Sin desayunar y con la garganta adolorida por los ensayos, Kissinger Miranda se dispone a salir de casa convencido de que hoy venderá una de las mejores canciones de su carrera musical. “Será un hit, marica, vas a ver”, dice, mientras se peina uno a uno los rulos negrísimos y lustrosos frente al único espejo que tiene. Es una mañana de enero y fuera de su sala de paredes de ladrillo, un sol imposible parece querer derretirlo todo en la calle La Conquista: casitas de madera con fachadas de colores, niños descalzos que juegan fútbol, un par de vecinas malhumoradas que riegan sus plantas, obreros sudorosos que abren zanjas en la tierra para el alcantarillado. Pero Kissinger Miranda, un negro alto y corpulento de la edad de Jesucristo, no pierde la sonrisa ante el calor sofocante y sale rumbo al estudio de grabación vestido como para una fiesta: cadena de plata, zapatillas Nike fosforescentes y una camiseta amarilla sin mangas que deja ver el tatuaje de una mujer-demonio sobre su hombro izquierdo. El cantante de champeta más famoso del barrio Nelson Mandela jamás luce desaliñado cuando sale a vender su música a las disqueras. Sobre todo hoy, que necesita dinero. Mañana su hija Kimberlay cumplirá trece años y ha prometido llevarle un pastel como obsequio.
Mientras se dirige al estudio, a unos minutos de su casa, Kissinger Miranda camina por las calles sin asfaltar como una pequeña celebridad: en algunas esquinas suenan sus canciones a todo volumen, las chiquillas lo saludan, los niños lo abrazan, las madres lo bendicen. Ya nada queda, asegura, del chico violento que fue: el jefe de la pandilla Los Rastas, el que andaba con una navaja escondida en el cinturón, el que apuñaló ocho veces a un hombre por la espalda y disparaba a quemarropa su revólver calibre 38 si alguien lo retaba. “La música me ha salvado”, dice el músico colombiano desde el estudio de paredes blancas, mientras escucha el demo de su último single, y que habla precisamente de su historia.
Kissinger Miranda llegó a Nelson Mandela con sus padres y hermanos a mediados de los noventa desde otro barrio cercano, poco después de que cientos de familias afrodescendientes de distintas zonas de Colombia ocuparan terrenos baldíos en la periferia de Cartagena de Indias. Eran los desplazados que huían de la violencia de paramilitares y guerrilleros. La familia Miranda-Castillo no vivió lo mismo, pero invadió un terreno al igual que ellos. Ahora, casi veinte años después de aquel éxodo, Nelson Mandela es un terreno árido y polvoriento tan extenso como cincuenta canchas de fútbol juntas. Ocho mil familias –obreros, vendedores de lotería, empleadas domésticas, ambulantes– se ganan la vida allí o fuera del barrio. También procuran que sus hijos no terminen presos o asesinados por andar en las pandillas. “Quiero que mi gente se identifique, hacerlos rumbear pero también pensar. Por eso canto sobre lo que he vivido”, dice el artista, que ha grabado más de cien temas de champeta, ese género musical de ritmo cadencioso y raíces africanas que hoy hace bailar a toda Colombia. Las letras de Kissinger hablan de amor, de decepciones, de la vida dura que se lleva en el barrio más empobrecido de Cartagena, famosa por sus murallas, monumentos de mármol, viajeros adinerados y hoteles de lujo. Nelson Mandela es ese lado del Caribe colombiano que jamás aparece en las guías turísticas.
A Kissinger, sin embargo, poco le importa la indiferencia. “Porque ahora hasta los que tienen plata bailan mi música”, dice el artista que cantó en el certamen de Miss Colombia 2012 ante una multitud. La fama no era gratuita. Desde que la champeta nació en los barrios marginales de Cartagena a inicios de los noventa este género se ha expandido con los años hasta colarse en las fiestas de la alta sociedad. La música que antes bailaban pandilleros y escuchaban las empleadas del hogar, esos covers de bandas africanas con letras delirantes y sexuales, se estilizaron y comenzaron a sonar incluso en Venezuela, Panamá y México. La difusión de las radios ayudó. Los videoclips de HTV y Youtube evidenciaban que la champeta podía ser una industria rentable. Los cantantes del género se volvieron ídolos: desde Charles King, Saiyayin y El Afinaito hasta Papo Man, Kevin Florez y Mr. Black. “El reggaeton está en picada, nosotros en subida”, ríe Kissinger Miranda, el chico del Talento Natural, quien sólo usa el nombre que le puso su madre luego de ver una película sobre el político que negoció el fin de la guerra en Vietnam.
