Como los herederos del propietario no pudieron ponerse de acuerdo, vendieron la casa a un extranjero al que los vecinos, incapaces de pronunciar su nombre, llamaban el Inglés.
Construida en ese estilo que los arquitectos nos han acostumbrado a tomar por rumano –aleros salientes, solana en derredor, ventanas pocas y pequeñas y con puerta de poca altura apoyada en tres peldaños de piedra desgastada en los márgenes–, la casa ocultaba su vetustez detrás de unos castaños desperdigados sin orden ni concierto en un patio grande con mucha hierba y sin senderos.
Sin embargo, el nuevo propietario se trajo un arquitecto y un jardinero –extranjeros ambos, como él– y tres meses más tarde ninguno de los vecinos reconocía ya la cochambre del fondo del patio.
Una sola cosa no podían ellos entender: el antojo que le había dado al Inglés de poner cristales de color naranja en las ventanas.
Vista desde la calle, en verano, la casa tenía más el aspecto de un cuadro donde un pintor impresionista solo hubiera utilizado los colores verde, blanco y naranja.
Los vecinos –en su mayoría gentes sencillas e incultas, sin gustos ni aficiones artísticas–, para quienes la belleza tenía que seguir los cánones imperantes en su barrio, le inventaron una leyenda al Inglés que, al pasar de boca en boca, se contaba de una manera al principio de la calle y de otra al final. Baste decir que la leyenda –la cual, en dos palabras, se resumía en hacer del Inglés un loco peligroso– una vez se la aprendieron de memoria los del contorno, rebasó los confines del barrio y en poco tiempo llegó hasta la otra punta de la ciudad.
Los alumnos del instituto, sobre todo en los recreos, en lugar de jugar a pídola o a la rayuela, se reunían en silencio formando grupos y hablaban del tema con la seriedad de los políticos que están en vísperas de caer del poder.
Una tarde, tres forasteros, tres jóvenes de pelo largo, corbata ondeando al viento y sombrero de ala ancha, llegaron frente a la casa y se pusieron a discutir con vehemencia durante más de media hora. El tabernero de la esquina, que había estado escuchando a escondidas, descubrió que los desconocidos, alumnos de la Escuela de Bellas Artes, estaban entusiasmados por el buen gusto del Inglés y, según ellos, la casa, tal como se había restaurado, era el edificio más bonito de la ciudad.
Al día siguiente, todo el barrio estaba hecho una furia contra los desconocidos que habían tenido la osadía de vestirse de aquella forma y de tener una opinión contraria a la de ellos. Y la indignación de los pacíficos arrabaleros de la capital fue tanta que dos mozos, de esos que sembraban el miedo en todo el barrio, hicieron el solemne juramento de montar guardia y darles una paliza si se les ocurría volver por allí.
Pero más que la osadía de los tres desconocidos, les intranquilizaba que el nuevo propietario, después de haber reformado la casa, había desaparecido y nadie sabía nada de él. El día de San Elías se cumplían cinco meses desde que se fue. Varios notables del barrio trataron de hablar con el sirviente, un anciano al que solamente veían dos veces al día cuando iba a comer a la taberna de la esquina. Mas este, también extranjero como su amo, o no sabía más palabras rumanas que las referentes a la comida o bien no quería contestarles. La mirada ceñuda del anciano bastaba para quitarles a todos las ganas de entrevistarlo durante el almuerzo.
Pronto, todo el mundo se convenció de que algo raro estaba pasando en la casa de las ventanas de color naranja. Muchos sujetos fueron recelosos hasta allí, pues creían de verdad que el Inglés estaba dentro. Pero lo que nadie podía explicarse era por qué se pasaba escondido todo el santo día y no salía a pasearse siquiera por el jardín.
Una tarde, el guardia, que hacía su ronda cerca de la casa de las ventanas de color naranja, contó que la noche anterior vio abrirse una ventana y que, al aproximarse a la verja del jardín, divisó en medio de una habitación cuatro cirios de cera anaranjada encendidos alrededor de un catafalco alto tapado con un lienzo que unas veces parecía verde y otras violeta, según lo mirara con los dos ojos o con uno solo.
La historia del guardia reforzó la convicción de quienes apostaban que el Inglés tenía que estar dentro. Sin embargo, los que suponían que se había marchado, no queriendo darse por vencidos, decidieron hacer todo lo posible para descubrir el misterio.
La casa de las ventanas de color naranja les preocupaba tanto que les había quitado las ganas de trabajar, de comer y de dormir. Mas un suceso inesperado les despejó la incógnita a unos y otros. Cierta noche, un chirrido terrible de ruedas los despertó a todos. Seis camiones cargados con todo tipo de equipajes se habían detenido delante de la puerta. Los sirvientes que habían llegado con ellos los descargaron a toda prisa y, antes de que los vecinos tuvieran tiempo de espabilarse, los camiones se fueron. Pero en el patio de la casa todo estaba cambiado. Las farolas eléctricas se encendieron en todos los rincones, las ventanas se abrieron y la multitud de sirvientes pululaba por el jardín y por las habitaciones como en el escenario de un teatro un cuarto de hora antes de alzarse el telón.
