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AcordeónLa cara oculta del Londres olímpico

La cara oculta del Londres olímpico

Para entender Londres hay que vivirla. De nada sirven los análisis a distancia de una realidad que es, en gran parte, desconocida para quien visita la ciudad por un corto periodo de tiempo. Londres es mucho más que la ciudad del Big Ben, de los autobuses rojos de dos pisos y de la boda real de Will & Kate. Las revueltas de la semana pasada, además de dejar cinco muertos, cientos de detenidos, y cuantiosos daños materiales han sacado a la luz una realidad que los propios británicos han preferido no ver durante muchos años. La cara sucia de la ciudad que albergará los Juegos Olímpicos en 2012 era, hasta hace unos días, una gran desconocida para el resto del mundo.

 

Londres se siente muy orgulloso de su diversidad, aunque lo que no se difunde es la violencia, mucha generada por insuficientes medidas sociales, inconsistencias en el sistema educativo y el progresivo recorte del gasto público.

 

Los londoners compartimos calles, nos estrujamos en metros y autobuses y sin embargo nuestras vidas no pueden ser más dispares. Y no es sólo el Támesis el que nos divide en norte y sur. Hay diferencias palpables entre barrios: desde  los atuendos de  los vecinos, los olores, la altura de sus edificios, el tipo de comercios, los restaurantes y bares, los decibelios que retumban en las calles principales, las películas en la cartelera del cine local hasta la suciedad de las aceras. Detrás de todas esas diferencias están sus habitantes, algunos llevan toda la vida, otros llegamos hace unos años y muchos acaban de aterrizar. Cada uno con un bagaje diferente y buscando hacerse un sitio, y cuando los recursos son limitados la cohabitación no resulta fácil.

 

Siempre he vivido al sur del río, antes en Brixton y, desde hace casi seis años, en Peckham. Ambos barrios han sido escenario de sendos saqueos y batallas campales contra la policía. Ha pasado más de una semana desde que empezó toda esta crisis, desde que mataron a Mark Duggan en Tottenham, desde que tuvimos a los helicópteros dando vueltas encima de nuestras cabezas y a las sirenas de la policía quitándonos el sueño.

 

Cuando todo el mundo criticaba a la turba y a la violencia descontrolada, me sorprendió ver lo selectivo de los ataques en mi calle principal. Además de los publicitados saqueos de las tiendas de deporte y de artículos de electrónica, me llamó mucho la atención ver los otros objetivos: las grandes cadenas de supermercados que, con sus agresivas estrategias comerciales, arrinconan y arruinan las tiendas de barrio, los locales de apuestas, las casa de empeño o las cadenas estadounidenses de comida rápida. Por el contrario, la gran cristalera de la tienda de bicicletas de la que es propietario un pelirrojo encantador o su vecino, el barbero de origen caribeño, fueron felizmente ignoradas por la oleada.

 

El centro de Peckham ha recuperado bastante rápidamente su fisonomía y la mayoría de los cristales han sido repuestos. Los disturbios de la noche del lunes 8 de agosto golpearon con fuerza a la comunidad. El ambiente del martes era de calma tensa: locales cerrados y policías por todos lados. Diez días después aun permanece cortada parte de la calle principal en el punto donde un edificio terminó en llamas y todavía lucen los post-it pegados en la pared del Poundland, que espontáneamente se convirtió en muro del recuerdo. Hay mensajes de paz, de ánimo y de apoyo; hay mensajes religiosos, de protesta y mensajes que simplemente dan en la diana: “La discriminación existe, no pongas las cosas peor”.

 

Justamente ahí está el problema. La mayoría de los que salieron a protestar creen que no se puede estar peor, que no hay nada que perder. El Reino Unido tiene unos niveles de desigualdad superiores a muchos países desarrollados. Quizá por esa razón le cueste tanto trabajo a la Europa continental, mucho más igualitaria, entender de qué trata toda esta revuelta. Un informe publicado en enero de 2010 y titulado Anatomía de la desigualdad económica en el Reino Unido lo detalla: la pobreza acompaña toda la vida de muchas familias e incluso salta a las siguientes generaciones, y los niveles de desigualdad actuales son superiores a los que existían hace treinta años.

 

Cuando un bebé nace en Peckham, una trabajadora social va a visitar la casa donde aterrizará ese niño nada más nacer. No importa el color o la procedencia de la madre o de la familia, el sistema sigue un procedimiento necesario en Southwark, el ayuntamiento al que pertenece Peckham, donde el 50% de la población pertenece a alguna minoría y donde dos tercios del total vive bajo el umbral de la pobreza, según un estudio de la Agencia Londinense para el Desarrollo. El mismo estudio apunta que de los 354 gobiernos locales de Inglaterra, Southwark ocupa el lugar 17 en la lista de los ayuntamientos más pobres. En Peckham, 6 de cada 10 viviendas son alquiladas por al ayuntamiento o por una cooperativa de vivienda: el porcentaje más alto del Reino Unido. Y sin embargo muchos de sus habitantes no encuentran la manera de escapar de este círculo de marginación. Una clara diferencia que existe en esta sociedad individualista en relación a sociedades más comunitaristas es la intervención del Estado en los asuntos domésticos. Se espera que el Estado proporcione una vivienda y se haga cargo de los gastos básicos de los más desfavorecidos, unos mínimos que en sociedades como la española son cubiertos por la familia.

