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La casa


Llegué a finales de un agosto que ya se me antoja muy lejano. He consultado el billete de aquel Ryanair y debían de ser las siete y pico de la tarde cuando entré a esta casa por primera vez. Me cautivó la pared de ladrillo de la cocina, pero sobre todo ese rincón del despacho con un escritorio entre dos ventanas, y con el que yo fantaseé escribir en las noches atlánticas. En ese mismo escritorio pulso ahora palabras para el eco del vacío, antes de entregar la llave y marcharme de la que hasta hoy ha sido mi casa.

Ya está todo empaquetado. El piso ahora es un muestrario de cajas de cartón, bolsones de plástico recio de los supermercados y maletas rebosantes. Aquel día del final del verano vine con una sola maleta, un ensayo sobre los últimos cazadores de ballenas en Indonesia y una gorra gris que perdería meses después, olvidada en el maletero de un coche de alquiler. Ahora me voy con un sombrero de ala ancha de palma, tres maletas y más de medio centenar de libros que he ido comprando en La Madriguera, El Puente, en algún viaje a Madrid, y que han dejado a las baldas, huérfanas de peso. El paso de la vida te desprende y acumula. Un misterio.

En estos últimos días la casa ha ido perdiendo su perfil de hogar y ganando un revés aséptico de inmueble. Ya por último, despego de las paredes las portadas de la revista del instituto, el póster de los Beatles, la fotografía con mis primeros alumnos, un perenquén de colores que me recuerda a aquellas salamanquesas grises de los veranos en el campo de mi abuelo. La postal que compré en una tienda de souvenirs en Haría, un bello y salvaje atardecer en Famara, con La Graciosa al fondo y que siempre que lo miro me anticipa toda la melancolía del mañana: me traspasará el alma contemplarlo, si alguna vez dejara yo esta isla.

Pero de momento respiro tranquilo: solo me mudo del centro al norte de la ciudad. Las primeras noches de aquel agosto lejano ni sabía en qué coordenada del mundo estaba. Era lo más lejos que me había ido de mi tierra. Ahora reconozco con precisión el nombre de las calles de las que provienen esas ráfagas veloces de los coches y la música a todo volumen; o un grito a deshoras y unos pasos en la madrugada; o una ambulancia intempestiva, una presurosa moto de reparto que se sube por las aceras; o el camión de la basura y su respiración metalúrgica. Esa vida de trasiego a la que me he ido amoldando con pastillas de melatonina para dormir.

En este tiempo han cambiado algunas cosas. Ha cerrado la frutería de la esquina y también la Despensa del Pepín, que tenía mano para elegirte los mejores aguacates y esos tomates gordos que le traían de Fuerteventura, o esos otros rizados y tan sabrosos que cultivaba él mismo en su finca de Tinajo. También se ha traspasado el ultramarinos de aquí al lado, donde los primeros meses me compraba, desesperado, polos de hielo para combatir el calor. Sin embargo, el vapor naranja de las nubes bajas sobre la azotea encendida del Gran Hotel sigue reproduciendo el mismo enigma sobre el cielo y la ciudad, y a mí hipnotizándome y fascinándome de belleza y voluptuosidad, como en las primeras noches.

Y es que desde estas ventanas también ha cambiado mi mirada, plena de momentos y nombres propios, que nunca pronunciaré ya tanto como en esta casa. Ahora la cierro y siento que me voy, pero sé que quedará algo de mí en la melanina de sus blanquísimas paredes; algo de mis silencios en su quietud hermética de sostenerse entre pilares y laberintos de hormigón. Y en alguna dimensión oculta de la casa, en algún ángulo abstruso, latirá el eco de mis muchas ilusiones, como también la amargura de algunas penas. Y cada vez que pase por esta calle y alce la mirada a las que fueron mis ventanas, se me representarán aquellos yoes y sus circunstancias; todos esos pensamientos de los que quedará tan solo un suspiro en el aliento de una psicofonía; esos pensamientos platónicos que, como el poema de Juan Ramón Jiménez, “van y vienen”, como las olas del mar a dos calles de aquí, “besándose, apartándose, / con un eterno conocerse, / mar, y desconocerse”.

Así que hoy, cuando encajo la puerta para no volver a entrar, empieza a germinar en la memoria la historia fértil de lo que ha sido esta primera casa que tuve en las Islas Afortunadas. A partir de ahora, cuando titubeen mis dedos enredados en otras llaves que abran la puerta de un nuevo hogar, sentiré la extrañeza de mis pasos, como dice el poeta Luis Rosales, “que estaban ya sonando en el pasillo antes de que llegaras”. Como si la vida del mañana ya estuviese escrita.

A partir de ahora, todo sigue en manos de la imaginación y de la literatura.

 

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