Ya avanzada la noche, casi al clarear el día, una berlina con las cortinas corridas llegó al trote de los caballos, sacaron la escalerilla y bajaron dos personas envueltas en dos largas capas. Los que estaban ojo avizor no pudieron decir si realmente habían bajado un hombre y una mujer; no obstante, al día siguiente, la noticia más reciente que circulaba por el barrio era que, durante la noche, el Inglés había llegado con una dama.
Y esa noticia no era falsa; el Inglés que había desaparecido hacía varios meses, tras reformar la casa y, ante la sorpresa de sus vecinos, poner cristales de color naranja en las ventanas, había vuelto acompañado de una dama joven y guapa, a pesar de que nadie le había visto la cara, y que hoy le servía de esposa y mañana de amante, según tenían a bien de considerarla los que se pasaban días enteros hablando de ella.
Pero una tarde, el hijo de un notable del barrio, estudiante de Derecho y amanuense en el Ministerio de Asuntos Exteriores, les llevó una noticia sensacional. El extraño propietario de la casa de las ventanas de color naranja no estaba loco ni era ninguna persona corriente y moliente. Era sobrino de la reina de Inglaterra. Pero se había enamorado de una actriz y se había casado con ella contra la voluntad de su familia y, por esa razón, lo habían alejado de la corte.
Las declaraciones del funcionario de Exteriores dejaron pensativo a todo el barrio. Si eso lo hubiese dicho otro, no le habrían concedido el menor crédito, pero el portador de la noticia hacía tiempo que gozaba de innegable autoridad en el barrio, donde todo el mundo se había acostumbrado a hacerle caso y nadie discutía sus opiniones. La cosa entonces solo podía ser verdad, tanto más porque, excepto los que tenían la suerte de vivir en contacto con el mundo diplomático, nadie más podía saberlo.
Desde aquel día, el barrio estuvo en continua efervescencia. Daba la impresión de ser una enorme caldera de alquitrán hirviendo a la que nadie podía acercarse sin sentir su olor y su calor.
Quienes habitaban en las proximidades de la casa de las ventanas de color naranja, en especial desde que se enteraron de que al lado de ellos vivía el sobrino de una reina, se consideraban distintos a como habían sido hasta entonces. Los viejos bendecían el nombre del Señor misericordioso que les había concedido esa inesperada dicha, mientras que los jóvenes cobraron tal confianza en sí mismos que se volvieron más formales que los viejos; parecían más discretos y serios que un general en vísperas de una batalla decisiva y, cuando se veían con sus amigos de otros tiempos, siempre aguardaban a que estos los saludaran a ellos, como si un ser sobrehumano hubiese declarado su superioridad respecto a los otros. Para ser breve, en unos días el barrio entero cambió más que en varios años y los que antes se tenían por arrabaleros de la capital, pasaron a considerarse los más céntricos.
Para ellos, la casa de las ventanas de color naranja tenía más importancia que el Palacio Real. Ninguno recordaba que el rey hubiese pasado nunca por su calle. Sin embargo, el sobrino de la reina de Inglaterra sí que se había venido a vivir entre ellos.
Cierta mañana, el funcionario de Exteriores –quien desde que trajo aquella noticia se había convertido en la persona más importante del barrio después del Inglés– acudió con una nueva propuesta que fue recibida con aplausos. Se trataba de que el domingo siguiente se enviase a la casa de las ventanas de color naranja, como era costumbre, a un chico y una chica para que ofreciesen a los ilustres vecinos un ramo de flores y los respetos de todo el barrio. Pero cuando hubo que decidir a qué niños se les confiaría tan alta misión, los padres, considerando todos que sus retoños merecían tal honor, en su mayoría, y de acuerdo con el funcionario de Exteriores, decidieron que en lugar de un chico y una chica enviarían a tres parejas.
El día fijado, los niños, vestidos con ropa nueva –pese a que hasta entonces solo era habitual estrenar ropa el día de Pascua– y acompañados del señor Antonică, el preboste del barrio, se presentaron en la puerta de la casa de las ventanas de color naranja.
Un sirviente lleno de galones como un general los condujo dentro. El señor Antonică, alucinado por la vestimenta del sirviente, se quedó fuera a pesar de que los gestos de este le indicaban que podía entrar él también. El resto del barrio se quedó esperando en la calle a cierta distancia.
Mientras tanto, todos y cada uno de ellos se hacían tantas preguntas como jamás se habían hecho en su vida.
—¿Sabrá el príncipe hablar en rumano con los niños?
—Y la artista esa, ¿no será una de esas de ojos verdes que te hacen el mal de ojo?
—¡No quiera Dios! ¡A ver si se van a poner malos los niños!
