la multitud de transformaciones mágicas que hacen que sea imposible de conocer y perpetúan lo estimulante de su enigma (He suplantado una semilla; / la he subalimentado de miseria / y ha subcrecido, / extendido raíces / que buscan hacia abajo la luz del otro lado). Mundo sobre el que se proyectan los deseos íntimos más inalcanzables y que como nos recordaran quienes la conocían a la perfección como Delibes, es una inocencia de doble filo, a veces angélica y otras inhóspita y cruel. Entorno en el que no hay frontera entre lo infinitesimal y lo cotidiano (Escondo en el bolsillo / el arcoíris / que la lluvia me da) y respecto al que la propia inferioridad se acepta con una actitud que es a la vez humor y honestidad (Antes de la llegada de la noche / me negarán tres veces los dondiegos, / pero no sin razón). Los tópicos sobre la naturaleza afianzados (y también fosilizados) por la tradición (como el “a rose is a rose is a rose…”) se ahondan e invierten hasta que crean esa sensación de conjuro pronunciado por vez primera que es signo de la poesía auténtica, a veces con una divertida ironía desmitificadora en la que incluso hay un delicioso fetichismo nostálgico (Campos de colza y oro, / desprevenidas lomas / de colores Alpino). Una espontaneidad nunca en detrimento de tonos más graves sobre lo artificial que malogra lo natural y predispone a una queja de suerte casi ecologista y a preservar su condición casi de lar o espíritu protector para el hombre (Maestro atento, el viento, / del camino que emprenden a altas horas / los insectos nocturnos, mis zapatos vacíos).
«Corchetes plateados» nos lleva al tema de la conciencia de feminidad que no solo es parte de la obra literaria de Ana sino centro mismo de su condición de ser humano reivindicativo y entregado sin cortapisas de miedo a lo que considera hermoso o justo. Nos trae de nuevo el recuerdo de una niña diametralmente enfrentada a la hipocresía moral, predispuesta a definirse en lo instintivo, cercada por la represión del goce como herramienta aún más siniestra de sometimiento vital (Su desnudez y olor, la gratitud del cáliz / bondadosa en las flores, / en nosotras sería / tara a extirpar, estigma) y, más tristemente aún, carne para el ejercicio de la atrocidad (Cultivamos, las niñas, / por mayo la flor rara, / aquella ingenuidad sin instrucción / que indicaba el mejor / lugar para golpear). En valiente reacción, lo subversivo es clave de aprendizaje y crecimiento y la identidad de la mujer como raíz genésica de lo vivo un ámbito firme en que resistir que lleva a hermosísimos textos de autoafirmación: Miente la perspectiva, el espejismo / de un mar traba la piel. Penélope / desprecia sus sentidos, se sabe la isla única, y, por supuesto, de aún más noble sororidad (Quiénes serán los míos / la próxima vez? / A dónde, mis hermanas?). Construir una conciencia femenina es simétrico a crear un lenguaje propio por la necesidad de preservar lo personal frente a lo dogmático que degeneraba en mudez (Hace mil años que está mi voz hurtando / palabras a los hombres con que poder decirse…).
«Una piedra de luna» quizá pueda calificarse como el “nocturno” del libro. Con toda la connotación de sugestión enigmática, libertad, sensualidad y aproximación a una vida auténtica desde lo clandestino de las sombras que nos sugiere el término desde como mínimo la época romántica. El espíritu “novaliano” es ya patente desde el primer y sintético texto: Soy / estrella, oscuridad / aunque amanezca. Y es Whitman quien parece reaparecer de nuevo en esa fusión indiscriminada entre el yo y el cosmos: El sol lo dijo -mi tamaño, las manos de mi padre-. Noche que es generadora vocacional de placer… pero también de una dulcísima apatía (pecado de “molicie” la llamarían los moralistas) que podría pasar como sucedáneo de ese goce y que a través de lo que escapa a la medida de lo humano parece dejar pistas certeras sobre la propia identidad (Estrellas que agonizan en galaxias remotas / escriben la epopeya de mis días. / Hay un misterio en todo y todo en él/tiene que ver conmigo). Hasta atmósferas más de “novela negra” que propiamente de lírica se suceden en ese catálogo de fascinaciones que es la noche para nuestra poeta (En el hambre de una noche perfecta, / cualquiera puede ser / el asesino), además de esa “bohemia canalla” que tanto nos fascinó en su poemario “City” (La ciudad se traviste los viernes, / su cintura ominosa / y su traje de luces, su desdén). Y al final como una epopeya, sembrada de trampas y pruebas para la supervivencia, de la que felizmente se regresa para asistir con alegría al continuo perpetuarse de la vida… aunque sea la promesa de otra lucha cruenta (Regreso de mi viaje al final de la noche. / Salgo de la entropía / al exiguo consuelo de este sol invernal, / y está la vida ahí, su bombilla y su horario, su leche caliente / Se repliegan los monstruos para afilar sus alas).