Kissinger no tiene idea de dónde queda ese país.
Kissinger anhela grabar un disco en Nueva York.
Kissinger sueña con poner a bailar a todo el Festival de Viña del Mar.
Kissinger compone sus canciones de memoria.
Kissinger no acabó la secundaria.
Kissinger quiere ser el próximo rey de la champeta.
Kissinger gana hasta cuatrocientos dólares por cada canción que vende.
—No es poca plata –ríe el músico fanático de 50 Cent y Calle 13.
Kissinger espera tener buena suerte hoy.
Ahora, mientras se dirige a encontrarse con el productor David Borraz en el mercado de Bazurto, en un puesto de ropa urbana importada de Nueva York, se le nota ansioso. Borraz –pelo blanco, gafas de sol y camiseta azul Lacoste– es uno de los pioneros en la industria de la champeta. Cada vez que Kissinger compone y graba una canción nueva se la enseña antes a él para saber su opinión. Así se asegura de que la canción realmente sea un hit y pueda verderla a las disqueras a un buen precio.
—No lo sé, Kissinger –le reclama Borraz, rascándose la cabeza. La música suena fuerte desde unos parlantes–. Esta canción no es comercial. Es como si la hubieras hecho para ti.
—No joda, cómo va a decir eso si está bacano. Es mi historia –le reclama el músico, aburrido de esa fórmula usada por artistas que solo cantan sobre desamor o sexo para ser éxitos en ventas. Kissinger quiere seguir su propio camino.
Mucho antes de ser el cantante de champeta más famoso de Nelson Mandela, Kissinger Miranda era un niño que jugaba a ser artista. Le fascinaba bailar, tocar percusión y moldear unos parlantes pequeños con arcilla para luego ponerse a cantar en la puerta de su casa, imaginando que escuchaba música. Pero su familia valoraba muy poco su talento. Su hermano mayor –de piel blanca, como la de su madre– lo pateaba, lo insultaba y humillaba por ser negro. Durante esa época, el futuro músico sentía tanta ira contra su hermano que un día casi lo mata de un machetazo en la cabeza. Kissinger tenía ocho años cuando huyó de su casa para irse a trabajar con un carnicero. Doce cuando embarazó a una chica tres años mayor que él. Trece cuando tuvo el primero de sus ocho hijos, todos con mujeres diferentes. Catorce cuando intentó matar a su hermano otra vez, emboscándolo en la calle con un cuchillo. Quince cuando grabó su primer single. Se titulaba El Piojo y lo catapultó al éxito. Sus primeras canciones sonaban en los pick-ups, esas fiestas itinerantes donde los jóvenes van a bailar champeta. Tenía fama, mujeres, voz melodiosa, dinero en los bolsillos, una pandilla de veinte chiquillos que él lideraba. Tenía un revólver.
Nadie se atrevía a desafiar a Kissinger.
Mejor dicho, nadie pudo hasta que cumplió diecisiete y conoció a Cruz Padilla, una negra de ojos pardos y caderas anchas que trabajaba como voluntaria en un centro comunitario de Nelson Mandela. Kissinger se enamoró de Cruz. Ella lo ayudó a moderar su ira y tuvieron un hijo llamado Kissinger Jared, un niño encantador que hoy tiene nueve años, y sueña con ser doctor, cantante y futbolista, todo al mismo tiempo. “Ser padre me ha cambiado”, reconoce Kissinger, mientras mira las fotos que tiene de sus ocho hijos en su smarthphone.
A las seis de la tarde, luego de cerrar la tienda de ropa, Kissinger Miranda y su productor salen a vender la nueva canción. Cruzan la avenida Pedro Heredia, frente al mercado, y pasan junto a un antiguo centro comercial de paredes verdes, que antes fue el teatro donde se daban las primeras fiestas de música africana en Cartagena. “¡Mr. Black está allí! Vamos a saludarlo y nos vamos a la disquera”, dice el productor y suben al segundo piso, donde hay un estudio de grabación. A Kissinger no le gusta mucho la idea, pero no dice nada. No todos los días puedes estrechar la mano de Mr. Black, el ídolo máximo de la champeta. La venta del nuevo single tenía que esperar.