Muchos empezaron a lamentarse por haber permitido que sus hijos fueran. Pero al cuarto de hora la puerta se abrió de nuevo y los padres se tranquilizaron. Los seis parlamentarios reaparecieron acompañados del señor Antonică.
Cada uno de ellos apretaba en la mano una cajita de cartón que un caballero les había dicho que no abrieran hasta llegar a su casa. Pero los padres, más curiosos que los niños, se abalanzaron sobre ellas y en un santiamén surgió un grito de admiración del pecho de quienes rodeaban a los niños: en las cajitas de los chicos había una sortija y en las de las chicas unos pendientes…
Mas cuando les preguntaron lo que habían visto allí, ninguno de ellos pudo murmurar otra cosa que “era bonito”, “muy bonito”, “mucho más bonito que en casa”, incluso que “en casa del señor Antonică”, que gozaba de renombre en todo el barrio por sus cuadros con escenas de la guerra rumano-ruso-turca.
Desde aquel día, los que antes habían mirado con malos ojos la vecindad del Inglés se arrepintieron y los que unos meses antes le habían achacado las leyendas que traspasaron los límites del barrio no sabían lo que hacer para que todo se olvidase cuanto antes. Se sentían avergonzados y se reprochaban el haber sido capaces de sospechar lo que no procedía.
Desde aquel día, el Inglés se convirtió para ellos en un ser sobrehumano, en un ser extraño de una grandeza inimaginable, en la encarnación de un héroe de cuento que había llegado de forma inesperada, en un conquistador de corazones y vencedor de viejos prejuicios. Desde aquel día, la casa de las ventanas de color naranja les pareció tan bonita como si los cristales hubiesen sido transparentes y el hecho de que en ella viviera el sobrino de una reina les pareció absolutamente natural, como si el Inglés no hubiese podido vivir en otra parte más que en su barrio.
Al día siguiente, el barrio cobró como por ensalmo el aspecto de siempre. Por delante de la puerta de la casa de las ventanas de color naranja solo pasaban quienes tenían necesidad de hacerlo. Los que unos días antes solían quedarse al acecho por los alrededores desaparecieron. Los clientes del señor Nae únicamente entraban en la taberna para las consumiciones de siempre y el famoso cuartito de al lado, en el que tantas veces se fraguó la suerte de la casa de las ventanas de color naranja, volvió a ser lo que había sido unos meses antes…
En ese tiempo, el Inglés no se dejó ver nunca. Pero a nadie se le pasó por la imaginación preguntarse la causa. Se ponían contentos de poder hablar de vez en cuando con algún sirviente que supiera rumano. Quienes tuvieron la suerte de invitarlo a algo se sentían tan honrados como si hubieran bebido con el mismísimo sobrino de la reina. La amistad con el sirviente les servía de consuelo por la ausencia de un deseadísimo contacto con su amo.
Y el tiempo pasaba…
Llegó el otoño con ese doloroso pisoteo de hojas secas y con sus dolientes puestas de sol manchadas de púrpura y violeta. El parque de la casa de las ventanas de color naranja, como un cuadro aún inacabado, cambiaba de color cada día. El otoño pintó de colorado las copas de los árboles e hizo menos densos los bosquetes de lilas, mientras las lluvias menudas y frías sacudían los castaños y esparcían por los senderos grandes hojas rojizas que se incrustaban en la tierra plateada como manchas de sangre coagulada…
A los vecinos de la casa de las ventanas de color naranja les entró de nuevo la desazón. Habían oído decir que el Inglés se disponía a marcharse. El sobrino de la reina de Inglaterra se proponía pasar el invierno en tierras más cálidas.
Si hubiera estado en manos de ellos impedírselo, lo habrían hecho. Los que antaño se preguntaban qué buscaba allí se preguntaban ahora cómo podrían vivir sin él.
Y el tiempo pasaba…
El otoño estaba acabando y el día de la partida se acercaba. Pero antes de marcharse, el Inglés resolvió despedirse de los vecinos entre los que había vivido muy tranquilo todo un verano. El último domingo de octubre se cumpliría el sueño de quienes solo vivían con la esperanza de verle la cara y de estrecharle la mano. El sobrino de la reina anunció la celebración de una fiesta en el parque de la mansión, una fiesta acompañada de música, baile y bebidas.
Los sirvientes les dijeron que para el día de la fiesta el príncipe había hecho un pedido al extranjero de los vinos más selectos –desde lo de la filoxera, los vinos rumanos no valían un chavo– y los que tantas veces habían pasado con indiferencia ante las botellas vacías con etiquetas extranjeras colocadas en los anaqueles de la taberna del señor Nae, esta vez se detenían horas y horas frente a ellas y las observaban con toda atención, al igual que los entendidos observan las piezas de arte de un museo.
El tiempo pasaba y el tan ansiado domingo llegó.
Este texto corresponde al inicio de la novela del mismo título que, con traducción de Joaquín Barrigós, ha publicado la editorial Báltica.