La tarde era apagada, desvaída. Él estaba deprimido. No le sucedía a menudo, pero esta enfermedad había sido larga, los aeropuertos seguían cerrados, las carreteras no recibían aún. Decidió salir a caminar. No quería decírselo a nadie porque no sentía que tuviera que. Y eso era suficiente. Ya entenderían sus hijos, su esposa, a quien amaba inmensamente cuando no deseaba ahorcarla.
Tampoco es que pensara desaparecer, como Wakefield. El plan era una caminata, en silencio. Cruzar un par de calles, unas avenidas, y volver. Pensó en llevar el celular pero para qué. Así que bajó las escaleras de su cuarto (ese donde solía dictar por Zoom dos veces a la semana), se puso las zapatillas en el recibidor, abrió las puertas verdes de su casa, las cerró, y empezó a caminar.
Se iba a llevar uno de los libros que estaba leyendo. Pero también pensó que para qué. Además de una identificación y una tarjeta de crédito que siempre llevaba en el bolsillo, no cargó nada. Salió.
La casa estaba sobre una colina desde donde se podía ver un pueblo más o menos pequeño. Unas ochenta casas que sobresalían entre los árboles, otras que seguro estaban tapadas por ellos, tal vez otras doscientas que no podía ver. Un Starbucks, un Black Cow, una oficina de correos, una joyería, un banco, una licorería, una heladería, una lavandería, una tienda de bicicletas, una librería, un cine, un grifo, un Diner, un bar, una cervecería, un club de comedia, un restaurante de comida china, uno de hamburguesas, uno de falafels, uno de mexicanos, un hindú, una estación de tren. Lo normal en un pueblo común de los suburbios de Nueva York. Y él: un hombre apenado. Y tal vez algo más.
Bajó por las escaleras de madera que conectaban su calle con otra más abajo. Esas que había renovado el Super de su pequeño conjunto habitacional (él se proclamaba, con cierta pretensión: Presidente de la junta de propietarios, Chair of the Board. Pero no era más que un viejo panzón, buenón, semirretirado, con ciertas ínfulas). Caminó derecho por la calle que bajaba hacia el pueblo, esperó en el semáforo y cruzó a paso lento la autopista Saw Mill Parkway. Dobló frente al cine, por el lado derecho del Dunkin Donuts. Ahí me lo encontré yo.
No recuerdo qué le habré dicho. Di media vuelta, me metí a conversar con la vendedora del Dunkin. Es una señora de Guatemala. Ella me había contado unos meses atrás que tenía un negocio de limpieza de casas. Le pregunté cómo le iba con la pandemia. Me dijo que «nada mal»: todos los gringos querían limpiar su casa porque estaban pasando los meses de confinamiento en la casa de la playa.
Con un café caliente entre las manos, volví. Esperé en el semáforo, crucé la Saw Mill Parkway, subí las escaleras de madera. Apenas entré, tiré el vaso vacío, aún caliente, en el tacho de basura del garaje. Para que mi esposa no me preguntara por qué no le traje uno. Subí a encontrarme con la familia.