Ayacucho
La palabra es una consigna, también un símbolo. Durante muchos años Ayacucho representó una ciudad en la distancia y la imposibilidad de un país.
Cuando él empezaba a tomar cursos de historia en el colegio –y le hablaban de la Batalla, de la Pampa, de la Independencia–la televisión traía esa palabra en un paquete con la consigna Sendero Luminoso.
Tal vez esta historia tenga un paralelo con la del niño que escuchaba por primera vez a Sinatra cantando New York, New York. El niño aprendió a cantarla por esos días en que las Torres Gemelas se derrumbaban. La ciudad, en las noticias, aparecía acompañada por miles de muertos, campañas militares, torturas, guerras de veinte años.
Cuando él empezaba a estudiar la historia, Ayacucho aparecía en las leyendas de las fotografías, acompañando a soldados asesinados, autoridades ajusticiadas, campesinos en fosas comunes.
Adiós pueblo de Ayacucho.
¿Cuándo habría escuchado él esa canción?
En las fiestas de la familia eran de tomarse unos tragos y empezar a cantar. Tal vez ahí: con el vibrar de las botellas apoyándose en los vasos, la cerveza chorreando, el eco de alguna guitarra.
De Ayacucho venían las niñas que llegaban a la casa en Lima buscando a su madre para que les diera trabajo. Julia llegó de ahí. Esa chica de ojos grandes que le enseñó sus tetas por 50 soles y que lo mandaba a dormir asustado.
Julia sabía contar las historias de brujas. También el horror de haber visto una noche a su padre ejecutado («con un hacha le cortaron la cabeza») por los cumpas. Ella contaba y él lloraba.
Huamanga
Tal vez el proyecto más importante del segundo gobierno de Alberto Fujimori fue la carretera que unía a Lima con la ciudad de Huamanga (Ayacucho fue el capricho bautismal de Simón Bolívar).
Ese proyecto calzaba muy bien con su mitología de pacificador del Perú. Además: costa y sierra siempre se han mirado desconectadas y recelosas, aún sabiendo que el futuro de una depende de la otra. Conectar Ayacucho con el mundo, después de tanta guerra, tenía sentido común.
(Tal vez la pregunta que deberías de hacerle a la historia de esa república centralista, oligárquica, europeizada y racista es ¿Por qué no se hizo antes?)
En 1993, la única entre sus amigos y familiares que había viajado por tierra hasta Ayacucho era Rossana Díaz. Ella hablaba de un viaje de varios días, de microbuses charcherosos, de retenes militares y soldados hostiles que pedían los documentos apuntándote con la máquina de matar.
Hasta que se hizo la carretera.
En su memoria hay una imagen borrosa en la pantalla de la tele: el Ingeniero Fujimori camina sobre las arenas de la costa, cerca de la ciudad de Pisco, y apunta hacia las estribaciones andinas, a las montañas que cruzaría su carretera Libertadores-Wari.
Cuando estuvo terminada, todos los limeños, de repente, querían viajar a Huamanga. Querían ver con sus ojos la famosa Semana Santa, visitar las 33 iglesias.
Él no sabe muy bien quién organizó su viaje. Su grupo era de muchachos de clase media, estudiantes de comunicaciones (Por lo tanto: algo de izquierdas, un poco antisistema. Aunque ellos hoy, tal vez, lo negarían)
Andaban aburridos de la Semana Santa enarenada en la playa La Ensenada. De los fines de semana en Huaraz, del soroche del nevado Pastoruri.
El viaje a Huamanga duraba 10 horas. 560 kilómetros por una pista negra, recién pintada. El autobús que los llevaba era enorme pero de mecánica precaria. La agencia encargada del viaje era tan informal que alguien en su grupo la bautizó como Trafaza Tours.
Salieron varias horas después de lo programado. Nunca aparecieron las camas reservadas en un hotel tres estrellas de Huamanga. Él y sus amigos se acomodaron en las habitaciones privadas de Trafaza Tours. Al lado de las camas, arrinconados, se veían los juguetes y la ropa de los niños.
Pero aquel año no tenía sentido quejarse, en ese país donde todo sucedía como por milagro.
La noche del Viernes Santo, le dieron varias vueltas a la Plaza de Armas, asombrados de encontrarse con la misma gente que veían antes en las carpas de La Ensenada, en la Plaza de Huaraz.
El Sábado de Gloria, él deambuló, tomando cerveza y preparados en grandes botellas de plástico. Trataba de mirar más allá de la plaza. Sospechaba que la gente de Huamanga lo miraba con extrañeza.
Ellos jamás vieron a tanto limeño junto. «Tiene que ser una impresión desagradable», pensó.
A las cuatro de la mañana, entró a la Catedral.
Decenas de huamanguinos encendían las velas de una imagen gigante: el Cristo que le daría la vuelta a la Plaza, empezando al alba. Sería el inicio del Domingo de Resurrección, la conclusión de otra Semana Santa.
El cargaba al cuello una cámara de fotos prestada del laboratorio de la Universidad. Parado en el atrio, miró hacia un lado de la plaza, hacia el otro. Imaginaba cuál sería el mejor lugar para las fotos. Entonces escuchó que lo llamaban. Desde un escarabajo, un taxi. Era su amigo el Poeta.
–Chato, súbete.
–¿A dónde vamos? preguntó él.
El silencio significaba que la pregunta estaba de más.
Una luz azul bañaba las calles de tierra por donde se metieron. Empezaba a clarear cuando les abrieron y cruzaron un portón de metal. El Poeta bajó primero y él lo siguió hacia una casa, hacia una sala semioscura. Había una pequeña barra, un bartender con sueño. Mesas vacías. El bartender prendió la música. El muchacho que los había hecho pasar, les dijo:
–Ya bajan las chicas.
No sabe muy bien por qué le preguntó a esa muchacha de dónde era. Tal vez porque estaba muy callada. No parecía tener ganas de nada. Estaba seguro que la habían despertado para que lo atendiera.
El cuadro era patético: el cuarto oscuro y silencioso. La muchacha de Satipo le daba la espalda y le decía que se le había acabado el tiempo. Alguien golpeó la puerta, dos veces, apurándolo.
Al regresar al bar, el Poeta pareció asombrarse. Dijo que a él sólo le gustaba sentarse en una mesa y conversar.
–Sí huevón, dijo él. O tal vez no lo dijo y solo lo pensó.
El escarabajo los regresó al centro de Huamanga. Ya era de día. No había procesión. La plaza estaba llena de basura.
Un detalle más de ese viaje: la capa de nieve en la carretera que bajaba hacia la costa. Era el desenlace adecuado para un tiempo de insensatez, de muertos, de millones de heridos.