 

Se trata, ni más ni menos, que de una versión siglo XXI, multirracial y multicultural, de la Inglaterra de Dickens, donde el camino se hace muy cuesta arriba para los que vienen de un entorno desfavorecido. La educación escolar es obligatoria y gratuita y sin embargo hay un alto número de analfabetos funcionales y los jóvenes, tanto blancos como de minorías étnicas, se enfrentan con dificultad a sencillas operaciones matemáticas. La calidad de la educación está muy relacionada con la ubicación de la escuela y el nivel socioeconómico de los padres. Si uno vive en un barrio pobre, únicamente tendrá acceso a una educación deficiente, que con mucha probabilidad interrumpirá antes de terminar. Una vez más, visto desde fuera, cuesta entender la decisión de muchos padres de mudarse a barrios mejor situados para tener acceso a escuelas públicas de calidad, ya que los colegios privados, con tarifas que rondan las 10.000 libras al año, escapan al alcance incluso de profesionales con altos ingresos.  

 

Un estudio de 2008 en las escuelas de Southwark puso de manifiesto el racismo encubierto de muchos maestros que prestaban menos atención y por tanto esperaban menos de los estudiantes negros, muchos de los cuales terminan finalmente abandonando los estudios. El informe desató un escándalo, pero los datos son concluyentes: aunque las diferencias han disminuido, no han desaparecido, y los niños pertenecientes a minorías negras o a hogares mixtos son expulsados de la escuela en una proporción tres veces mayor que los niños blancos. Y eso por no hablar de los embarazos adolescentes, no en vano el Reino Unido lleva dos décadas a la cabeza de las listas europeas en nacimientos de madres menores de 20 años.

 

Eso en términos de educación básica. El panorama es todavía más desalentador si hablamos de educación universitaria. Las protestas estudiantiles del pasado diciembre contra la subida de las tasas universitarias fueron un aviso del descontento de los jóvenes. ¿Qué pasaría si a los estudiantes españoles se les preguntara si estarían dispuestos a contraer una deuda de aproximadamente 20.000 euros para poder cursar una carrera universitaria? Lo más probable es que también se echaran a la calle, como hicieron los indignados por motivos distintos. Y sin embargo los movimientos no han podido ser más diferentes. El 15-M, con sus marchas pacificas, reuniones asamblearias y sus votaciones nada tienen que ver con la violencia que se desencadenó hace diez días en las calles del Reino Unido.

 

Las protestas de Londres se vieron dominadas por la acción, no hubo reflexión ni tampoco reivindicaciones, y sobre todo nadie pensó en las consecuencias. La “movilización” se hizo a cabo a través de teléfonos móviles y blackberries. El contenido de los mensajes únicamente anunciaba la hora y lugar del próximo objetivo. Gary Younge, periodista del Guardian, mete el dedo en la llaga cuando califica las revueltas de fracaso de una generación sin causa o ideales, incapaz de crear un movimiento social viable. Él mismo recuerda su pasado en Paris y cuenta cómo el color negro de su piel influía en el número de veces que era abordado por la policía, un color que por ejemplo le suponía una dificultad añadida a la hora de alquilar una vivienda.

 

De eso poco se habla. Los niveles de criminalidad apenas se mencionan. Como tampoco el número de adolescentes que aparecen muchos fines de semana asesinados cerca de bocas de metro, en parques o descampados, muchas veces como resultado de ajustes de cuentas entre bandas callejeras. Tampoco se habla de la violencia que obliga a que los chóferes de los autobuses estén blindados en sus compartimentos para protegerse de pasajeros agresivos. Ni de los carteles en centros de salud, escuelas y gimnasios que en grandes caracteres avisan de que no se toleraran los comportamientos violentos. Nadie menciona los casos de padres enfadados que zurran a las maestras o de la cantidad de perros agresivos, muchos de los cuales son abandonados. Tiene que existir una razón por la cual Londres está plagada de cámaras de seguridad: Pero, una vez más, de ello casi nadie habla.

 

En 2005 había en las prisiones británicas el doble de varones negros que en las universidades. En septiembre del año pasado me tocó ser jurado en el Old Bailey (el juzgado criminal central). Se juzgaba un asesinato cometido en un municipio cercano a Tottenham. Un chaval de 22 años estaba acusado de matar a otro de 27 con un cuchillo de cocina durante una pelea por una blackberry y 50 libras. Ambos habían llegado hacía pocos meses desde la isla caribeña de Granada y muchos de los miembros del jurado opinaron que no se podían solventar conflictos en las calles de Londres de la misma manera que lo hacían en sus países de origen. La condena fue de  20 años, la primera que se dictaba desde que se aprobara el endurecimiento de las penas por crímenes con arma blanca.