«El hilo de hilvanar», a su vez, podría ser el “cancionere” amoroso de la caja. Y de Dante o Petrarca parece esa zozobra que suscita el amor que se imagina más que se vive (Canto primero de tu amor. / Canto de los que pasan desvelados / las noches por el beso de un extraño). Se canta al amor como imperativo vital y no elección aunque desprendido de la carga trágica a que la predispone el tópico del “fatum” (también en el poema sobre el ciervo se percibe ese nuevo ángulo de mirada a imágenes consolidadas en la tradición) y enternece esa visión que lo sugiere como un don que merecemos… precisamente por todos nuestros defectos (Doy gracias a los hados / por mi ser inconstante, / que hasta ti me condujo). El desgaste erótico de los cuerpos parece dar una dimensión más ancha y luminosa a la elegía y retoma las paradojas (“amada en el amado transformada”) de enajenación en el otro de los místicos (Son dedos de mis manos / los tuyos, / como míos responden y son míos. / No nos conocen los de los demás). La complejidad psicológica de la pasión confunde los roles del agresor y la víctima y asoma cierto poso cernudiano en la identificación plena entre amor y existencia (ese “no morir porque no se ha vivido” ante la carencia de dicha emoción que sobrecoge en los versos finales de “Si el hombre pudiera decir lo que ama”). E incluso llevando la idea un poco más allá, el deseo puede ser incluso el momento genésico en que se encarna todo lo existente.
«La cinta roja» parece atarse de manera natural con el previo «Corchetes plateados» al afrontar como tema preminente una vivencia de la maternidad que ahonda en la visión de lo femenino. El embarazo se cuenta con espíritu de “contrafacta” en que lo religioso se invierte a lo corporal (Llena de gracia soy, / tapizada de flores, esponjas y sargazos. / Si hay dios, ocurre en mí) y otros poemas insisten en esa naturaleza no divina sino carnal de nuestra raíz. Abruma el nacimiento como un puñetazo en mitad del reino de la muerte, un prodigio obrado como venganza ante el vacío ante cuya pujanza incluso se doblegan las normas elementales de la física (El tiempo se ha curvado en su momento / y lo que sabe, soy, /aunque venga aprendido / de trueno, de caída, de risa, de sorpresa). Por ser un vínculo que trasciende lo físico, lo maternal se convierte en clave para la asimilación (incluso intelectual, no solo afectiva) del mundo y nos convierte en réplicas inconscientes de ese “eterno retorno” que relativiza la muerte (A su nombre atesoro / sortilegios, nenúfares y otras extrañas flores / que le han pertenecido en su vida interior). Las sensaciones placenteras de la maternidad culminada apuntan a la preservación de la propia infancia, a una serenidad que la convierte en tregua o remanso vital y a un redescubrimiento atrevido de la propia sensualidad (Buscaba, animal nuevo, sus / olores nutritivos, pero olía / a mis besos, saliva y libaciones). Pero como no hay placer que se nos entregue sin pánico a su pérdida, también hay una mínima raíz elegíaca en ese estado de plenitud que determina el tono, aunque también para validar el dolor de crear a otro como una aventura legítima, del impresionante texto con que se cierra esta sección: No hay como desatar / el nudo de la vida sin romperlo. / Quién deja de caer? / Quién, aladas escápulas? / Pero es elástica, amor, la cinta roja.
«Dos dedales» retoma la temática amorosa pero quizá para incidir en su faceta de más expresividad carnal. Se retoman parte de las ideas apuntadas sobre el sexo como profanación, audacia, valentía en que lo existente parece ganar una capa adicional de espesor cuando tal vez se temía su deshacerse como algo etéreo. Se apuntala lo carnal en una complicidad tan genuina que su verbalización puede convertirse en un estorbo (Peces voraces / me escalan el vientre / cuando en silencio aguarda / su silencio del mío la señal) y se transforma a la vez en un oficio (el deseo se “ejerce”) y en un itinerario de aprendizaje (He aprendido una lengua, / traducido con ella / el borbotón rosado, el agua alzada). Hay poemas que constituyen una variante sobre géneros clásicos. Como este “himeneo” que podría ser de Safo si no fuera por su manera de replegarlo a la propia intimidad para ser canto autónomo del propio placer: Ropa interior de boda, / un gato blanco, una verdad menor / y apréstase la miel a ser paloma / que cultiva su hueco / y olvida su nombre. Viene de visita el deseo que crea caretas y revuelve las identidades con su fingimiento (esos seres “puros, pero no buenos” que son “dos anfibios que tienden celadas en su hambre”) y, como en Virgilio, aunque en este caso desde su satisfacción y no desde su expectativa frustrada, se le canta como desarmonía de la naturaleza (Contra mí bate el viento un ápice de arena, / desploma las cornisas y los acantilados / de los espacios íntimos, /y ordena la mudanza del granito). Ese amor apurado hasta las heces queda retumbando en un espacio más ancho que la memoria y más allá de su clausura, aunque la reciprocidad es la condición indispensable para que se pueda edificar esa persistencia (Mi placer sin el suyo, alguien sin mí, / ese lugar no escrito, el grito mudo, / un grillo en sol menor en la mitad del trigo). Como en otras partes del libro, el vino original se derrama en odres antiquísimos. Aquí, y por ejemplo, en la recuperación del “hortus conclusus” (de origen erótico antes de su reciclaje cristiano para asociarlo a la Virgen) y la aplicación medieval de lo bélico y lo épico al sexo: Paraíso excluyente, señorío, / te defienden el pubis caracoles con lanzas / pero un caballero en la ecuación, perfecta incógnita, / al agua de las fuentes hace sangrar dos lunas.
