Me impulsaba a tener pensamientos filosóficos. ¿Por qué me resultaba reconocible a mí, un muchacho judío, la escala de números de la radio nazi? Porque los números eran inmutables. Su orden era fijo, universalmente cierto. Incluso los nazis tenían que plegarse a ellos. Bueno, si los números eran los mismos para todo el mundo en cualquier lugar del universo, ¿no significaba eso que tenían que haber sido colocados en nuestros cerebros por Dios? Y si era así, ¿por qué, sino para enseñarle a todo el mundo la naturaleza de la verdad? Era cierto, por ejemplo, que dos más dos de cualquier cosa eran cuatro. Tanto daba lo que les aplicaras; los números, al ser de manera fija y eterna lo que eran y nada más, encarnaban la verdad
El 21 de julio de 2015 fallecía E.L. Doctorow; sirva esta humilde entrada como homenaje y recomendación literaria a un autor que podríamos colocar al nivel de los grandes norteamericanos, Philip Roth y compañía. Lo cierto es que el argumento del texto me convence. Esa es la atracción que ejerce el estudio de las matemáticas para muchas mentes proclives y, paradójicamente, también el fundamento del rechazo, repulsión o directamente acojone que provoca en otras gentes