Home Mientras tanto La ciudad donde me gustaría vivir, de Adam Zagajewski (1945)

La ciudad donde me gustaría vivir, de Adam Zagajewski (1945)

 

La poesía tala mástiles: es su principal quehacer. Toda bandera fue el pañal de un odio, por eso toda bandera hiede: la que más, siempre, la propia.

 

Junto a Marcel Alla recorro las barriadas de Abidjan, la mayor ciudad de Costa de Marfil. Marcel forma parte del ASMU, el grupo de Acción Social en Medio Urbano: entran en contacto con adolescentes sin escolarizar que, procedentes de familias sin recursos, carecen de oportunidades laborales, les ofrecen aprender un oficio en el taller de un profesional y al final les dan el material necesario para montar su negocio. La gente de ASMU ha llegado a un acuerdo con docenas de zapateros, peluqueras, sastres y mecánicos: a cambio de un dinero se comprometen a enseñar el oficio a los chicos y chicas que a su vez deben acudir sin falta y a tiempo al taller. Al acabar la jornada, todos los días, los jóvenes asisten a un curso de alfabetización. Saben que este programa es, quizá, la única cuerda que les tirarán para poder trepar fuera de la miseria. ‘Lo malo’, me dice Marcel, ‘es que cada vez son más. Trabajamos con doscientos jóvenes y no damos abasto. Nadie invierte aquí, las industrias se marchan porque el país está paralizado por la crisis política y la gente se empobrece más y más cada año que pasa’.

 

Caminamos por callejas malolientes, sucias de plásticos y sobras. ‘Los padres se quedan sin trabajo y no alcanzan a pagar la escolaridad de sus hijos. Las primeras que abandonan el colegio son las niñas: se considera que lo necesitarán menos. Como ya nos conocen en los barrios vienen a pedirnos ayuda: buscan algo que hacer. La mayoría logra completar la formación, la cuesta se empina después. Tal y como está la situación muchos talleres están cerrando: imagínate cual es el horizonte para los que quieren empezar ahora’. Aprender a pescar no es suficiente: hace falta tener a quién vender el pescado y que no te roben o te disparen de camino a la pescadería.

 

Los talleres en que entramos consisten en dos o tres cuartuchos calientes y poco iluminados donde el dueño y sus ayudantes se afanan sobre máquinas de coser, hormas o secadoras. Frágiles y esforzadas, estas minúsculas empresas sostienen a miles de familias: lo más parecido a una clase media que ha existido en África Occidental. ‘No sé cuánto aguantaremos’, musita un sastre viejo. ‘Los clientes cada vez tienen menos y lo que tienen lo usan para comer. Además con los cortes de luz perdemos horas y horas de trabajo. En este país todo va a peor’. Desde el mes de febrero los cortes de electricidad son constantes en Abidjan: a veces duran unas horas, a veces semanas. En algunos barrios se ha detenido el suministro de agua. Allá donde vamos la misma sonrisa franca de bienvenida, los mismos ojos jadeantes de esperanza en los aprendices y el mismo razonado estribillo en los que enseñan. ‘Desde que estalló la guerra todo va a peor’.

 

En septiembre de 2002 una parte del ejército dio un golpe de estado contra el Presidente Laurent Gbagbo: los golpistas no lograron hacerse con el poder pero sí ocupar la mitad norte del país creando, de hecho, dos estados. La asonada y la guerra que engendró provocaron miles de muertos y cientos de miles de desplazados. Y odio. Y el enmohecimiento de una economía que no hace tanto era una de las locomotoras de África. En 2005 finalizaba la traumática legislatura de Gbagbo mas como Costa de Marfil continuaba demediada él decidió permanecer en el cargo. Sin legitimidad alguna y presionado por la comunidad internacional al año siguiente alcanzó un acuerdo con los rebeldes para elaborar un nuevo censo, desarmar a las milicias, reunificar el territorio y celebrar elecciones. Yo me marché de Costa de Marfil unos meses después de la firma del acuerdo; he regresado tres años después: nada ha cambiado. El norte perdura en manos de matones de uniforme y en el sur los grupos paramilitares politizados no han sido desarmados, el censo es todavía un campo de batalla y hace tres semanas el Presidente Gbagbo retrasó la celebración de las elecciones por séptima vez. Por séptima vez. Creo que los costamarfileños sienten más fatiga que cólera observando la pudrición de su historia.

