La semana en que comenzó de au pair en casa de Ligia Luperca, Paula Sorsky tuvo el mismo sueño tres veces: flotaba boca arriba en la piscina y se dejaba manosear por Iván, su novio. Vestía un bikini escarlata. Mientras él le acariciaba la entrepierna, las palpitaciones le aseguraron que el placer se prolongaría. Iván siguió una rutina: atrapó sus pies fríos, subió por los muslos y se entretuvo en el vientre. Rozó su espalda buceando por debajo de ella, liberó el bikini y sus senos se irguieron.
Primero la lamió muy suave.
Con la lengua, Iván le borró el pezón izquierdo y ella no se quejó sino, al contrario, gimiendo demostró cuánto le gustaba. Se lanzó sobre el pezón derecho y también lo suprimió de un lengüetazo. Bajó hasta los pies y uno a uno eliminó los dedos, comenzando por los meñiques. Luego borró las manos, las orejas, y Paula ya no escuchó más; le quitó la nariz, y no olió; las cuerdas vocales, y quedó muda; fue acabando con su cuerpo mientras pasaba la lengua como una brocha y ella, en vez de gritar por el terror, gemía pidiendo que no acabara nunca, incluso cuando él le abrió la cabeza y le suprimió el cerebro que era una nuez y, aunque poco a poco iba siendo borrada del mundo, siguió flotando en la piscina. Mientras menos cuerpo, más plenitud, mayor pensamiento.
Hasta que por fin experimentó un agudo dolor. Iván bajó hasta su clítoris y lo borró con la misma violencia con que había eliminado los dedos y los pezones.
—Y la piscina se llena de sangre, Paula. De tu sangre.
Despertó sin dar un grito, sin sobresaltos, pero con las pupilas dilatadas y agarrotada por el miedo. La habitación permanecía en penumbras, aunque el reloj marcaba las nueve de la mañana. Se levantó desorientada y aún temblando. Apartó las cortinas de la ventana, entonces entró el sol y todas las partículas de sueño se desvanecieron en el aire. El mundo volvió a ser seguro y predecible.
—¿Paula? ¿Estás despierta?
Se tocó las tetas verificándolas como si fuera un operario que comprobara el buen funcionamiento de las máquinas; se puso una camiseta blanca y un pantalón de algodón. Hacía algo de frío a pesar de que el sol ya se había alzado —el páramo es traicionero con las temperaturas, así que hay que tener cuidado.
—¿Paula? ¿Estás allí?
No contestó. Se merecía esos instantes de soledad; pero sospechó que si seguía quedándose dormida no iba a durar mucho en ese trabajo tan fácil y tan bien remunerado que había encontrado para esas cuatro semanas libres de que disponía antes de comenzar su último año de clase en la Escuela de Hostelería de la Universidad.
Abrió la puerta.
Ligia Luperca era risueña y algo rolliza. “Todavía es joven”, pensó Paula, “su cintura se estrecha y el busto no se le ha caído. Las manos son finísimas, la piel aún es firme y parece un campo de duraznos. ¿Por qué no tiene un hombre a su lado?”. El sueño con su novio era ya vago y, por eso, no recordó lo que le había ocurrido varias veces esa semana: algo la despertaba —un ruido, el sol de la mañana, una comezón en el codo— y de inmediato se esfumaba como si no hubiese sucedido.
—Lo siento, me he vuelto a quedar dormida.
—Tranquila, niña, en esta casa dan ganas de quedarse todo el día en la cama, ¿verdad? —Paula no supo si la señora bromeaba o la evaluaba—. Osip sigue dormido, así que todavía estás a tiempo de levantarlo. ¿Desayunamos juntas? ¡Me muero de hambre!
La señora caminó hacia la habitación de su hijo y Paula supuso que la verdadera orden era que bajara a la cocina a preparar el desayuno. Entró al baño y meó lo más rápidamente que pudo. Prefirió no perder tiempo cepillándose los dientes y con una goma se sujetó el cabello formando un túmulo en la coronilla. Ya se cepillaría después.
La señora se asomó de nuevo y dijo:
—Mañana cenarán unos amigos aquí. ¿Cocinarías para nosotros, cariño? —su tono afectuoso y dulce significaba “vas a cocinar alguno de tus ricos platos porque para eso te contraté y por eso te pago un buen sueldo”. Usaba con ella el mismo tono condicional que empleaba para dar órdenes a los subordinados de su empresa.
Un cariñoso condicional que aceptaba todo menos condiciones.
Paula tarareaba unas notas oscuras. Eran del oscuro bramido de la camioneta de la señora, que aún retumbaba en su cabeza. Si había aceptado pasar las vacaciones en esa casa cuidando a Osip era porque necesitaba el dinero para terminar de pagar sus estudios, no porque le gustaran los niños ni mucho menos porque le hiciera ilusión enclaustrarse en el rincón más apartado de las montañas. Iván no estuvo de acuerdo con la decisión porque él había planeado pasar esas vacaciones juntos. Le había ofrecido el dinero que le faltaba, pero ella se negó a aceptarlo; prefería ganarlo con su trabajo. Disgustado por la decisión, se fue sin despedirse de ella. Las dos semanas que llevaban separados provocaban esos sueños —caníbales y eróticos— que olvidaba al despertarse, y que eran los responsables de que se quedara dormida hasta tarde y de que su cama se humedeciera como si fuera una niña que todavía no controlara los esfínteres. Echaba de menos a Iván; pero se contentaba con pensar que la reconciliación sería más deliciosa cuando todo esto acabase. Y en última instancia contaba con sus dedos para sustituir la dulzura de los de él.
Osip la observaba desde hacía rato con sus ojos grises que lo asemejaban a un invidente. Paula se preguntó si hacerse el ciego no era una estrategia perfecta para ver más cosas de las que se te permiten a los once años. “Seguro que me habrá oído tarareando. Espero que no se me haya notado el sofoco de la excitación”.
—Tengo hambre.
Paula sonrió y siguió cortando cebollas.
—Todavía es temprano, Osip, pero puedes comerte una galleta. Aprovecha y tómate tu pastilla.
—Tengo hambre.
Paula soltó el cuchillo y se lavó la manos. Se acercó al niño y lo miró con atención. Tampoco era tan pequeño. Con once años asomaba una pelusilla en el bigote y se anunciaban un cuello fornido y unos brazos largos. Sería un muchacho alto. Cuántas mujeres se volverán locas por él. “O quién sabe, quizá no viva tanto”, pensó Paula.
—Lo más que te puedo ofrecer es una galleta de chocolate y tu medicina, porque después no tendrás hambre y a tu mamá no le va a gustar eso —Paula le dio la pastilla y un vaso de agua—. Pero si aguantas hasta el almuerzo te prometo que no te arrepentirás.
—¿Por qué?
—Ah, porque estoy preparando algo que hará que te chupes los dedos…
—¿Tiene carne? —la ansiedad del niño apenas se percibía.
Paula cogió la galleta de chocolate más grande.
—¿Quieres un vaso de leche?
Osip no dijo nada pero ella le sirvió un vaso ancho y frío. Se comió la galleta en dos mordiscos y bebió la leche como un becerro. Las pelusillas del bigote se tiñeron de blanco y por un momento Paula contempló el futuro del niño: “así que ese será tu aspecto dentro de cincuenta años”, pensó confirmando que los hombres mayores no le atraían. Cogió una servilleta y limpió la boca de Osip, devolviéndolo a los once años.
—¿Tiene carne?
—¿Tú qué crees? —le mostró los filetes descongelados, jugosos, chorreantes de sangre—. Cuando los pruebes me agradecerás la espera.
Volvió a colocar los filetes en la nevera.
—Si supieras lo que se pued… —se giró, pero Osip había abandonado la cocina.
Paula terminó de preparar la ensalada y el puré, y dejó cociendo a fuego muy lento los cubitos en que había convertido los filetes. Calculó que le daría tiempo de ir hasta la frutería y volver antes de que la carne se secara. El truco estaba en no dejar los trozos sangrientos pero tampoco como suela de zapato. El puré debía luego tener oportunidad de ahogarse en su blandura. Subió a la habitación de Osip llamándolo a voces, pero cuando entró en el cuarto el niño no estaba allí. Caminó por toda la casa gritando su nombre como si fuera una mascota. En el salón, tras una mesa, encontró una puerta, y cuando trató de abrirla sintió el picaporte frió y oxidado: tendría varios años cerrada, guardarían allí los trastos inservibles. Tampoco estaba en la piscina. Le contó en voz alta que iba a ir a la frutería y que quería que la acompañara, que le prometía una manzana de recompensa. No obtuvo señales de él. Trató de no preocuparse, el niño no sería tan estúpido como para salir a la carretera solo. Sin embargo, no pudo evitar pensar en lo que haría si Osip sufría un accidente, ¿estaría preparada para una eventualidad así? Se sentó en el sofá frente al televisor a pensar dónde se habría podido ocultar el muchacho. Estaba segura de que no había salido de la casa, ese no habría sido su comportamiento. No estaba en las habitaciones, ni en los roperos ni en los lugares donde ella se habría escondido de niña. A los niños de ahora pocas cosas los sorprendían. Los escondites de los niños de hoy, por lo tanto, tenían que ser distintos a los de su infancia. Echada en el sofá fue quedándose dormida pensando en su niñez y en que la señora acertó cuando dijo que esa casa era para dormir. ¿Regresaría Iván a acariciarle el vientre palpitante?