 

 

Entender la inmigración

 

Puede que pronto se eche en el olvido que las protestas se iniciaron con la muerte de Mark Duggan en Tottenham. Pero lo que no ha cambiado es el gran descontento que sienten las minorías, en especial la caribeña y africana, por un trato que consideran discriminatorio por parte de las autoridades. Los estereotipos parecen, sin embargo, inevitables. Muchos de mis compañeros de trabajo son negros, como lo son las recepcionistas de mi centro de salud o mi profesor de gimnasia. Gente que rechaza el conflicto y que muy probablemente sentirán en sus carnes las consecuencias de unos actos vandálicos en los que nada tuvieron que ver. La policía ha decidido hacer públicas las imágenes de las revueltas y las cámaras de seguridad de las calles dan cuenta de las caras de los violentos. Lamentablemente, muchas caras negras aparece en las fotos.

 

Peckham tiene la mayor concentración de vecinos de origen africano, mientras que en Brixton la población es predominante de origen afrocaribeño. La inmigración empezó cuando muchos soldados, sobre todo jamaicanos, se quedaron en el Reino Unido tras participar, bajo pabellón británico, durante la Segunda Guerra Mundial. La oleada de inmigrantes que reivindicaban su pertenencia al imperio británico no cesó. En su novela Small Island, Andrea Levy retrata los avatares de los primeros inmigrantes negros en Londres, la dura discriminación y los carteles que anunciaban que negros, irlandeses y perros no eran bienvenidos. Su relato no ha sido el único. Años después Monica Ali cuenta en Brick Lane su propia versión de la integración, la de una mujer de Banbladesh, oculta tras un velo y las paredes de un council flat en una ciudad extraña donde desconoce la lengua y las costumbres.

 

Y es aquí cuando las redes sociales juegan un importante papel para la integración de los inmigrantes en la sociedad de acogida. Comparten parámetros culturales y sociales, tradiciones y comportamientos y viven realidades diferentes en la misma ciudad.

 

 

El papel del consumismo

 

Que Londres es una de las ciudades más caras del mundo es de sobra conocido. Los turistas miran con horror los precios del transporte y la hostelería. Lo que muchos no saben son las diferentes versiones y precios que existen dentro de la misma ciudad. Por ejemplo, si uno no tiene acceso a una cuenta bancaria o un trabajo estable lo más probable es que disponga de un sistema pre-pago para la luz o el gas. Un artilugio similar a un memory-stick que se inserta en el contador de la luz y que va consumiéndose a medida que se usa energía. Una solución rápida para calentar y proveer de  luz eléctrica a los más desfavorecidos, que paradójicamente terminan pagando tarifas de hasta un 20% más caras por el servicio. En el caso del transporte pasa algo similar. Veo a muchas madres somalíes subir a los autobuses empujando cochecitos de bebé y pagando la tarifa completa. Es decir, 2,20 libras en lugar de 1,30 si se usa el abono promovido por el consorcio de transporte, la tarjeta Oyster. 

 

Las pólizas de seguro, como el impuesto de circulación de vehículos, se cobran un año por adelantado, y si uno escoge la modalidad de pago mensual hay que pagar intereses. Si uno vive en un barrio de alta criminalidad también suben las pólizas de seguros. Las llamadas a servicios telefónicos post venta cobran tarifas altas anunciadas únicamente en letra pequeña. Los descubiertos bancarios si no son negociados cobran tarifas diarias altísimas, lo mismo que las tarjetas de crédito. De hecho mucha gente queda continuamente atrapada en grandes deudas por su mal uso. A uno le queda la sensación de que al ciudadano se le exprime hasta el último centavo. El que se equivoca, paga. Londres no perdona.

 

Y luego está la publicidad que lo invade todo y que invita a soñar con artículos de lujo y vacaciones en el Caribe. Las imágenes de productos inalcanzables envenenan los deseos de jóvenes con escasos recursos. El debate actual lanza una crítica demoledora contra una sociedad que muchos afirman ha creado consumidores y no ciudadanos. Las grandes marcas de deporte han sido acusadas de alimentar ese afán por poseer sus productos a toda costa utilizando agresivos métodos de publicidad, donde uno termina siendo lo que posee, y si no se posee nada la frustración sube a la misma velocidad que baja la autoestima.

 

Políticos y policía preguntaban desconcertados la semana pasada después de los graves incidentes dónde estaban los padres y las madres de los jóvenes violentos. Muchos los culpan de los desmanes de sus hijos. Hace falta buscar una razón y un culpable. Sea como fuere, el Gobierno necesita dejar de mirar maravillado el avance de las obras de construcción de los estadios olímpicos y dedicarse a observar con detenimiento a los habitantes de sus barrios más desfavorecidos. Poco después de los saqueos, me crucé con una mujer de mediana edad que llevaba una camiseta que anunciaba “Peligro – Mujer negra altamente educada”, y me entró la duda: ¿Desde cuando es la educación peligrosa? Que difícil parece sacar conclusiones entre tanta confusión.

 

 

Marisa García de Ulzurrum es periodista y vive en Londres. En FronteraD ha publicado El Reino Unido, en la edad de la austeridad y Margaritas al asfalto

 

 


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