En un rincón de ABC, hay tres jóvenes plumillas que pierden algún rato que otro discutiendo sobre periodismo.
—¿Has leído lo último de Enric González?
—Es bastante flojo. Dice que ha escrito esas líneas con vergüenza… ¡no lo hagas!
—Sí…
—Me dijeron un día que empieza a parecerse a una parodia de Pérez-Reverte.
Y entonces nos ponemos melancólicos, y recordamos al Enric que no había sido tomado por los modernitos insustanciales: recordamos sus libros, nos pasamos artículos viejos… Nos reconciliamos con él.
Otro día uno lleva al periódico ‘Queremos saber‘, un librito donde varios corresponsales reflexionan sobre el papel del periodismo. «Lo único que vale es el capítulo de Marc Bassets –digo–. Todo lo demás me da mucha pereza». Quienes me tratan saben de mi tendencia a la exageración y mi aprecio por el mejor corresponsal español en Estados Unidos. Que no es otro que Marc Bassets. Más de una vez he dejado en la mesa que comparten mis dos colegas La Vanguardia abierta por la página donde va su crónica.
—¿Qué dices? El capítulo de Enric González es buenísimo.
—¿Sí? Deja que me lo fotocopio y mañana te digo.
(…)
—Enric leído. Está bien.
—¿Solo bien?
—Solo bien.
«El otro día estuve en La Central que han abierto en Callao y también me compré ese libro, Jaime». Entra en juego el tercer colega al que respondo con una mirada de desprecio que no puedo evitar. «Está muy bien la librería. Hay un apartado dedicado a la crónica periodística. Vi el libro de Plácid Garcia-Planas…» Y no lo compró. Hago verdaderos esfuerzos por controlar mi indignación y le digo que ‘Jazz en el despacho de Hitler’ es una joya.
Otro día, quien dirá que La Central es una maravilla soy yo. No olvido, y comento que los libros de Plàcid Garcia-Planas están expuestos entre los destacados. Junto a Gay Talese y Ryszard Kapuscinski. Y junto a Enric González, me recuerda mi colega. Es verdad. No solo destacan en la librería ‘Jazz’, también ‘Como un ángel sin permiso’, que recoge las crónicas que este reportero de guerra ha publicado en los últimos años. En el preámbulo habla de Jacinto Miquelarena, un periodista de ABC que cubrió desde lugares como Berlín o Smolensk la Segunda Guerra Mundial. Recoge esas crónicas en ‘Un corresponsal en guerra’.
«Me sorprende que apenas aborda la situación política», me dice mi compañero. «Te cuenta cosas cotidianas, del día a día, que en realidad te ayudan a formarte una mejor imagen de cómo era el país. Ese periodismo ya no se hace. Por lo que he leído, no es que fuera un gran escritor, pero tiene cosas interesantes. Otras veces no esconde su admiración por Hitler…» Es que era un señorito, le respondo. Justo el día anterior había acabado de leer el capítulo que le dedica Juan A. Ríos Carratalá a Miquelarena en el libro ‘Hojas volanderas’. Era un elegante, «un caballero acorde con el gusto viril de la época». Y ese tipo de gente desconfiaba de los revolucionarios en los convulsos años treinta. El miedo a perder sus privilegios. Cuenta Ríos Carratalá que cuando entró en Madrid con las tropas de Franco se alegró de que, desde el primer momento, hubiera colas para comprar sombreros. En alguna ocasión, cuando hacía de propagandista, firmó con seudónimo: El Fugitivo.