—¡Paula!
Los brazos pesados y los muslos muertos: no soñaba, pensaba que ser chef no era algo sencillo. Había que leer mucho, hacer muchas pruebas y esperar a que los alimentos estuvieran en su punto. Había que concentrarse en cada materia, en cada plato, en cada profesor si quería aprender algo del arte de la cocina. Ella quería ser como Leonardo, inventar recetas nuevas, sabores novedosos. No le habría molestado tener un mecenas como Ludovico Sforza o Lorenzo de Medici, alguien que pusiera el dinero para que ella se consagrara a mimar el paladar de su señor. Pero eso requería muchas horas sin sueño, muchos sacrificios de los que tarde o temprano el cuerpo acusaba recibo. El sueño, el sueño, solo quería dormir y olvidarse de que el mundo real no está hecho para que ella…
—¡Paula!
Miró con espanto al niño que, por primera vez, sonreía.
—Sé una cosa… —dijo tranquilamente él.
Paula recordó su carne con puré y se levantó. ¿Cuánto tiempo se había quedado frita? Aturdida, corrió a la cocina percibiendo un mínimo olor a chamusquina y rogó estar equivocada. Se acercó recelosa hasta la olla donde se cocía la carne. No, los cubitos no se habían quemado, sí el líquido que había caído cerca del fuego. Retiró la olla y la cubrió con una tapa de vidrio. El almuerzo estaba listo, tan solo faltaba comprar las frutas para el postre. Si la señora venía a almorzar, ella quería evitar el tono de cariñoso mandato.
—¿Me acompañarás, Osip?
—He descubierto una cosa, y quiero que la veas. Un lugar.
—Dime qué es.
—Ven a ver. En mi cuarto.
Paula suspiró pero no desaprovechó la ocasión.
—Si voy, ¿me acompañarás a comprar fruta?
El niño se quedó mirando.
—¿Me acompañarás?
—Ven —dijo, y salió de la cocina.
Paula se resistió unos instantes pero, derrotada al fin, fue tras él. El niño la cogió con fuerza de la mano y subieron las escaleras. Entraron en la habitación. Las paredes azules no sostenían ningún estante, solo llenaban el vacío la cama mullida con su mesita de noche y una mecedora donde montaba guardia un oso gigante y marrón. Paula se estremeció.
—¿No te da miedo ese bicho?
—¿Quién? ¿El Señor Fenris?
Paula se rió.
—¿Señor Fenris?
—No, no me da miedo. Me acompaña en las noches. Me protege.
—¿De qué?
El niño la miró con reprobación, con la misma mirada autoritaria de la madre. Experimentó la humillación del siervo al que se le recuerda hasta dónde llegan sus derechos. Para espantar esa sensación, agregó:
—No hay que temer a la noche, Osip. Son las horas que Dios nos manda para que dejemos descansar al cuerpo.
—Eso depende de qué lado estés —la empujó contra la ventana y le señaló fuera—. Mira al bosque.
Paula pegó la cara al cristal y vio pinos que se extendían desde los límites de la piscina hasta donde comenzaba a elevarse un cerro, a esa hora oculto por la neblina.
—¿Ves el camino y la casita?
Paula aguzó la vista y no vio más que árboles y más árboles, ramas verdes de todas las tonalidades que se movían sin compás.
—Solo veo bosque.
—¡No! ¡No! Ahí hay un camino, ¿es que no lo ves?
Ella temió que el niño empeorara su estado de ánimo. Quiso decirle que sí, que veía el camino y la casita y el humo de la chimenea que se elevaba hacia el cielo y hasta una niña, una niña que jugaba en el patio con un perro mientras su madre colocaba en la ventana un pastel que comerían al final del almuerzo, pero sabía que Osip detectaría que lo engañaba.
—Pues yo no veo nada.
Se apartó de la ventana.
El niño la empujó de nuevo.
—¡Pero no! ¡Está allí! ¡Tiene que estar allí! ¿Lo ves? ¿No ves el camino que va a la casita?
Paula solo vio árboles y neblina. ¿Había algo allí en realidad que ella no podía detectar? Abrió la ventana de par en par y se asomó. Tan solo le llegó el olor de los pinos y el rumor de las ramas balanceadas por el viento.
—Mira, Osip, no me he puesto los lentes de contacto y el bosque está demasiado lejos para mi miopía.
—¡Pues póntelos!
La chica todavía tenía que pasar tres semanas más en esa casa. No lo soportaría, tendría que reconocer que su carácter no congeniaba con los niños y se vería obligada a aceptar el dinero que Iván le ofrecía.
—Ya no hay tiempo para ir a comprar fruta, así que te propongo una cosa: Mejor, bajemos a comer, porque la carne se va a enfriar y eso sería algo horrible con el trabajo que me ha dado prepararla. Después me cuentas más de ese caminito, ¿te parece?
—¿No lo dices solo para que coma?
—Además, tu mamá va a regresar y se enfadará si sabe que no has comido.
—No lo creo.
Paula detectó cierto resentimiento en su voz. Tal vez la culpara de la ausencia de su padre. “¿Le habrán contado la verdad? ¿Le habrán dicho cómo murió?”.
Ella sí lo sabía. Antes de que la contratara, la señora le explicó que Osip, aparte de ser hijo único, se había quedado sin padre y que por eso debía tratarlo con especial delicadeza, cosa que a Paula le pareció tarea sencilla. Mientras le explicaba su situación familiar, observaba a la señora, joven aún, y no pudo evitar pensar que las viudas atractivas siempre parecen culpables de la suerte de sus maridos y de sus hijos huérfanos. Mientras reverberaba en su cabeza la palabra huérfano, su curiosidad fue más veloz que su prudencia:
—¿Hace mucho que lo mataron?
La señora supo disimular de inmediato una súbita y disgustada sorpresa y contestó con dulzura anónima, como si comprendiera que los pésames hacen reaccionar a algunas personas de la manera más torpe, debido sobre todo al asombro que siempre causa la muerte.
—A mi marido lo atropelló un camión. Lo arrastró por el asfalto. Sus extremidades y su cabeza quedaron regadas a lo largo de un kilómetro y tuvimos que velarlo con el ataúd cerrado. Osip no sabe nada de esto y quiero que siga siendo así.
“Al menos sabe que está muerto”, pensó Paula. Si Osip creyese que su papá aún vivía, no sería tan taciturno y una lumbre de esperanza iluminaría aunque fuera pálidamente su tristeza. Sintiendo amor por el niño, le acarició la cabeza y bajaron, él taciturno y ella solidaria.
Pero cuando Osip probó el primer trozo de carne ahogado en puré pareció sumirse en una alegría primaria y devoró con los ojos muy abiertos. “Menos mal que he preparado bastante”, se dijo, “porque este niño come como si tuviera veinte años”. El puré le chorreaba por la barbilla mientras masticaba enjundioso la carne. Paula le limpiaba la boca con diligencia y le obligaba a parar para que masticara con normalidad. Jadeaba cansado, pero seguía queriendo devorar trozos y más trozos de carne. Al rato sus ojos se sumieron en la modorra del que se ha hartado de comer, y se quedó dormido al lado del plato vacío.
—Pareces un huérfano de Dickens —murmuró Paula cuando lo subía en brazos, dormido, para que reposara. Lo desvistió y vio que sus piernas estaban picadas por los zancudos y la panza le subía y le bajaba con la placidez del gordo bien alimentado. Corrió las cortinas para que la luz no lo despertara, pero antes de cerrar le pareció ver en el bosque un dudoso trazo como de serpiente y una casa de techo rojo: abrió de nuevo y solo vio bosque. ¿Tenía Osip razón? ¿Había una casita? El niño se revolvió en la cama y murmuró entre sueños: “Allí, allí”.
