Perdida entre las noticias, las crónicas y los comentarios sobre el rescate bancario está la Carta. La había olvidado, o quizá no supiera de su existencia. La memoria es caprichosa y, en ocasiones, cuando conviene, fabrica sus propios recuerdos. La Carta tiene fecha del 2006, que es como la Prehistoria de la crisis, el Paraíso Perdido de la España del pelotazo. Es una misiva árida, redactada por inspectores de Hacienda, expertos en la cosa económica. Leída hoy produce un espeluznante efecto Pierre Menard: en el 2006, la Carta decía lo que decía, pero lo que decía no significaba nada para su destinatario, el ministro Solbes. Quizá, al leerla, la tiró a la papelera. Quizá nunca la leyó, movido por esa desconfianza secular del político hacia el funcionario. Quizá pidió que se investigara a los instigadores, por si alguno era expedientable. En 2012, la Carta dice lo que dice, pero significa otra cosa: es un diagnóstico preciso de la situación y un negro anticipo de lo por venir. No es profética en el sentido bíblico, porque la predicción del futuro no es fruto de la intervención divina. Se trata, más bien, de un relato de trinchera como los de la Gran Guerra. No contiene especulaciones, sino hechos. Sus argumentos son técnicos y, por técnicos, mucho más políticos que políticos. Como técnicos, los inspectores de Hacienda también son políticos, en el sentido profundo de término. Son guardianes desapasionados de la polis, de la economía de la polis. Solbes debió comprender muy bien los riesgos que se enumeraban en la Carta, porque Solbes, amén de ministro, también es un técnico. Pero Solbes era ministro del gobierno de ZP, un personaje que comparte con Fernando VII el dudoso honor de simbolizar la estulticia política hispánica. Como todos en el entorno del Infame, Solbes estaba más acostumbrado a la adulación que a la crítica. Más de un ministro fue depuesto por atreverse a contaminar con el veneno de la realidad el néctar salvífico del buenismo zetapesco.
La Carta es terrible, pero, a la vez, esperanzadora. Este país puede esperar muy poco de sus políticos, pero puede confiar aún en sus funcionarios. Los inspectores de Hacienda redactaron la Carta por puro sentido del deber, por ese prurito estrictamente profesional que repele a tantos políticos. Y es que el funcionario se debe al Estado, no a los que confunden el Estado con su medro personal, partidista, miserable. El funcionario se debe al ciudadano en abstracto, que somos todos. El político que ignora al funcionario nos ignora, aunque, públicamente, se deshaga en almibarados elogios a la ciudadanía.
La Carta pertenece a un género literario muy hispánico: el de la admonición de los vasallos dirigida a sus señores. Del mismo modo que las clases dirigentes españolas han propiciado recurrentemente la ruina de este país, los gobernados —algunos gobernados— han sabido prevenir a tiempo las catástrofes. Sin resultado.
Otro efecto Pierre Menard: «¡Oh Dios, qué buen vasallo si tuviese buen Señor!».