Más breve pero no por ello menos logrado es «La precisa bobina de hilo negro». En la que abunda una temática amorosa y erótica que lo emparenta con los citados «Dos dedales» y «El hilo de hilvanar». Como una pequeña luna de Saturno pivotando en torno a ellos. Pero con una personalidad propia que quizá radique en su tono más expresivo y dramático. Como en el retrato de un amor cuyo primer instante, más que euforia o inocencia, es un presagio severo de su final después de mostrar una faceta espectral casi de mujer becqueriana (Otros también me aman / -mis fantasmas-de forma parecida). Y hasta desdibujarse en el rencor como en un poema de conjuro de los trovadores medievales (Que nada le doliera / si no era con mi nombre, y con mi nombre / que nada le dejara de doler. / Así rogué, así fue y así se hizo). Y también patente en la manera en que caracteriza la voracidad de la muerte, intensifica la virulencia del combate contra uno mismo y deja inquietantes evidencias de cómo el mal aflora en la ausencia de bien como quien comete un pecado de omisión (No volverás a estar a salvo en el silencio. / La violencia ha mutado, ahora es también / esta incapacidad de un gesto hermoso).
Quizá sea un error de percepción (aunque un título como «Un archipiélago de botones sueltos» parece muy significativo…) pero considero que «Un surtido de agujas» es, junto al que acabo de citar, la sección del libro que apuesta más por la variedad temática que por la hilazón de la estructura en torno a un motivo central. En su estimulante (y vocacional) anarquía semántica, encontraremos aterradoramente caracterizada nuestra pulsión a comunicarnos pese a la conciencia de su inutilidad (La lengua es el músculo / menos dado del mundo / a la renuncia) y serán frecuentes los tonos cívicos y sociales a menudo en escenas de un dramatismo que sobrecoge, especialmente si atienden al tema del niño como víctima predilecta de cualquier abuso, una certeza que solo puede expresarse afilando hasta el límite la rabia (Diez mil niños se pierden como diez mil razones / para quemar el mundo y orinar los rastrojos). Hay reflexión metaliteraria en el recordatorio de que lo escrito deforma más que retrata de forma mimética. Una desmitificación de la muerte a golpe de irreverencia , de la propia personalidad como una capitulación y no una elección, del otro como una dimensión no paralela sino ajena y la consoladora sugerencia de que el dolor no pueda ser sino otra ficción más (La angustia busca / estúpidos disfraces, / como el del amor) o como el mundo nos ama con más intensidad a medida que nuestros semejantes nos olvidan, así como tonos casi manriqueños o fraylusianos en su relativización del valor de lo material (Otra fortuna hubieras en vez de tu fortuna / ahora que no hay batalla, que no queda / más mundo a conquistar / y que, a escondidas de los felices, lloras). Se retoma lo amoroso para retratar la pasión como una combustión espontánea de lo criado en nuestras carencias o ese frío de quedar a la intemperie de uno mismo que junto al “no sucedimos” nos trae a la mente aquella pasión forzosamente abortada de Idea Vilariño por Onetti. Y algunos textos son como una taxonomía científica (alternativa) de seres frágiles cuyo único hábitat posible es la soledad o el dolor: Los hombres topos asoman / una primera vez al exterior / y la certeza del sol les ciega, les deslumbra. / Asumen que la luz es un castigo. «Un archipiélago de botones sueltos», aunque comparte con la otra sección mencionada su aspecto (quizá más superficial que esencial) de “cajón de sastre” tiene una seña temática propia en la abundancia de textos que remiten a ubicaciones geográficas concretas (los mercados de Goma, París y su Notre Dame en llamas, Riga y los “paraísos artificiales” que ofrenda como evasión) y otra en que el retrato de la pobreza no solo atiende al desgarro sino a su condición de aliento inadvertido de la realidad (En Nueva York / los sinhogar aportan / el calcio necesario a los cimientos / y a la nieve, baratos humores cristalinos).