Paula oscureció el cuarto, acercó al Señor Fenris al lado de la cama, por si acaso, y salió de puntillas, dejando que el carnívoro descansara un rato.
Cuando bajó a la cocina encontró a la señora con un amigo cuya presencia estremeció su epidermis. Ambos devoraban con la misma avidez que Osip los trozos de carne con puré. “Los modales se heredan”, pensó.
—Dios mío, Paula, esto está exquisito. ¿No hay más?
La chica sonrió. “Después hay algunos que dicen que cocinar no es un arte”.
—¿Y esta delicia cómo se llama? —preguntó el hombre.
—Carne a la leonardesca, un plato muy antiguo.
—Esta es la chica de la que te hablé, Jose.
El hombre dejó de masticar y la miró atentamente. Tendría unos cincuenta años. Las orejas obstruidas por pelos que asomaban en tirabuzón y el pecho oscuro a causa del poblado vello, la lanzaban con vértigo hacia lo desconocido. Sus ojos verdes casi amarillos estremecieron a la muchacha que, aunque sabía que alguien así nunca le atraería lo más mínimo, no pudo evitar hacer un mohín de coquetería destinado a seducirlo. ¿Por qué esta atractiva repulsión? Quizá la señora no se diera cuenta de su alborozo. ¿Por qué sentía deseos de coquetearle si era un viejo que no le causaba ninguna gracia? ¿Por qué su mirada quería hurgar más allá de la camisa, donde seguramente los pelos hacían que el olor masculino fuera más feroz?
—Pues tendrás que preparar de esto más a menudo. ¿Qué tal para la cena de mañana? —dijo el hombre.
—Para esa noche tengo a punto lo que les voy a servir.
—¿Y qué es?
—Es una sorpresa, pero no se arrepentirán —dijo Paula rebañando con feminidad el poco puré que habían dejado para ella—. Mi talento es como el de Leonardo, imprevisible —bromeó.
—¡Está allí! ¡Está allí!
El grito de Osip detuvo el zumbido de las cigarras vespertinas. El sol había disipado la neblina y la montaña se veía nítida. Corrieron a la habitación del niño y cuando entraron estaba pegado a la cabecera de la cama con la mirada fija en la ventana, sudoroso, desorbitado. La señora, muy seria, lo abrazó y lo arrulló hasta que recobró la serenidad; mientras, le explicaba que no había nada que temer, que había sido una pesadilla y que eso le pasaba por comer tanto al mediodía, que él sabía que los almuerzos abundantes le producían esos sueños horribles.
—No hagas cena, mamá.
—Está bien, si no quieres, esta noche no cenarás —le contestó la señora mientras lo acariciaba y Paula tuvo por un momento la impresión de que Osip se refería a la cena del día siguiente con sus amigos.
El niño sollozaba menos por el susto que por el placer de ser consolado por las manos finas de su madre. ¿Le pareció a Paula que lo lamía para tranquilizarlo? Se acercó a la ventana y apartó las cortinas: la luz del sol entró y la realidad fue otra. A esa hora la montaña parecía más corpulenta, más cercana. Paula, que se había puesto sus lentes de contacto, volvió a hurgar entre los verdes de los árboles a ver si detectaba el camino o la casa que Osip quiso enseñarle, pero otra vez vio solo bosque impenetrable.
—Esos pinos.
—¿Qué pasa con los pinos? —preguntó la señora, que mecía a su hijo adormecido en su regazo.
—No parece un bosque natural. ¿Sabe quién los puso ahí?
—No; pero tuvo que haber sido hace mucho, porque hay árboles que tienen como cien años. Que yo recuerde, el bosque de San Guinefort siempre ha estado allí.
—¿San Guinefort?
—A mi marido le gustaba este lugar. Solíamos alquilar una cabaña en las vacaciones. Y cuando supe que esta casa estaba en venta no lo pensé dos veces. A él le hubiera gustado; cada vez que veníamos pasábamos frente a esta casa y hablaba de lo feliz que habría sido aquí. Creo que la compré para que por lo menos sepa que nosotros la estamos disfrutando. Esté donde esté.
—¿Y dónde queda la cabaña?
La señora se levantó acomodando a Osip en la cama, dormido de nuevo; roncaba como beodo, lo que devolvió la ternura a las mujeres. Se acercó a la ventana y la abrió de par en par.
—Estaba allí —señaló hacia donde crecía la vegetación.
—¿Es que el bosque no ha sido siempre del mismo tamaño?
—No, desde luego. Las zonas que se quedan deshabitadas poco a poco son cubiertas por la naturaleza, que no perdona.
—Tiene gracia.
—¿Qué?
—Osip insiste en que todavía se puede ver desde aquí el caminito y la cabaña en la que pasaba sus vacaciones.
La señora arrugó el ceño y la miró con desagrado.
—¿Qué dices, niña?
Paula habló más bajito, como si las palabras fueran más o menos responsables de lo que significan dependiendo de su volumen.
—Eso, que Osip se puso pesado esta mañana queriéndome demostrar que la cabaña se veía desde aquí. Y por más que yo echaba ojo, no veía más que árboles. Tuve que decirle que la miopía me impedía ver tan lejos.
—Imposible.
—Eso le dije yo, que era imposible que…
—Osip no había nacido en esa época. La última vez que vinimos fue cuando lo concebimos. Si estuvo en la cabaña alguna vez fue en mi vientre. No me parece de buen gusto que juegues con esto, niña.
La señora salió de la habitación sin hacer ruido, pero visiblemente enojada. Paula miró por la ventana, confundida, y esta vez sí pareció que había camino y casita y humo de chimenea que se elevaba hacia el cielo.
—¿Ahora sí cumplirás tu promesa? —preguntó Osip, clavando sus ojos grises-de-ciego y sonriendo como lo hacen los que tienen la conciencia tranquila.
El ruido de la camioneta se oyó alejándose tan deprisa que las cigarras volvieron con sus cantos monocordes e hicieron que la tarde fuera lenta otra vez.
Paula se desabrochó el sujetador de su bikini escarlata y se echó boca abajo. Por fin podría disfrutar de las comodidades de la casa, pensó un segundo antes de que sonara su teléfono. Temió que fuera la señora, lista para frustrar su relajante sesión. Miró la pequeña pantalla: era Iván. La melodía que ella misma había inventado para las llamadas entrantes insistía para que atendiera, y si dejaba que sonara otra vez se activaría el buzón de voz. ¿Qué quería Iván en ese momento? Seguramente atormentarla un poco más con las posibilidades infinitas de unas vacaciones juntos, y aunque ella estaba convencida de su decisión de trabajar esas semanas, la sola conversación podría frustrar lo bueno que le quedaba al día. Y como la enfermera que deja que el anciano se ahogue en sus propios efluvios, dejó que el teléfono se callara y recibiera los tontos lamentos de su novio. Ya hablaría con él más tarde; había deseado descansar al lado de la piscina, un espacio amplio y climatizado que permitía bañarse aunque el invierno de afuera congelara el aire, y eso es lo que se disponía a hacer. Un techo de cristal corredizo dejaba pasar los rayos de sol pero no el frío, y unos ventanales abatibles permitían estar en contacto con la naturaleza o no, según fuera el gusto. Paula había cerrado el espacio para que el niño pudiera jugar en el agua, flotando en un salvavidas; lo tenía controlado desde donde estaba. Chapoteaba encantado y como el sol todavía iba a estar un rato más, Paula no quería desaprovecharlo. Lamentó no poder hacer un topless en toda regla. No se sintió completamente en confianza porque aunque las reacciones del niño delataban su edad mental, las pelusillas del bigote y los bracitos revelaban que las hormonas no andarían muy lejos. Así que prefirió condenar a sus pezones a la oscuridad del bikini. Paula se dejó llevar por los ruidos y los gritos de Osip al territorio del sueño. “No debo dejarlo solo, no debo dormirme”, pensó consciente de que en nada estaría del otro lado, y el césped verde y el agua azul y los bracitos del niño alborotando el agua a su alrededor.
—¡Paula! —gritó Osip.
La chica se levantó alterada, dejando ver los pezones. El niño se quedó alelado y extendió la mano para tocarlos; ella recogió rápidamente su sujetador y se lo ajustó.
—¿Qué haces, niño?
Osip no contestó, como si no se hubiera dado cuenta de que estaba desnuda. Había salido de la piscina y todavía chorreaba agua.
—¿Me vas a llevar a la casita?
Paula miró hacia el bosque y no vio sino árboles y maleza. ¿Cómo podría convencerlo de que eran imaginaciones suyas? No tenía derecho a quitarle la ilusión, aún era muy pequeño; pero, si seguían con eso, ella misma acabaría por creerse las historias del niño. Se abrochó el bikini, y ahora su cuerpo estaba más ceñido; se incorporó y lo miró con afecto. Quedaba algo de tarde y era una buena oportunidad para dar un paseo; la señora le agradecería que lo sacara de la casa. Antes de hablar, cambió de opinión.