 

¿Cómo ha desembocado esta nación en su negativo? Unos culpan al despotismo ilustrado del Padre de la Independencia de Costa de Marfil, Felix Houphouët-Boigny, diseñador de una tierra musculada de inversiones y tullida de democracia que se desplomó cuando, en los ochenta, bajó el precio de los productos que exportaba. Mientras él agonizaba, en 1993, los dorados de su orgullosa criatura se desconchaban y una clase política feroz y mendaz pugnaba por el poder: las universidades se convirtieron en criaderos de fanáticos belicosos y la prensa empezó a vomitar inquina y falsedad cada mañana. Hasta hoy. Otros, muchos, braman contra la antigua potencia colonial, Francia, que quiso y desquiso, puso y depuso a mandatarios y conspiradores según los intereses de sus empresas. Todos tienen razón.

 

Sin embargo hay una causa mucho más honda y cancerosa. Durante décadas la prosperidad de la cristiana Costa de Marfil se construyó sobre el sudor de los inmigrantes que vinieron a trabajar los cultivos de café y cacao desde el África seca y musulmana. A ellos, a sus hijos y a sus nietos, ya nacidos en el país, se les permitía participar de la riqueza que creaban al tiempo que se les denegaba cualquier representación política. Ni tan siquiera se les daba un documento de identidad: eran silenciosos braceros traslúcidos en la tierra del color. Pero su número continuaba creciendo y un día los autóctonos comprendieron que los extraños eran suficientes para elegir a uno de sus líderes, un extraño, como Presidente de la nación. Para evitarlo desencadenaron un debate sobre la identidad nacional: aquel que no hablara, rezara, se apellidara y pensara como los autóctonos no era un auténtico costamarfileño y por lo tanto debía quedar excluido del censo. El lema era claro: tú estás aquí, pero tú no eres de aquí. Con al menos un tercio de la población viviendo como inquilinos indeseados en su propio país el conflicto se echó a gatear.

 

Doblando las esquinas de Abidjan, esquivando basura no recogida, mirando edificios que un día lucieron nuevos y ahora se encorvan ganados por la humedad y el decaimiento, voy recordando un poema del escritor polaco Adam Zagajewski. Se titula, La ciudad donde me gustaría vivir,

 

 

LA CIUDAD DONDE ME GUSTARÍA VIVIR

 

                        Es una ciudad silenciosa al atardecer, cuando

                        las pálidas estrellas despiertan de su desmayo,

                        y ruidosa al mediodía con las voces

                        de filósofos orgullosos y mercaderes

                        que traen terciopelo de oriente.

                        Arden en ella los fuegos de las conversaciones,

                        pero no las piras.

                        Las iglesias antiguas, piedras enmohecidas

                        de una vieja oración, son su lastre

                        y su cohete espacial.

                        Es una ciudad justa,

                        donde no se castiga a los extranjeros,

                        una ciudad de memoria rápida

                        y de lento olvido,

                        tolera a los poetas, a los profetas les perdona

                        su escaso sentido del humor.

                        Es una ciudad construida

                        según los preludios de Chopin,

                        reducidos a la tristeza y la felicidad.

                        Pequeñas colinas la rodean

                        en un ancho anillo; allí crecen

                        fresnos de campo y el esbelto álamo,

                        juez en la nación de árboles.

                        Un río impetuoso atravesando el centro

                        de día y de noche murmura saludos

                        misteriosos de las fuentes,

                        de las montañas, del azul del cielo.

 

 

Fíjate qué maravilla: ‘Arden en ella los fuegos de las conversaciones,/ pero no las piras’. Mi propuesta es sencilla: los escolares de la Tierra deberían memorizar este poema en lugar de sus respectivos himnos nacionales.

 

Si no hacemos algo pronto el futuro de Europa será Costa de Marfil. Quienes enarbolan enseñas, arguyen su identidad y proponen fronteras son fascistas. Quienes mandan cazar extranjeros en las calles y añaden hileras de ladrillos a los muros de la patria son fascistas. Llámense de izquierdas o de derechas: todos son fascistas. Patriotismo es el antónimo de humanismo. Que no te engañen: un patriota es sin excepción un patriotero. No has heredado ni una patria ni una esencia, has heredado una cultura nacida de mil sangres, una cultura que, como tú, se transforma y renueva en cada encuentro, en cada meandro. No eres de un lugar, estás en un lugar. Eres del mundo que escribes, compones, anhelas, fabricas, defiendes, creas. No eres el depositario de ningún origen, eres el sacro relevista de lo humano.

 

Yo no soy español. Soy de la ciudad que Zagajewski imaginó. Soy natural de la poesía.

Salir de la versión móvil