Llegó a decir Miquelarena que para conocer la realidad de un país extranjero lo más práctico es comprar sus periódicos. Que no hace falta salir de Madrid. Aunque él lo hizo, como defienden en ‘Queremos saber’ los que hoy son corresponsales. Pero Miquelarena viajó a su manera. Cuando escribe sobre Estados Unidos en un libro de viajes solo aborda los temas considerados importantes en la medida que le llaman la atención como viajero. «Miquelarena escribe sobre la elección del presidente de EE.UU. porque su actualidad era insoslayable, pero obvia cualquier referencia a la crisis económica y social iniciada en 1929», apunta Ríos Carratalá. «Una ciudad solo puede verse bien a contrapelo, con virginidad de espectador. Sin amigos. A la aventura… Si yo hubiese vivido un año en Nueva York no hubiera podido escribir un libro sobre Nueva York», escribió Miquelarena.
Jacinto Miquelarena, nacido en Bilbao en 1891, fue un precursor de la prensa deportiva. Creía que la lectura era compatible con el fútbol: fundó la revista deportiva ‘Norte Deportivo’ y, más tarde, en 1924, el primer periódico deportivo: ‘Excelsior’. Años después, en sus crónicas del Tour de Francia para ABC, haría popular la expresión «serpiente multicolor». En sus crónicas era breve. Jugaba con el ingenio y la chispa en textos cortos, en los «extremos del aforismo o el apunte». «¡Desconfíe el lector de los artículos largos!», recomendaba Julio Camba. Miquelarena acostumbraba a salpicar con humor unas observaciones a menudo intrascendentes.
La década de los treinta fue la época en que comenzó a perder la elegancia que quiso exhibir en los años veinte. En diciembre de 1935 aportó un par de versos a la letra del himno falangista. Con la Guerra Civil finalizada nunca planteó la reconciliación. Los otros eran los enemigos y la razón había que «imponerla desde la fuerza». Incluso pidió la pena de muerte para Manuel Azaña, Juan Negrín o Indalecio Prieto. La Alemania nazi no puso problemas a que ocupara la corresponsalía en Berlín.
Miquelarena lamentaba que las masas tomaran el deporte. Y con las masas se topó en los discursos del Führer: «Las palabras de Hitler bambolean y peinan la muchedumbre en todas direcciones, como el viento de la llanura inclina los trigos». Fue una de las primeras cosas que escribió en la Segunda Guerra Mundial. Fue también el primer periodista español en entrar en Rusia con las tropas del Tercer Reich: «Estas tumbas de los muchachos de Alemania dan una impresión de descanso de verdad, en medio de los trigos, verdes todavía. Han muerto alegremente, en la guerra, con un fusil en la mano y una canción. En el casco de uno de estos caídos sus compañeros dejan una flor. Está colocada como en el ojal de una solapa, en el orificio del balazo que le llevó a la muerte. Cuando la muerte llega así, limpiamente, a pleno sol, es como una rosa». Miquelarena decía que no pretendía hacer literatura; solo contar lo que veía. Dos décadas después, cuando el periodista vasco trabajaba en París recibió una carta en la que su director le reprendía por «entregarse más a las aficiones literarias que a la informativas».
En el periodo de tiempo que transcurrió entre aquellas crónicas y esa carta Miquelarena fue apartado y rehabilitado. Fue apartado porque así lo decidió el ‘cuñadísimo’ Ramón Serrano Súñer. Al parecer, Miquelarena ironizó en algún artículo sobre la División Azul. En otra ocasión detalló el juramento de sus compatriotas, que prometía «absoluta obediencia al jefe supremo del Ejército alemán». La fórmula no incluía a Franco ni a España. Tras un tiempo de obligado descanso en España y una estancia en Argentina para la agencia EFE, volvió a ocupar una corresponsalía, esta vez en Londres.
Cuando Miquelarena recibió la carta de Luis Calvo, director de ABC entre 1953 y 1962, informaba desde París. Tenía setenta años cumplidos y estaba a la espera de una intervención quirúrgica por un cáncer que le habían detectado. En París se suicidó. Sus amigos y familiares creen que Miquelarena se tiró a las vías del metro en la estación de Michel-Ange-Molitor motivado por esa misiva. En uno de sus bolsillos encontraron la carta del director, del día anterior.