—Está bien, Osip. Pero antes quiero que juegues conmigo.
—¿Qué juego?
—El juego de los ciegos.
—Ese juego no existe.
—Claro que existe; yo lo jugaba con mis amigas en la escuela, ¿tú no?
—No tengo amigos.
Paula vio que ese no sería un buen camino.
—¿Quieres jugar o no?
—Está bien. Vamos a jugar a los ciegos.
Se sentaron en una mesa al lado de la piscina. Uno frente al otro. Sobre el agua rebotaba la luz del sol y ella deseó meterse. ¿Por qué no estaba en la playa con su novio? Para consolarse, pensó que en solo doce meses estaría trabajando en alguno de los mejores restaurantes del mundo, haciendo lo que le gustaba y teniendo tiempo para ir cuantas veces quisiera a la playa con su novio o con los novios que en ese entonces tuviera.
—Empiezas tú. Eres el ciego y tienes que describir algo; el que lo haga mejor, gana.
—¿Qué gana?
Paula no desaprovechó la oportunidad.
—¿Quieres apostar?
—Sí.
—Entonces el que gane decide a dónde vamos.
El reto tuvo el efecto esperado.
—Si gano yo, nos vamos al parque, Osip.
—A la casita. Yo quiero ir a la casita.
—Para estar seguros de que la descripción concuerda con lo que se pide, voy a traer un papel y un boli para anotar. Espera un momento, ahora vuelvo.
Paula regresó y apuntó en letra de molde: “Señor Fenris”.
—¿Quieres que describa al Señor Fenris?
—Exactamente.
—¿Tengo que cerrar los ojos para hacer la descripción?
—Si es más fácil para ti, hazlo. Pero el juego no se trata de cerrar los ojos, sino de describir las cosas como lo haría un ciego.
Osip no cerró los ojos y comenzó:
—El Señor Fenris está siempre sentado en su mecedora. Nunca nadie se sienta en ella porque no le gusta que le quiten su puesto. Nadie le lleva la contraria porque el Señor Fenris es enorme, por lo menos dos veces más grande que un oso de verdad. Sus pelos son largos y cubren su cuerpo, menos los ojos y la lengua, que es roja y siempre la tiene fuera. Me basta con abrazarlo para darme cuenta de que sería incapaz de hacerme daño. Él existe en el mundo para protegerme y por eso está sentado en su mecedora haciendo guardia antes de que vengan esos que del otro lado esperan a que me duerma para comerme. Los ojos del Señor Fenris son de vidrio verde y tienen en el centro granos de café que le hacen parecer que está muerto, porque no parpadea ni nada; es un truco para engañar. En cada pata tiene tres uñitas de tela que no hacen daño cuando son de tela, pero cuando en la noche da vueltas alrededor de mi cama es mejor no enfrentarse a sus garras porque duele mucho si te lanza un zarpazo. El Señor Fenris es bueno conmigo. Yo no le tengo miedo, pero los demás, sí.
Paula se anudó a la altura de las axilas un pareo que le cubrió el cuerpo porque una brisa fría atravesaba la piscina e inutilizaba el calor del sol.
—Muy bien, anotado.
—El Señor Fenris se va a poner muy contento cuando sepa que hemos hablado de él.
Osip cogió el cuaderno. Paula se acomodó en su asiento y cerró los ojos.
—Estoy lista, dime qué quieres que te describa.
—¡Espera! —dijo y salió corriendo hacia su habitación. Cuando regresó, traía un pequeño envase en la mano—. Listo.
Paula volvió a cerrar los ojos.
—Dime qué quieres que te describa.
—Bueno, pero antes…
La chica percibió el calor de Osip cerca de sus labios y por un momento se supo vulnerable. “¿También un niño puede abusar de la confianza que una mujer le da?”, se preguntó entristecida y miró: las manos del niño iban hacia sus ojos.
—¿Pero qué haces, imbécil? —dijo Paula y lo apartó con más fuerza de la necesaria. El niño dio un grito y colocó los labios en posición de gemido.
—Yo solo quería ayudarte —y una lágrima bajó gorda y salada por el rostro de Osip.
—No entiendo.
El niño mostró lo que había traído.
—Es ungüento de hada. Te iba a ayudar a ver mejor las cosas.
—No, yo veo bien así, con mis lentillas es suficiente, gracias.
Paula no estaba dispuesta a sentirse culpable.
—Es un agradecimiento de hada y no se puede repudiar.
—¿Repudiar? ¿Dónde has aprendido esas palabras, niño?
—Fue lo que me dijo el hada cuando me lo regaló. “El ungüento sirve para mejorar la percepción del mundo y ver más allá de las cosas. Te lo doy como un agradecimiento de hada, y eso no se puede repudiar porque serás castigado”, fue lo que dijo.
Paula examinó el envase y comprobó que se trataba de una crema para quitar el maquillaje. Rogó por que la señora regresara pronto y la relevara de la responsabilidad. Necesitaba echarse en su cama, pensar en su novio y dejarse llevar al sueño en que la piscina es un lecho para ser devorada.
—Está bien; ponme de ese ungüento.
—La casita, quiero que me describas la casita.
Paula cerró los ojos y no supo qué inventarse. ¿Una casa de cuento de hadas con su cerca de madera? ¿La casa de caramelo y chocolate de la bruja de Hansel y Gretel? Pensó en las casitas de las fábulas y se sorprendió al darse cuenta de que todas las casas de los cuentos infantiles eran iguales. La de los tres cerditos, la que destruye el lobo; la casa de los siete enanitos de Blanca Nieves; la de tío conejo; la casa de Pulgarcito, la casa del leñador y la casa del abuelo de Heidi en las montañas; hasta la casa de Bilbo Baggins tenía la misma forma: una puerta de madera, una ventana para colocar pasteles recién hechos y una chimenea.
—Bueno, la casita que dices tiene, como todas las casitas… —Paula se quedó en suspenso sin saber qué decir porque nada le venía a la mente, en blanco como una estepa del Ártico. Entonces Osip levantó sus dedos y untó el ungüento de hada sobre los párpados de la chica. Los ojos se le enfriaron y una luz inmensa que lo abarcaba todo, un picor agudo y un bamboleante mareo se adueñaron de ella. Y Paula vio. Claro que vio.
La casita.
—¿Ya? —preguntó Osip.
Paula abrió los ojos. El niño revisaba con cuidado lo que había escrito. Allí estaba apuntado el relato de lo que acababa de ocurrir en su cabeza. ¿Sería a causa del ungüento? Revisó el envase: solo se trataba de crema para quitar el maquillaje, pero tal vez en los párpados produjera alucinaciones; tendría que revisar el prospecto. La noche empezaba a acurrucarse en los rincones y juzgó que era el momento de entrar en la casa.
—Vamos, Osip, es hora de que te bañes, va a llegar tu mamá y tengo que hacer la cena.
—¿Y quién ha ganado el juego de los ciegos?
Paula suspiró derrotada.
—Tú, claro.
—¿Gané yo?
—Sí, has descrito mejor al Señor Fenris que yo la casita, que ni siquiera conozco.
—¡La conocerás! ¡Vamos!
—No, Osip, hoy no, se ha hecho demasiado tarde y no es bueno meterse en el bosque de noche —el niño frunció el ceño y guardó silencio—. Pero no te enfades, chico, que mañana vamos, seguro. Anda, sube a bañarte, que tu mamá debe estar por llegar.
El niño entró en la casa pero ella no escuchó el agua de la ducha. Descorrió el techo de cristal, abrió los ventanales y el frío se apoderó de la piscina. Cuando subió, encontró a Osip sentado en su cama, enfurruñado. Y a Paula no le quedó más remedio que optar por el alboroto de las hormonas. Se sentó a su lado y suspiró.
—Tienes que entender, Osip, se nos fue la tarde jugando. Y yo no puedo sacarte a esta hora de la casa.
—Pero yo gané.
—Sí, ganaste —y lo atrajo hacia ella con un brazo—, y por eso mañana vamos a ir a buscar la casita, ¿te parece?
—Yo quería ir hoy. ¡Todos me dicen mentiras siempre!
—No te pongas así, osito —Paula lo estrechó con ternura contra su pecho, el pareo se ladeó y el rostro del niño pudo aspirar el aroma que emanaba de las axilas de la chica, tranquilizándose cuando se abrazó a ella—. Verás que mañana nos vamos a divertir; ve a bañarte, que yo tengo que prepararte algo para cenar, ¿sí?
