Hubo un momento de la noche en que me acordé de mi ex, porque a regañadientes andaba por el Pontoon, zigzagueando entre travelo y meretriz, y decidiendo si debía volver a casa antes de destrozar mi economía, hígado y falo. Porque siempre hay un momento en la noche en que si continuas las consecuencias pueden llegar a ser hasta funestas. Para colmo, me crucé con la amiga de mi ex que iba junto al mismo tipo que aquella noche de marzo de 2013 estaban a mi lado, en el mismo lugar, a la misma hora, en la misma discoteca: un latino venido a menos que vive de su padre y que viste camisas con iniciales.
Llegado ese momento, me prometí salir corriendo, que fue cuando La chica más alta de Camboya, a la que yo, evidentemente, confundí con un travesti, me envistió de manera chistosa; iba con su amiga: “Invítanos a una copa, ¿no?”. En vez de decirle que no bebía le dije que yo no pagaba copas a desconocidas, por lo que de nuevo, La chica más alta de Camboya, atraída por no sé qué –melena recogida de mala manera, tortillas de sudor en las axilas reflejadas en el exterior a causa de la vejez de mi simplista camiseta negra y lisa, aliento a vino y cerveza, mirada de ingreso psiquiátrico– fue aún más lejos.
—¿Comemos algo?
—–En Pontoon la comida es una mierda.
—Vayamos fuera.
—Yo conozco un sitio…
Y sin forzar la máquina, como los violadores que primero se ganan la confianza de sus víctimas –y eso que yo no fui el que inició la relación nocturna–, me vi en un tuk-tuk camino de mi restaurante –eran las cuatro de la mañana– donde en calzoncillos, por lo de romper el hielo, cociné una paella de mariscos que hizo las delicias de ambas muchachas, beodas hasta el límite de mi aguante. La chica más alta de Camboya, sublime en sus medidas aunque desprovista de pechos, comía de mi plato, que casi de mi mano, mientras se echaba vino en su copa convertida en bañera rojiza. Debo incluir, porque se me había pasado por escasamente interesante, que su amiga la acompañó en tan magnífico viaje vital, cuando no le puse el menor interés aunque ésta también comiera y bebiera de manera insultante.
La amiga de La chica más alta de Camboya, llegado el momento, se vomitó por dentro de blusa –“para no llamar la atención”, según me dijo–, en una escena que ni Buñuel. Mientras la recomendaba ir al baño, donde su acto heroico tendría derecho a un enjuague, me quedé a solas con la protagonista de esta historia, que no sólo por no haberse vomitado fue requerida para esos asuntos que todos llevamos dentro, desde aproximadamente los once años de edad, en donde nos vemos dispuestos a perder el culo por besarnos, descubriéndonos nuestros sabores bucales, queriendo que nuestros alientos se hagan pareja antes que nosotros mismos, cuando el porcentaje de éxito tras besar a una desconocida y asentar esa relación es inmensamente menor que el de coger una Vespino y querer llegar desde Madrid a Roma en una sola tarde. En este último párrafo querría aclarar que lo que la mayoría llama éxito para mi no es más que besar a las máximas posibles sin riesgo a infección amorosa. Pero yo no escribo para mí, sino para los demás.
Pues eso, que antes de que la amiga de La chica más alta de Camboya saliera de su sepultura en vida –una que acompaña a la amiga y no sólo la ve ganadora sino que se vomita encima en hogar ajeno– Chatra, que así se hace llamar esa mujer tan extensamente alta, y yo, nos besamos a propulsión, que es la única manera que tienen de hacerlo una pareja que hacía minutos se acababa de presentar; que si no hubiera sido por el vino indómito consumido aquello no habría pasado de tertulia de media tarde con final feliz al contrario: tú a tu casa y yo a la mía.
Lo peor de vomitarte en los pechos, en casa ajena y con, al menos, un desconocido delante, cuando además, ya tienes una edad –la amiga tenía 36–, suele atraer otros dramas, como el de salir del baño avergonzada y con el rostro rojizo y ver a tu amiga acoplada sobre las ingles, aún vestidas, de ese desconocido al que tú también soñaste con tirártelo.
Por lo que tras aceptar que su boca le olía a perros muertos, y La chica más alta de Camboya y yo ya nos habíamos comprometido, tomó las de Villadiego, dejando una estela de drama, de perdedora, habiéndose despedido de aquélla manera con el rostro desencajado y los andares regulares.
Como la vida no es fácil, La chica más alta de Camboya me obligó –ya eran las nueve de la mañana– a pasar por una extraña vicaría que en realidad era un pequeño templo, donde monjes con las túnicas roídas de mierda requerían dólares americanos para bendecir, para desear suerte, para apoyar los estados mentales de sus seguidores, que como Chatra, no requerían milagro celestial sino ingreso hospitalario. Dos horas antes me adjuntó ese dato que certifica que la pobreza de esta parte del mundo no es sólo económica, sino humanitaria: “Me he venido a Phnom Penh –realmente reside al sur de Camboya, en Sihanoukville– para ir a recoger a mi novio”. Su novio, un holandés de 62 años, mientras viajaba en turista, y tras transferirle cada mes a su cuenta dos mil dólares americanos, no sabía que su pareja, en vez de guardarle su ausencia, estaba, a pocas horas de su aterrizaje, despatarrada en la cama de un hotel cualquiera, respetando lo justo un acuerdo básico de ingresos en cuenta y amor a distancia, que a las primeras de cambio saltaron por los aires, llegando a aceptar el que escribe que si esto pasaba a cinco horas de su aterrizaje que no haría esa funesta mujer en su ciudad natal, donde pecar es aún más lejano.
—¿Te quieres duchar?
—Ya lo he hecho; mientras dormitabas. La clave es que lo hagas tú, que tu muchacho está al llegar.
En Camboya, y aunque no lo crean los miembros de la Real Academia de la Lengua Española, falta de higiene es sinónimo de infidelidad.
Joaquín Campos, 02/12/15, Phnom Penh.