El estudio Romi es algo así como el Abbey Road de la champeta: los grandes músicos del género suelen grabar sus discos aquí por la acústica especial que le da sus paredes de madera. De pie, frente a la consola, Mr. Black –dreads larguísimos, tatuaje con su nombre en el brazo izquierdo y reloj de oro en la muñeca– escucha la mezcla de su nuevo disco. Mr. Black saluda con frialdad a los desconocidos, incluso a Kissinger. El productor David Borraz dice que ambos artistas tienen la misma voz aguda y melódica, y eso no le gusta a Mr. Black, que también viene de una familia pobre como la de Kissinger. “Hay muchas envidias”, dirá luego Cruz Padilla, su mujer. “A algunos se le suben los humos cuando comienzan a tener plata”.
Pero Kissinger Miranda jura que él es distinto. Que aún cuando sea famoso no se mudará de Nelson Mandela como han hecho algunas estrellas de la música. “Este es mi barrio y yo me quedo aquí. Quiero que otros jóvenes vean que sin armas pueden salir adelante”, dice el músico que también apoya en trabajos comunitarios enseñando a otros chicos a tocar instrumentos y a cantar. Kissinger, sin embargo, admite que todavía tiene problemas para controlar su ira. Por eso va todos los miércoles a una iglesia evangélica a unas cuadras de su casa y lee la Biblia por las noches. Pero a veces ni la religión ni la música le funcionan. Entonces viaja una hora hasta al centro de Cartagena, donde está la ciudad amurallada, alquila una bicicleta y pasea sin rumbo entre las calles de piedra llenas de turistas, rumberas y vendedores de fruta, hasta llegar a la playa. Allí, lejos del barrio Nelson Mandela, casi nadie lo reconoce al verlo pasar. Y eso le gusta.
Son casi las ocho de la noche. En unas horas Mr. Black subirá a un avión rumbo a Nueva York donde le dará los toques finales a su nuevo disco. Mientras, Kissinger Miranda sigue de pie, esperando en un rincón del estudio, con las manos en los bolsillos. Conforme han pasado las horas, la sonrisa grande que lucía temprano se ha ido transformando en un gesto duro de labios apretados. Kissinger solo quiere que su productor deje la charla con Mr. Black para ir a vender su single de una vez por todas.
—Necesito la plata –le reclama Kissinger con voz tímida, fuera del estudio.
—Tiene que ser paciente, ¿oyó? –le dice el productor, dándole una palmada en el hombro–. Recuerde que Mr. Black ha luchado diecisiete años para estar donde está.
Kissinger Miranda, el cantante más querido de Nelson Mandela, mira el piso y ya no sonríe. Recibe unos pesos que su productor le da y se marcha sin despedirse. Fuera del viejo centro comercial, la avenida Pedro Heredia está repleta de autos y bocinas impacientes. La noche es calurosa. Algunos choferes se detienen y saludan al músico, que destaca en la oscuridad por sus zapatillas naranja fosforescente. “¡Hey, Kissinger!”, le grita uno. Entonces él les devuelve la sonrisa y cruza la avenida para tomar el ómnibus que lo dejará cerca de su casa, en su calle de tierra llamada La Conquista. “Mañana será otro día”, dice Kissinger y se despide pensando en cómo conseguirá el pastel para su hija. Mañana es su cumpleaños y no quiere llegar con las manos vacías.
Esta crónica se realizó durante el Taller de crónicas con Jon Lee Anderson en el barrio Nelson Mandela, que realizó la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) y la Fundación Tenaris Tubocaribe, entre el 2 y el 6 de febrero de 2015 en Cartagena, Colombia. Está recogida en Lamula.pe.
Joseph Zárate (Lima, 1986) es periodista. Fue subeditor de las revistas Etiqueta Negra y Etiqueta Verde. Ganador del Premio Ortega y Gasset 2016 a Mejor Historia o Investigación Periodística, hizo parte de la Selección Oficial de la Categoría Texto del Premio Gabo 2015. Ha sido tallerista de la FNPI y fue seleccionado en 2012 como parte de la nueva generación de Nuevos Cronistas de Indias. Autor de crónicas y perfiles en medios como Asia Sur y Ojo Público (Perú), Buensalvaje (Colombia), Mundo Diners y Gkillcity (Ecuador), Internazionale (Italia), Pointzine (Chile), International Boulevard y Univisión (Estados Unidos). Su trabajo fue incluido en el libro ¡Atención!, antología que reúne diez reconocidos reportajes de Latinoamérica, traducidas al alemán. Vive en Barcelona. En FronteraD ha publicado Lo que dejamos al otro lado del muro. ¿De qué es capaz una mujer cuando una frontera le impide estar con sus hijos?