—Pero promete que mañana me llevarás —dijo el niño aferrándose a la cintura y Paula sospechó que era momento de soltarlo. Aunque pocas, las feromonas del niño rebuscaban entre los intersticios de su piel y esto la perturbó.
—Lo prometo, ¡pero báñate ya! —le dijo haciéndole cosquillas y el niño se revolvió con pequeños gritos de alegría.
Mientras preparaba unos sándwiches para Osip, escuchó el agua de la ducha y cómo el niño imitaba la voz masculina de una ópera desafinada. “Los hombres se comportan igual después de unos cariñitos”, pensó ella recordando la estrategia que también utilizaba para contentar a Iván las veces que este se enfadaba con ella. No escuchó el motor de la camioneta de la señora apagarse ni a ella entrando en la cocina. Eran las nueve de la noche.
—¡Muero de hambre!
Paula gritó y soltó el cuchillo con que untaba mantequilla de maní, que rebotó hasta el suelo, manchándolo. La señora se agachó, recogió el cuchillo y la señaló:
—¿No habrá más carne con puré del mediodía?
—He hecho unos sándwiches con lo que quedó; pensé que llegaría más tarde, pero creo que alcanza para los tres.
—¿Y Osip?
—Lo envié a que se bañara porque pasamos toda la tarde en la piscina.
—Se nota —dijo la señora cogiendo el pareo mal colocado en una silla.
Devoró uno de los sándwiches con la misma avidez con que Paula la había visto comer al mediodía. La señora la observó con detenimiento, como si midiera sus proporciones y calculara cuántos años tardaría en engordar como ella. “Tal vez”, pensó Paula, “no le guste verme tan delgada. Y encima yo con este bikini”.
—¡Osip, baja! —gritó la señora, mientras cogía otro sándwich. “Después se preguntará por qué ella está gorda y yo no”, murmuró mientras hurgaba en la nevera y sacaba un yogur—. ¿Eso es lo que vas a cenar? No serás anoréxica, ¿no? —dijo la señora sin emoción alguna y siguió saboreando la carne untada con mantequilla de maní.
Afuera, la neblina había ocultado la montaña y los pinares y el camino y la casita; y el agua de la piscina, por el frío, parecía una sustancia lechosa donde pululaban seres que de día eran invisibles pero que de noche recobraban la corporeidad de lo imperecedero. Osip comió en las piernas de su madre, alimentado con trocitos que le iba pasando mientras daba instrucciones a la chica y hablaba por teléfono. Se preguntaba cómo hacía para tener tantas órdenes preparadas para ella, tantas órdenes en una casa donde solo vivían dos adultos y un niño. Yendo y viniendo de aquí para allá, Paula no supo si la señora alimentaba a su hijo con trocitos del sándwich o con parte de lo que ella tenía masticado. ¿Vio cómo regurgitaba la comida? A medida que disminuían las fuerzas del niño —cabeceaba sobre el pecho de su madre—, como la gallina que sucumbe al sueño al final de una ajetreada jornada, asimismo Paula perdía las fuerzas y solo deseaba hundirse en su almohada. ¿Por qué le gustaba tanto dormir en esa casa? ¿Justamente porque había ido a trabajar? Cuando la señora vio que Osip estaba rendido, colgó el teléfono.
—Voy a acostar a mi hijo. Tú recoge esto… Ah, ¿y sacarías unas bolsas que he dejado en la camioneta?
No tanto la orden, sino el condicional: Paula se dio cuenta de que eso era lo que le molestaba. El condicional. ¿Por qué dar órdenes como si estuviera sugiriendo una posibilidad? ¿Qué condicional era ese que negaba las condiciones del otro? “Quiero ser chef, quiero ser chef”, se repitió como un mantra para no insultar a la señora que la trataba con feroz amabilidad. “Si no fuera porque quiero ser chef”. Salía con el niño en brazos cuando el teléfono volvió a sonar. Miró por encima del hombro de Osip y bufó.
—Tengo que contestar esta llamada. ¿Subirías tú al niño? —dijo mientras se lo entregaba.
Paula acostó suavemente a Osip en su cama y cerró la ventana que estaba abierta; corrió un poco las cortinas. “Mañana la luna estará llena”, le musitó al niño en el oído con la lengua pastosa de cansancio y le dio un beso. Arrimó al oso de peluche al lado de la cama.
—Sí que te han descrito bien, Señor Fenris —dijo, encendió una pequeña lámpara que generaba una penumbra acogedora, y cuando salía oyó la vocecita que venía como de otro mundo.
—¿Seguro me llevarás mañana?
Se giró. Osip la miraba desde el sueño. Se acuclilló y le acarició el pelo.
—Duérmete, Osip, y no te preocupes. Mañana está del otro lado de esta cama.
Le dio otro beso y lo arropó mejor, por si el frío se colaba en la noche. Antes de incorporarse vio el ungüento de hada al lado de la lamparita y una idea cruzó como un rayo: ¿qué haría ella con ese ungüento? Esa respuesta no la tenía, pero caminó con más prisa hacia su cuarto con el temor propio del que ha cometido una falta y no quiere que nadie se entere. En su habitación recordó que tenía que bajar a sacar unas bolsas de la camioneta. “Eso lo hago más tarde”, pensó. Se quitó el bikini y se puso el albornoz donde sin pensarlo guardó el ungüento de hada. Entró en el baño y dejó correr el agua; esperó a que estuviera muy caliente y luego rebajó la temperatura graduando el agua fría. Cuando la temperatura era agradable se desnudó y entró a la ducha con el cabello suelto. Con el agua impactando sobre su cabeza y su espalda, echó de menos no tener una bañera; en una bañera podría dormir dentro del agua tibia, arrugándose poco a poco como una sirena sin aletas. Ahora solo podía proporcionarse el placer de la ducha, del agua puliendo su cuerpo como si fuera la roca de un río, una laja bruñida. Sus músculos se relajaron y salió del baño preparada para dormir; ajustó la alarma de su teléfono a las siete de la mañana, para que la señora no tuviera que despertarla de nuevo. También había que cumplir un horario en ese trabajo. Cuando estaba a punto de apagar la luz, se acordó.
—¡Coño! ¡Las malditas bolsas!
Se levantó con la pesadez de quien ataja el sueño en el borde de los ojos. Ya se calzaba las zapatillas cuando la melodía particular de su teléfono sonó tan fuerte que temió que la escucharan en toda la casa. Era Iván. De nuevo. Suspiró con fastidio pero no tuvo más remedio que contestar, más para que la melodía desapareciera que para conversar con el muchacho.
—¿Iván? —trató de responder con entusiasmo, e incluso intentó una sonrisa por los momentos hermosos que había vivido con él, pero sabía cuál iba a ser el tema de la conversación, y eso le fastidiaba, la ponía a la defensiva. Él no descansaría hasta que ella abandonara ese trabajo, así que optó por hacerse la sorda—. ¿Iván? ¡No te oigo!
Se recostó contra la cabecera de la cama y vio que afuera todo estaba ya muy oscuro y frío. ¿Se estropearía el contenido de las bolsas?
— No, no, ¡se oye muy mal! ¿Me oyes? ¡Iván! ¡Sí, aquí estoy bien, contenta, la señora es cariñosa y el niño es un encanto! —gritó sin demasiada seguridad, y antes de que Iván se diera cuenta de su engaño, lo cortó—: ¡Oye, aquí es muy tarde ya, así que es mejor que hablemos mañana!
Las palabras al otro lado del teléfono activaron en ella las inestables terminaciones nerviosas del bajo vientre y sintió que las cosquillas del placer la reclamaban y colgó antes de que su novio, al otro lado, en otra playa, se diera cuenta de que las alarmas de la excitación hacían estragos en su epidermis y las lágrimas empujaran los párpados. Prefería no hablar con él. Todavía no.
