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Mientras tantoLa canción del naufragio

La canción del naufragio


 

Últimamente me reúno en ciertos Cafés extrafalarios con una mujer vestida de colores que me envía Pirandello. Mi remitente la llama Fantasía, aunque yo la conozco como la dama del arte.

 

Una visita imprevista me hacía acudir a nuestro último encuentro con el tiempo justo. Trasegaba por las líneas de Metro como un ogro calzado con sus botas de siete leguas. Aunque viajo sin reloj, al bajarme en mi estación, presentí que no llegaba demasiado tarde. Oteaba en marcha los muros ocultos, que habían dejado las últimas obras al descubierto.

 

Al subir el primer tramo de escaleras, descubrí un crucero de galerías alicatadas de blanco roto por el tiempo, con su ábside al fondo. Y aunque había un músico sentado en el centro, no dudé en invadir su espacio, para intentar leer un antiguo rótulo, que anunciaba algun misterioso producto en otro tiempo consumible. El deambular incesante de los viajeros, me protegía de la mala conciencia de estar profanando la capilla del músico.

 

Observé de cerca las letras sin conseguir descifrarlas. Sin embargo, por tenerla tan cerca, comencé a notar que de aquella música emanaba algo portentoso. Como si me hubiera plantado en el centro de una plaza de toros, junto al torero danzando en lucha contra su morlaco.

 

El hombre no tocaba el violonchelo, le hacía el amor públicamente en una encrucijada del metropolitano. Era el día 21 de diciembre, cuando comienza la estación oficial del invierno.

 

Tampoco era un violonchelo corriente, sino un rasgo en el aire de ese instrumento; un garabato, como un ocho dibujado sólo por la parte izquierda. Carecía de caja de resonancia, sólo una estructura en cruz, a la que se tensaban las cuerdas; y a través de las que se veían las piernas del intérprete. Del violonchelo transparente partía un cable que acababa en un bafle con un pilotito rojo.

 

Tenía los ojos cerrados el músico y la columna vertebral arqueada. Y aunque no cesaba de agitar su cuerpo, todo el impulso se concentraba en su mano derecha, empuñando el arco más como un arma o una herramienta.

 

No tocaba música clásica, ni armoniosas melodías doradas o escarlatas. La suya era una media música, un medio quejido, una media lucha por la supervivencia, como si cantaran las ballenas a través de aquel medio instrumento con aguda belleza del diablo.

 

Tortura y pasión rezumaba aquel concierto inesperado. ¿Sería escandinavo el artista? Su universo sonoro podría abrigar una película de Stanley Kubrick o de Ingmarg Bergman. En las pequeñas galerías abovedadas del Metro, la música resonaba como si fuera la voz de un naufragio, más amarga que el destino de un hombre de seis metros, que estuviera allí mismo muriendo y cantando. 

 

Algún viajero se paraba, impresionado, a darle una propina a aquel músico intenso y extraño. Su ola de música entraba por los sentidos, revolviéndolo todo por dentro.

 

Aunque ya llegaba tarde a mi cita con la dama del arte, mis pies se quedaron clavados al suelo, retenidos por la fuerza de aquella música embriagadora. Mis péndulos de detección del misterio se detuvieron como la aguja imantada se vuelve loca de fidelidad por el Norte. En ese despreciable callejón en penumbra, por debajo del asfalto, se estaba produciendo un milagro artístico. ¿Cómo iba mi excelsa dama del arte a molestarse por mi retraso, si lo había provocado un tropezón tan sagrado e irrefutable?

 

La voz de dios se escucha de pronto en cualquier parte, y no sabemos reconocerla.

 

Algún macarra -llena de rastas la cabeza- intentó detener a su novia, diciéndole: “El tío éste es la polla de bueno. ¿No te das cuenta, cómo toca?” Pero ella se hizo la sorda, y siguió tirando de él para llevárselo de tiendas.

 

En las grandes ciudades todos sus habitantes se vuelven locos por navidades. Deambulan frenéticamente por calles y plazas, atracando comercios con sus infinitas compras, y produciendo, a su paso, colapsos angustiosos. Se hace urgente y necesario consumir espiritualidad enlatada y recalentada a fuego lento; pero no somos capaces de darnos cuenta, y pasamos de largo ante un suceso extraordinario que nos reconforta tanto por dentro.  

 

Aunque mi más fuero interno se hubiera quedado hasta el final de aquel concierto tan beatífico como terrible, forcé mis pies a despegarse del suelo, para encaminarme hacia el encuentro con mi dama, que me recibió con preguntas inhóspitas acerca de mi tardanza. Resignarse a algo no significa comprenderlo. Me sentí culpable, mientras ella me llevaba a conocer la artística trastienda de una panadería, convertida en café por unos argentinos con patente belga.  Así van dibujándose, caprichosamente, nuestras biografías navideñas.

 

 

 

 

 

 

 

 

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