En lo estilístico, se confirma esa cercanía de muchos textos a un tono conciso, de máxima de sabiduría con rotundidad lapidaria y se edifican paradojas como aquella que hace radicar la clave de lo propio en la potencialidad para destruirlo (Porque era tuyo / lo arrojaste al agua, / así siempre sabrías dónde hallarlo), la del mar (tan juanramoniana…) del mar como quietismo y movilidad incesante y el yo como el hallazgo del más encarnizado enemigo (Me ha retado de nuevo, / me ha vencido / el adversario peor en el espejo). La imaginación fluye por el motivo clásico de la metamorfosis y una sola imagen plena de sugerencia nos lleva a esa definición de Faulkner de la literatura como una luz mínima pero tan expresiva que puede casi más calcinar que iluminar (Acaso, recordar / como pudiera un fósforo quemado / sustentar la memoria del calor y la luz), así como su instinto para lo políticamente incorrecto al humor negrísimo (Mi abuela / eligió el vestido de su entierro / con anticipación de novia). Una suerte de interextualidad «invisible» puede ser el eco rosaliano y machadiano a la vez (tanto les gustaba a ambos esa concepción del dolor como la prueba más fehaciente de que se había transitado la existencia) de este breve poema: Bésame-dijo / sólo donde me duele. / Esa parte de mi que sé que está viva. Hija de Cortázar o de Woody Allen podría ser la comicidad conseguida mediante la parodia o el pastiche de textos expositivos o prescriptivos. Como bien podría ser un cuento en miniatura de Flannery O`Connor (cómo no recordar a ese predicador de la religión sin divinidad que se cegó los ojos con lejía) este poema: En la ciudad sin fe nunca apagan los bares / ni cierran las iglesias. / Su belleza sin dios es un consuelo / y no hay horario para el desconsuelo. Y desde luego irrumpe la “posmodernidad” con todo su absurdo y su falta de autenticidad.
Creo que es pertinente concluir el comentario del libro (qué más da abusar un poco más cuando el abuso verbal (mío, no de Ana, claro está) ya se ha cometido) justo regresando a las palabras iniciales de la poeta. Cuando evocaba esas cajas de costura de las niñas “buenas” que creaban una ilusión de orden que la vida no puede corroborar, de la que ella se sentía al margen por su desafío a lo convencional pero a la vez sintiendo una diminuta nostalgia por esa sensación de seguridad o abrigo que no podía hacer suya. “Coleccionar todo ha requerido tanto tiempo que he compuesto sin querer este crucigrama blanco, en el que sólo en el conjunto se encuentra la respuesta”, confiesa Ana en las líneas finales de ese pequeño prólogo. Y sin duda hay que confirmar con ella que es una obra mayor, la que bien podría ser el resumen antológico de toda una trayectoria si no fuera por todo el tiempo y el talento que aún le queda por explorar, y que a ella le ha valido esfuerzo y dolor… para el lector solo placer y ese privilegio de asistir a algo realmente auténtico.
RAFAEL ESCOBAR
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Cuando Ana Ares publicó, en la pandemia, su poemario City, ofrendado a Madrid, yo escribí sobre él y dije que la poeta, en este libro, veía poblado Madrid de elementos estáticos, “margaritas, amapolas, basura”, y dinámicos, “coches con amantes”. Ahormó un vigoroso canto partiendo de lo urbano más mísero, como la prostitución en el polígono Marconi, dotándolo de una visión impresionista de la noche, válida como introducción a toda noche: “Hay lúbricas señales de advertencia / en el advenimiento de la noche.” La trova dedicada a la ciudad realizada por Ana Ares discurría por una entera lucidez (“Yo miento sobre ti porque te amo”) que fija en la urbe una certera y sobrecogedora estampa, fiel a una apreciación que rebosa justeza en la correspondencia del verismo de Madrid con la fuerza de la palabra poética.
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En definitiva, la poesía de Ana Ares es altamente testimonial ascendiendo a acendrado lirismo, clave de ese habla especial en que consiste el discurso poético. Y este inmanente testimonio, surge nada más echar a andar La caja de costura: «Curriculum: de cría a mujer sinuosa, / de lagartija en las paredes blancas / a salamandra travestida de río.» «Camino a medios pasos. / Soy mis pies y mis ojos, / la dirección que tomo, la tierra bajo el pie. / Dudo de mí y sigo caminando.» «Tuve una maleta / que usaba solamente para huir, / verde y ligera, del escueto tamaño / de cuanto era mío.»