Suspiró hondo para recuperar la tranquilidad y se concentró en ese momento: ¿Qué tenía que hacer? Ah, sí, las bolsas. Bajó las escaleras; la señora se había encerrado en su habitación —la luz permanecía encendida— y la casa estaba a oscuras y en silencio. No parecía que media hora antes estuviera dando órdenes a diestra y siniestra y que hubieran estado comiendo como animales sándwiches de carne con mantequilla de maní. Salió al garaje. Tres bolsas reposaban unas contra otras del lado del chofer, demasiado pegado a la pared, así que Paula entró por el lado opuesto. El asiento de ese lado estaba ocupado por libros. Los puso en el asiento trasero y entró. Cerró la puerta y dejó que el silencio se instalara. Más allá del garaje, solo oscuridad. Tampoco se escuchaba nada. Paula encendió las luces: el haz blanco cortó la neblina que se paseaba por el jardín sin orden. Ni siquiera la montaña era una mole que pudiera adivinarse en la noche cerrada. Curioseó dentro del coche pero no vio nada que le llamara la atención. Bostezó. Su cuello pedía un poco de reposo. Miró qué contenían las bolsas: cajas de cereales, verduras, toallas sanitarias, papel para escribir, bombillos, lejía, un cable y dos litros de leche de larga duración. Paula se imaginó una compra apresurada, sin lista, sin organización, ¿o no? Abrió la puerta y las colocó en el suelo. La tercera solo contenía cuadernos de colores. En la cocina colocó cada cosa en su sitio y guardó las bolsas. Descubrió que en el fondo de la bolsa de los cuadernos había un pequeño libro. Paula lo cogió y leyó el título: Terredad. Lo abrió: eran poemas. Pasó de un lado a otro las hojas y se lo metió en el bolsillo del albornoz; sería una lectura perfecta para quedarse frita de inmediato. En su habitación se cambió el albornoz por una camiseta y un pantaloncito de algodón; colocó el ungüento de hada en la mesita de noche, se metió debajo de su manta y cogió el libro. Leyó el primer poema murmurando las palabras con la intención de ir sumergiéndose en el mundo del sueño. Lo acabó, pero no lograba conciliar el sueño. De repente estaba despejada como si acabara de dormir veinte horas seguidas. Suspiró. Se puso un dedo en la boca y dijo:
—Y qué pasaría si…
Alargó el brazo y agarró el envase de la mesita de noche; lo abrió y con dos dedos se untó un poco de ungüento de hada en cada párpado. Picaba un poco y daba sensación de frío, mareaba, eso no era común en las cremas para quitar el maquillaje, el contenido estaría caducado. Lo volvió a colocar en la mesita y se rió.
—Qué cosas, Paula —dijo, se volvió a meter debajo de la manta y apagó la luz.
Un instante después roncaba plácidamente.
“En el bosque, donde es pecado hablar, pasearse, no poseer raíz, no tener ramas, ¿qué puede hacer un hombre?”, le dijo a Paula una voz lejana, una voz que venía de un lugar más allá de los límites. Así que caminó hasta la frontera de su propio sueño y traspasó una puerta por la que accedió a un territorio sosegado, menos agitado que el mundo onírico. Estaba en su cama, en el cuarto, en casa de Ligia, donde cuidaba de Osip. El reloj marcaba las doce de la noche. ¿Había despertado? Miró hacia afuera. Desde algún lugar del firmamento la luna estaría alumbrando. Abrió la ventana y respiró un aire cálido que la llamaba. Se puso unos zapatos para correr, un suéter rojo con capucha y bajó las escaleras sin hacer ruido. “La soledad no basta para engañar al viento”, le pareció oír a Paula en el murmullo del aire, y pensó que estando aún medio dormida no era buena idea salir. Asomarse un poco y sentarse en el porche a contemplar la noche sería suficiente. Pero cuando llegó a la entrada vio que el camino no estaba oscuro, la luz de la luna y las farolas de la calle iluminaban con intensidad, o sus ojos se habían acostumbrado a la penumbra. Le pareció buena idea pasear un rato; total, en media hora estaría de regreso. Se metió las llaves en el bolsillo y cerró la puerta con cuidado. Caminar por la carretera era suave, y la animaba ganar cada curva, descubrir un nuevo tramo, aunque sabía que en esa dirección terminaría llegando al pueblo. Se detuvo y se devolvió. Pasó frente a la casa y siguió carretera hacia arriba, no había ido nunca más allá y era un buen momento para investigar. Otra ráfaga de viento cálido animó su cara y le pareció oír: “de ningún brazo se construye una puerta”. ¿Estaba teniendo alucinaciones, o el viento le traía la voz de alguien que a lo lejos recitaba un poema?
Sus piernas se cansaron pronto de ascender, y se inclinó colocando las manos sobre los muslos para recuperar el aliento. ¿Es que no tenía resistencia? Con veintiún años no esperaba sentirse tan vieja. Se secó el sudor y se irguió para seguir. Pero antes de comenzar a caminar escuchó claramente: “la piel, la uñas nunca sirven para un nido de pájaros”. Oyó unos pasos.
—Y el viento lo sabe —dijo la voz más cerca de ella.
Se le paralizaron los pulmones. Pero hizo un esfuerzo y corrió hacia arriba, a donde parecía que había una luz, tal vez una casa vecina, una gasolinera, un sitio donde recuperar la cordura y estar a salvo. Cuando superó la curva de la carretera vio que no había nada; la luz que parecía provenir de una casa o de una gasolinera se difuminaba en el aire como si la envolviera y continuaba hacia delante, como un horizonte lumínico que jamás se pudiera alcanzar. Resollando, se detuvo.
—En el bosque, quien no ha logrado ser un árbol solo puede llegar de parte del otoño a pedir unas hojas —Paula escuchó la voz con la nitidez de un megáfono.
En vez de sentir miedo, se enfureció. ¿Quién la seguía? ¿Quién le estaba jugando esta broma tan pesada? ¿Acaso su novio había venido para asustarla, para obligarla a regresar con él? El pecho se le inflamó de ira y protesta: ¡Maldita sea! ¡Que me dejen decidir mi vida! ¡No necesito un hombre que me esté diciendo lo que debo o no debo hacer!
—¡Basta ya! —gritó, pero su voz no recibió ninguna respuesta—. ¿Quién está allí?
Sobre la carretera solitaria flotaba una luminiscencia, una sustancia lechosa de formas imposibles. Paula se sentó al borde, agotada, confundida. ¿Qué voces eran esas que estaba escuchando? Abajo se veía la casa, la piscina y la camioneta de Ligia Luperca. Alrededor de la piscina flotaba la misma luz lechosa; era un efecto que producía la luna en ese lugar al incidir sobre la neblina de la montaña. La montaña. Paula aguzó la vista y vio la casita que obsesionaba a Osip. ¿Entonces existía? ¿Podría llegar hasta ella? Unos metros más allá se abría un sendero que se internaba en el bosque. Caminó hasta donde había un cartel oxidado y maltrecho que decía: “Bosque de San Guinefort – Perro, Santo y Mártir – El pueblo en su devoción lo recuerda y lo bendice – mcmxxx”. Sin meditarlo, entró. Había luz suficiente, así que pensó que le sería fácil regresar. Pero una vez dentro del sendero se dio cuenta de que el bosque era más tupido de lo que parecía. Caminó con menos seguridad. La luna brillaba en lo alto pero alrededor de ella aumentaban las tinieblas. Escuchó otra vez: “En el bosque donde es pecado pasearse ni poseer raíz, ¿qué crees que puedes hacer?”. Asustada, trató de regresar pero el bosque se había cerrado detrás de ella, borrando el sendero. Corrió sin ver nada, enganchó su suéter con una rama y se tropezó con una piedra. Cayó al suelo de frente y su boca probó el sabor de la tierra y las hojas secas. Gritó pero sabía que ahora no la escuchaba nadie. La voz, muy cerca de ella, rodeándola, le dijo: “mejor si llevas harapos de mendigo, algún morral raído, un palo, un perro y ninguna esperanza”.
—¿Qué quieres de mí? —dijo sollozando, segura de que había sido un inmenso error salir de noche a caminar sola por un lugar que no conocía.
Esta vez tampoco obtuvo respuesta, la negrura del bosque contrastaba con la lumbre de la luna, que había seguido en silencio sus pasos. Empezó a caminar sin saber qué dirección tomaba, entregada ya, esperando de un momento a otro sentir el golpe certero en la cabeza, el empujón que la echaría contra el suelo. Sabía lo que pasaría a continuación. No hay magia en estas cosas, pensó, las violaciones son todas iguales, el agresor cae sobre su víctima más asustado que ella, esperando percibir los signos de pánico que él mismo siente, para tranquilizarse. Y cuando ella grita, cuando su cara de terror delata que su cuerpo es un miedo milenario al desgarro, entonces se siente por fin poderoso y eso lo excita. El miedo que exhala la víctima es un bálsamo de vida para el agresor, lo que le da fuerzas para despojarla de sus ropas y abusar de ella hasta en los lugares más remotos. El triunfo de su excitación, la capacidad para abrir las cavidades contraídas de la víctima se debe a que ella misma lo despoja con su indefensión del terror que él lleva consigo desde que tiene memoria.
