Díganme, ¿quién no ha sentido un miedo cerval frente al Aquelarre de las pinturas negras de Francisco de Goya?
Es una pintura sin salida –pienso. Cada vez que me encuentro frente a ella, intento explorar con un titubeo angustioso algún pretexto para marcharme de la sala que la alberga, pero todo se vuelve un ejercicio torpe. Retorno una y otra vez y permanezco ante ella. Ahí, en la oscuridad –de la ignorancia y quizás del terror– una muchedumbre de desleídos rasgos parece atender –si esto fuera posible por sus deformidades– las predicaciones de una figura que se intuye amenazadora y terrible. Diríase que pronuncia algunas palabras dedicadas al embriagado grupo. Pero qué sueño tan tenebroso es éste. Qué palabras llegan a mis oídos. ¡Qué desolación tan intolerable!
No deseo conocer más. No deseo ser partícipe de este sombrío acontecimiento. No deseo ser cómplice de aquello que mis ojos advierten. Un abismo de estremecimiento se apropia de mi cuerpo y retrocedo alejándome de la pintura.
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Abatida, me siento en el centro de la sala y observo la llegada de los visitantes. Miro sus pasos errantes, el lenguaje de sus cuerpos. Vacilan al entrar –ésta no es una sala cualquiera–, lentificando sus pasos una vez cerca de las pinturas. Sigo con la mirada a quienes se acercan al Aquelarre. ¿Qué ocurre en aquellos primeros instantes entre sus ojos y la pintura? Algunos solo verán una obra decimonónica; otros descubrimos asociaciones contemporáneas, identificamos a aquellos cuerpos deformes, a aquellos monstruos de mirada aterradora con nombres y lugares del presente. Mis ojos atraviesan la sala, desembocan de nuevo en el Aquelarre, y el pavor regresa. Ay, hermanos míos, ¡qué terroríficos rostros están ante mí!
En mis visitas al Museo del Prado la pintura aguarda mi llegada. Desde la entrada de la sala me encamino hacia ella: allí el Aquelarre aguarda oscura y amenazadora. Reviso una y otra vez la muchedumbre: el macho cabrío, los embrujados y la joven en la parte derecha de la pintura. Pero ¿quién es esta mujer? ¿Es acaso una bruja o una joven en espera de su ritual? ¿O tal vez alguien fuera del territorio del demonio?
Yo los conozco. Conozco a cada uno. A cada uno de esos monstruos yo los conozco. Pero no en la pintura, sino en un lugar aún más terrible. Ellos han conformado y conforman nuestra vida en Irán, se apropiaron de ella y luego la modelaron a su gusto. Codiciosos, en momentos insospechados, incluso en sueños regresan. Yo reconozco cada uno de los rostros y deseo marcharme de la sala. Pero ¿y la chica que espera a la derecha de la pintura? ¿Qué será de ella? Quizás debo cuidarla. Quizás mi cometido sea velar por ella.
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Sahar Khodayari murió el pasado mes de septiembre en Teherán. Tenía tan solo veintinueve años.
Días antes prendió fuego a su menudo cuerpo a la salida del Tribunal de Justicia tras saber que podría ser condenada a seis meses de prisión tras haber intentado asistir durante los juegos de la liga de la Confederación Asiática de Fútbol al partido de su equipo, Esteghlal, contra el equipo Al-ain de los Emiratos Árabes.
¿Qué empuja a una joven a prenderse fuego? Unos afirmaron que lo hizo por una enfermedad mental. Otros sostienen que buscaba alterar el orden público. El régimen ha orquestado una campaña de desinformación y mentiras desde su muerte, obligando a su temeroso y frágil padre a comparecer ante la televisión estatal culpando a agentes externos de utilizar la imagen de su hija. Nada sirve sin embargo para ocultar la verdad: el único culpable de la muerte de Sahar Khodayari es el monstruoso sistema de normas y leyes aberrantes que cae cual plomo sobre las mujeres iraníes. Ella, azul como el color de su amado equipo Esteghlal, murió en el hospital a causa de sus quemaduras el lunes 9 de septiembre.
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La chica de azul no pertenece a ningún cuento de hadas ni a ninguna pintura. Nació en la hermosa tierra de los poetas persas. Una tierra toda ella un jardín de rosas. Una tierra por donde las almas más sensibles caminaron, la habitaron y le rindieron homenaje. Pero ahora pertenece a los monstruos. El jardín de rosas fue devorado por la celebración de los verdugos y el espectáculo del Aquelarre.
Díganme, ¿será verdad que en la tierra de la poesía no quedan más fanales?
Sé por convicción que toda oscuridad tiene su fin.
Ruego que no la abandonemos.
En memoria de Sahar Khodayari.
La historia de Sahar Khodayari en Amnistía Internacional.