Paula siguió caminando, atemorizada y sin voluntad, esperando que la imprudencia de su paseo terminara como suelen terminar: con su cuerpo al fondo de un barranco, a la orilla de un río, carcomido por los animales y con las señales de que el violador ha obtenido lo que buscaba. Sin fuerzas para detenerse, pero tampoco para correr o dar zancadas más seguras, dio un paso en falso y rodó por una pendiente que con la oscuridad no se veía. Rodó unos metros hasta un claro, adolorido el cuerpo, pero sin fracturas. Lloró en silencio un rato y maldijo su mal tino a la hora de tomar decisiones. Bajó la intensidad de la luna, que se escondió tras una nube.
—¿Por qué coño no estoy con Iván en la playa? —gritó y dio golpes contra el suelo hasta que le dolieron las palmas. Una brisa le tocó la cara llena de tierra y creyó oír la voz una vez más: “la piel, las uñas nunca sirven para un nido de pájaros”. ¿Y si estuviera soñando?, pensó, y se frotó los ojos para ver si entre la espesura detectaba el sendero que la sacara a la carretera de nuevo.
Vio otra cosa.
Unos ojos rojos la observaban a pocos metros de distancia, y cuando la luna salió de la nube, pudo ver la forma de un lebrel grande y jadeante que le gruñía.
—¿San Guinefort? —exclamó aterrorizada.
El perro gruñó más fuerte y ella no tuvo tiempo de saber si se trataba del mismo animal santo y mártir que le daba nombre al bosque. Más rápido fue su miedo que la empujó a correr desesperadamente, cada vez más asustada a medida que se le acercaba y sentía que estaba a punto de caer bajo sus pezuñas. Huyó hasta que las fuerzas la abandonaron y resbaló por el suelo dando varias vueltas sobre sí misma. Llena de miedo, lo único que se le ocurrió fue rogar de rodillas, “no me comas, San Guinefort, no me comas, que yo creo en ti, no me comas, San Guinefort, por favor, no me comas”. Y con los ojos cerrados oyó cómo se le echaba encima el perro y esperó el mordisco: pero pasaban los segundos y nada sucedía, solo la brisa feroz que le golpeaba la cara.
Cuando volvió a mirar la naturaleza había cambiado a su alrededor.
No era un bosque cerrado, ni una neblina lechosa, solo la luna iluminando un sendero limpio y musgoso, un sendero que llevaba hacia la casita de techo rojo que Osip tanto quería visitar. Paula pensó que se había vuelto loca, que algo en el agua del lugar había trastornado su entendimiento. Vio que estaba sucia y que su suéter estaba lleno de polvo, sus zapatos mugrientos y sus manos rotas. “Mejor si llevo harapos de mendigo”, murmuró Paula, que vio cómo el sendero comenzaba a desaparecer ante su vista. Se frotó los ojos otra vez y el sendero volvió a aparecer. ¿Había olvidado quitarse sus lentes de contacto? Miró fijamente la vereda que unía la carretera con la casita y pocos instantes después empezó a desaparecer, la casita se difuminaba y al mundo regresaba la triste negrura de la soledad. Entonces comprendió. El ungüento de hada. Había funcionado tal como Osip le había dicho. Frotó suavemente sus párpados y el sendero brilló, la casita apareció nítida, cercana, el bosque era un prado donde el césped invitaba a descansar. Desechó la idea de acercarse y desanduvo el camino poco a poco, frotando sus párpados cada cierto trecho para que no desapareciera. Cuando salió a la carretera se limpió con el suéter el resto de ungüento que le quedaba y mientras iba bajando hacia la casa oyó que la voz de San Guinefort, lejana, le decía:
—Mejor si llevas harapos de mendigo y ninguna esperanza. Verás cómo te trata el viento, cómo su ofrenda te llenará las manos.
Una ráfaga le calentó el rostro cuando llegó al porche de la casa. Miró al cielo y la luna no estaba. En cambio, las tímidas tonalidades del amanecer se asomaban desde el este anunciando que el sol era un rey oriental. Entró en la casa con sigilo y fue a echarse a su cama, exhausta por el paseo. Enseguida comenzó a roncar.
A los cinco minutos, sonó la alarma de su teléfono: eran las siete de la mañana.
—¿Paula? ¿Estás despierta?
Paula estaba a cientos de kilómetros de allí, metida en una tormenta de arena, y por eso no escuchó la voz de la señora detrás de la puerta. El viento caliente que arrastraba la arena chocaba contra su cara y los orificios —nariz, orejas, boca— se congestionaban acumulando pequeños granos de polvo. ¿Cómo entonces escuchar la voz que la llamaba? Por suerte una mano impedía que saliera volando: su novio la ayudaba a caminar por entre la tormenta, hacia el oasis donde estaría en calma. El oasis donde podrían sumergirse y sacarse toda esa asquerosa arena de encima, allí donde ella flotaría para que Iván volviera a pasear los dedos por su vientre, soldados de la legión en territorio extranjero. Desierto ella, desierto él, y el viento chocando contra sus cuerpos, interponiéndose entre ellos y la felicidad de flotar en el líquido original.
—¡Paula! ¿Puedo entrar?
Pero Paula no la oyó, ausente como estaba; a salvo, allá, en el oasis, Iván y ella solo pensaban en sumergirse en el agua. Ella quería estar limpia y suave para él, no tenía otro objetivo en la vida más que ofrecerse como dátil maduro, como aceite espeso entre los dedos de su novio. E Iván, por su parte, solo sabía hurgar en ella y arrancar de su piel, junto con los gemidos, los trocitos de avellana que conformaban sus poros, la miel que se derramaba de.
—¡Paula! ¡Son las nueve! ¿Estás bien? —la zarandeó la señora y Paula abrió pesadamente los ojos, sin intención de hacerle caso hasta que recordó: trabajaba para ella.
Se incorporó.
La señora estaba en su cuarto sin permiso, y eso no le gustaba, pero no podía hacer nada; era su culpa. El cabello levantado, la piel erizada, el frío que le calaba las piernas: se había quedado otra vez dormida y la sonrisa más bien socarrona de la señora no traía buenos presagios. “¿Cuánto he dormido?”, pensó, y cuando vio que el reloj de su teléfono marcaba las nueve y cinco supo que no había dormido lo suficiente y que el día sería la pesadilla de los perezosos como ella.
—Lo siento, me he vuelto a quedar dormida.
—No te preocupes, Osip sigue en la cama. Mira, hoy no puedo desayunar, he tomado un café y he comido un cruasán. Así que solo prepara el desayuno para Osip y para ti.
—Muy bien.
—Abajo te he dejado unas cuantas cositas para que las hagas hoy. La primera: que no te olvides de darle la medicina a Osip a las once.
Paula vio que su suéter y el pantalón estaban en el suelo, sucios de tierra. “Entonces no he soñado lo del sendero”, se dijo, y sintió una punzada en un costado. La caída había sido fuerte pero el dolor había tardado en aparecer.
—¿Vendrá a almorzar?
—Tampoco; tengo muchas reuniones hoy. Además, tengo que ir a la ciudad a buscar mis nuevos libros. ¡Ah, Terredad! —la señora cogió el poemario que estaba en la mesita de noche—. Así que te gusta la poesía.
—Pensaba devolvérselo.
—¿Te gusta?
—Solo pude leer el primer poema. Después caí muerta de sueño.
Paula se agachó y recogió su suéter y su pantalón, lo juntó con la sábana e hizo un hatajo indistinguible; no era necesario que la patrona conociera sus andanzas nocturnas. No por ahora.
—El primer poema es el mejor del libro, creo yo. “En el bosque, donde es pecado hablar, pasearse, no poseer raíz, no tener ramas, ¿qué puede hacer un hombre? La soledad no basta para engañar al viento, de ningún brazo se construye una puerta, la piel, las uñas nunca sirven para un nido de pájaros. Y el viento lo sabe”.
Paula ocultó un bostezo con el gesto de admiración que las palabras de la señora le produjeron. ¿Había soñado la salida de la noche anterior? ¿O el ungüento de hada le había provocado alucinaciones auditivas cuando se perdió en la carretera? Tal vez lo que Osip llamaba ungüento de hada era en realidad una droga que aumentaba el sentido de la vista pero que tenía secuelas esquizofrénicas como las que había sufrido ella. Por eso pica y marea.
—¡Lo sabe de memoria!
La señora hizo un gesto a medio camino entre el orgullo y la nostalgia.
—A mi marido le gustaba la poesía de Montejo, y ese era su libro favorito. Esa palabra, terredad, lo conmovía. Cuando vinimos por última vez a la cabaña lo trajo. Ayer lo vi en la librería donde compré los cuadernos y no pude evitar la tentación de llevármelo.
—¿Cree que a Osip le gustará que se los lea?
La señora frunció el ceño.
—¿Te parecen apropiados?
Había durado demasiado la simpatía de la señora esta mañana; seguramente había vuelto a meter la pata. Quién sabe qué otra cosa pueda haber tras la mirada triste de un niño de once años. ¿Cómo no herirlo si viene sin instrucciones?
—Lo siento, yo solo…
Pero no tuvo deseos de terminar la frase.
—Quédate el libro si quieres. Te servirá para entretenerte.
—Gracias.
—Pero eso no va a ser hoy, niña. Tienes muchas cosas que hacer.
—La cena, sí.
—Esa es una de ellas; y si preparas algo tan rico como la carne en puré de verduras de ayer, estoy segura de que mis amigos te lo agradecerán.
—Carne a la leonardesca —aclaró Paula.
—Sí, eso. Muy rico. Te he dejado dinero suficiente en la cocina por si necesitas comprar alguna cosa, pero te pediría que fueras a la tienda y te trajeras cuatro botellas de vino. ¿Podrían ser Ribera del Duero? Me da igual si la carne es roja o blanca. Incluso si no hay carne: quiero que el Ribera no falte en la cena.
—Muy bien. ¿Algo más?
Paula se puso el albornoz sobre la camiseta y el pantaloncito de algodón para ocultar mejor los posibles golpes y, con disimulo, guardó el ungüento de hada en uno de los bolsillos.
—Compra lo que quieras, haznos felices esta noche. Pero cuando vuelvas de comprar el vino me gustaría que trabajaras en una cosa con Osip.
—Usted dirá. —Paula sospechó que ese día no podría seguir cultivando su bronceado echada al lado de la piscina.
—En la cocina encontrarás tres cuadernos. Uno es para Osip, otro para mí y el tercero es tuyo.
“¿Qué trama esta tipa?”, pensó. “¿Algún juego de mesa tonto o qué?”.
—¿Y qué hago con ellos?
—Qué haremos con ellos.
—Okey, qué haremos.
—Quiero que Osip use el suyo para dos cosas que le gustan: dibujar y contar historias. Que haga por lo menos dos historias y un dibujo. Verás que en cuanto se lo digamos se va a emocionar. He dejado al lado de su cuaderno bolígrafos de colores y marcadores para que pinte.
“Bien”, pensó Paula, “eso lo puede hacer en la mesa de la piscina mientras yo duermo y me tuesto como un grano de café”.
—No lo dejaré hacer nada más hasta que no termine sus deberes. Será divertido —dijo Paula agregando entusiasmo por su trabajo. “Chef, chef, quiero ser chef”, gritó por dentro.
—Perfecto, veo que se lo van a pasar en grande. Ahora mi cuaderno.
—¿Le importa que me meta en la ducha mientras me explica? Así me termino de despertar.
La señora la miró de arriba abajo algo sorprendida y estuvo a punto de arrugar el gesto. Pero se lo pensó mejor y sonrió.
—Como quieras.
Con la malicia oculta tras la falta de sueño, Paula se liberó del albornoz y del resto de la ropa como una Afrodita que se deshace de la espuma y dejó que por un breve instante la señora contemplara lo que ella no podía mostrar con impudicia. Y esta no ahorró miradas para detallar casi con curiosidad golosa la juventud que se le ofrecía desnuda, cándida y mañanera. Paula abrió el grifo de agua caliente pero ésta salió tan fría que se quedó sin respiración unos segundos, hasta que comenzó a calentarse.
—¿Te parece bien? —preguntó.
La pequeña Venus, recuperada del súbito golpe del agua fría, se dio cuenta de que no había prestado atención a sus palabras, pero prefirió arriesgarse y disimular.
—Como le parezca mejor.
—Bien, pues haces eso. Espero que me dejes las mejores.
“¿Las mejores qué?”.
—Seguro que sí, señora.
—Y que no sean tan complicadas.
“¿Complicadas? ¿Qué quiere decir con complicadas?”. Necesitaba más información.
—¿Cuántos cuadernos dice que hay en la cocina? —gritó mientras se quitaba el jabón que resbalaba por sus piernas.
—Tres. Pero no te preocupes, cada uno tiene su nombre y su función. Menos el tuyo, eso lo decides tú.
—¿El mío no?… Y se supone que debo hacer algo con él, ¿no? —murmuró sacudiendo la cabeza para expulsar el agua que sobraba.
—Es un regalo para ti.
—¡Gracias! —dijo con más alivio que gratitud.
—Tengo que irme, ¿Despertarías a Osip?
—Me visto y bajamos a desayunar. ¿Quiere que la llamemos al mediodía? Digo, si no está muy ocupada. El niño a veces la echa de menos.
Y como no recibió respuesta, Paula sacó la cabeza a través de la cortina y vio que hablaba sola: un baño vacío es un lugar donde fácilmente puede anidar la melancolía. Así que se enfundó en el albornoz y se revolcó sobre su cama, como el animal que amanece contento y tiene ganas de cazar.
Osip estaba despierto pero no se había levantado. Con sus ojos grises como de ciego miraba al techo y murmuraba. El aroma de Paula entró primero que ella, y Osip intentó ignorarlo, pero no se ignora la tersura.
—¡Buenos días, dormilón! ¿Qué haces?
El niño enmudeció un instante pero de inmediato continuó con sus murmuraciones. Paula se sentó a su lado y empezó a escudriñar también el techo, a ver si así mejoraba su humor.
—¿No tienes hambre?
—No.
Él siguió murmurando.
—Pensaba prepararte unas panquecas de maíz con queso que te encantarán.
El niño dejó de murmurar.
—Hoy vamos a la casita —dijo tranquilamente.
“Coño, se acordó”, pensó Paula.
—Claro, como tú digas.
Colocó el ungüento de hada en la mesita de noche sin que el niño se percatara.
—Ahora mismo —insistió.
Se acomodó a su lado y le pasó el brazo por encima.
—¿Sabes por qué no podemos ir ahora mismo, Osip?
—¿Por qué?
—No has desayunado.
—Cuando regresemos.
—Ni te has lavado los dientes.
—Cuando regresemos.
Paula sonrió inquieta. Estaba agotada por la jornada nocturna y tenía miedo de que el efecto alucinógeno del ungüento resurgiera. Tampoco estaría sentándole bien al niño. “Eso podría explicar su ánimo depresivo”, pensó. Si lo había estado utilizando como daba la impresión, quién sabe qué síntomas habrá estado generando en él, porque si con veintiún años su viaje fue tan intenso, ella no quería pensar cómo habrán podido ser los de Osip. Hizo una mueca de sonrisa cuando pensó que la verdad del raro comportamiento estaba en que el niño era un drogadicto. ¿Lo sabría la madre o tendría ella que decírselo?
—Primero hay que hacer unos deberes.
—¿Qué deberes?
—Tu mamá me ha dejado encargada para que hagamos unas tareas.
—¿Y la casita?
—Luego, cuando terminemos.
El niño retomó las murmuraciones.
Paula acercó la oreja poco a poco a ver si captaba algo de la letanía pero a medida que se aproximaba el niño disminuía el volumen de sus murmullos. Alejó la oreja y el niño aumentó progresivamente el volumen; repitió la operación y otra vez Osip bajó el volumen de lo que recitaba. Estuvieron un rato jugando a acercar y alejar la oreja, hasta que Paula se cansó:
—¡No vale! No escucho lo que dices, haces trampa —dijo la chica, divertida.
El niño sonrió con maldad.
—No hago trampa, te castigo.
Paula dejó de reír.
—¿Por qué?
—Me mientes siempre. Y no me gusta que me digan mentiras.
Osip corrió hacia el baño.
Cuando Paula oyó el grueso chorro de la orina del niño su vientre dio un vuelco. “Pronto será un hombre”, pensó, otro con el que debía de estar alerta. Instintivamente se protegió el seno con el albornoz y quiso estar más cómoda: sus pantalones de siempre y una blusa suave.
—¡Te espero en la cocina, Osip!
Paula salió y bajó hacia la cocina.
El niño, en el baño, cepillaba a conciencia sus dientes pequeños y afilados mientras repetía los murmullos que había estado recitando en la cama:
—Que se muera ya, que se muera ya, que se muera ya.
‘La casita del bosque’ es el primer capítulo de la novela Nochebosque, del escritor Juan Carlos Chirinos (Valera, Venezuela, 1967), que publicará la semana que viene la editorial Casa de Cartón. Chirinos fue finalista del premio Rómulo Gallegos en 2005 con El niño malo cuenta hasta cien y se retira, publicado por Ediciones Escalera.