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La ciudad envuelta

 

En aquella ocasión el encuadre fotográfico resultaba ser estéticamente atroz, y lo peor era que no había manera de mejorarlo. Un pequeño grupo de casas bajas se había convertido en un escenario informativo importante dentro de una exclusiva y la imagen que mejor recogía la información de aquel lugar solo se podía hacer desde una posición determinada a la que había costado tanto acceder como dar con ella.

 

Algo habitual dentro del fotoperiodismo. Pero una vez en aquella posición el fotógrafo se daba cuenta, a través del visor de su cámara en la que previamente había colocado un teleobjetivo, que los cables  de varias torres eléctricas cercanas entraban, inevitablemente, en la toma fotográfica llevándose un protagonismo excesivo en la composición. Además aquellas torretas de conducción eléctrica llegaban a distraer de manera relevante la atención de lo que se deseaba destacar como información una vez publicada la fotografía.

 

Ya había sucedido en otras muchas ocasiones y el fotoperiodismo debía pagar el peaje de que la electrificación urbana e industrial entrase en los encuadres sin llamar a la puerta.

 

De regreso a su laboratorio fotográfico, el periodista empezó el proceso de revelado de negativo y posterior positivado en copias de blanco y negro bajo la luz roja.

 

Eran los años 80 del siglo pasado y en aquellos habitáculos donde los fotógrafos de prensa revelaban sus trabajos siempre había un momento crítico durante el cual el reportero cogía su lupa de aumento se la llevaba al ojo y la iba deslizando por el negativo con cierta habilidad para comprobar si aquellos fotogramas clave en su trabajo habían quedado bien. Muchas veces esa comprobación se realizaba cuando el negativo ni siquiera se había secado del todo.

 

Así, deslizando lentamente su mirada a través de aquella lupa minúscula por el negativo que sujetaba entre dos de sus dedos, encontró el fotograma deseado y lo colocó en el cajetín de la ampliadora para que su imagen se proyectara sobre el soporte blanco de su base. El resultado seguía siendo tan adverso como en el visor de la cámara y la luz roja ambiental del laboratorio añadía una atmósfera nada propicia para aliviar el cabreo del reportero y, una vez más, las líneas eléctricas entraron en una publicación sin el expreso deseo del periodista.

 

Días después una copia de aquella fotografía quedaba sobre su mesa de trabajo y mientras atendía una llamada de teléfono pintaba con un rotulador rayas imaginarias sobre la misma. Es decir, más cables. Era una pequeña venganza tan impulsiva como inconsciente. Cuando terminó la conversación miró aquella obra mixta y palideció por un momento. ¡Cómo no me he dado cuenta antes!, exclamó llamando la atención de sus compañeros más cercanos. Se levantó, cogió la foto y se fue a su coche antes de que el paisaje entrara en penumbra.

 

Cuando circulaba aleatoriamente su mirada era de otra manera. Exactamente al revés. Aquellos tendidos eléctricos eran los protagonistas de su mirada. El resto, las casas, el urbanismo, y la vida quedaban en lo marginal. Miró al cielo, que aquel día era de un blanco ligeramente gris y observó cómo los cables dibujaban el cielo como si fuera una bella partitura sin escribir. Aquella otra forma de ver le llevó a preparar un amplio reportaje personal que compaginaba con su trabajo profesional de reportero. Cuando dibujaba sobre el cielo sabía que su mirada tenía que ser contraria. La ciudad era marginal y los cables lo principal. Una vez finalizada aquella colección de fotografías fue expuesta y publicada con el nombre de La ciudad envuelta.

 

Somos el paisaje que creamos de la misma manera que el paisaje creado nos representa porque nos contiene. Expresionistas, románticos, locos, conquistadores, poetas, músicos, pintores, soñadores, asesinos, constructores de símbolos, banderas y dioses, necesitan el paisaje para contextualizar sus acciones. Se construyeron grandes símbolos de poder como los obeliscos y estos acabaron recorriendo otros paisajes y otras civilizaciones que nada tenían que ver con quienes los materializaron a golpe de enigma. Como ejemplo el de Luxor, en el antiguo Egipto, casi tres mil años antes de Cristo, desplazado en el siglo XX a la plaza de la Concordia en París. Creamos el modesto espantapájaros, representación burlesca de nuestra propia eficacia y lo paseamos descontextualizado por el mundo a través del paisaje y la tierra donde pretendemos recoger sus frutos en dura competencia con las aves.

 

El amor, la guerra, el odio, la fe, lo inmaterial, lo extrasensorial, la angustia, la belleza, la desesperación, y otra lista interminable de sentimientos se aprovecharon del paisaje para exteriorizar o esconder percepciones determinadas. Hasta los sueños se llenan de escenarios indescriptibles como si fueran territorios propiedad de diablos y querubines. La poesía, la literatura, la pintura, el cine, la fotografía y la música han cabalgado de manera sublime por bosques, playas, montes y desiertos transmitiendo diferentes señales que han llegado al mismo alma del hombre.

 

El fin del mundo es la destrucción del paisaje igual que los orígenes de la vida se circunscriben a la evolución del mismo. El hombre vio el paisaje y creó a su dios para explicarlo. La religión nace del paisaje después del hombre y es necesario interpretarlo y reinterpretarlo. Dios castiga a los hombres enterrando su paisaje bajo las aguas del Diluvio universal.

 

La ausencia de paisaje en nuestra vida sería aterradora. Un espacio sin dimensiones, sin perspectiva y distancia, sin presencia de y ausencia de. El paisaje que representa nuestra actual civilización es un bello dilema: muros y grafitis, rascacielos y autopistas, rótulos luminosos en calles interminables, arquitectura funcional, coches y asfalto, hombres grises con carteras negras, bosques invadidos por los vehículos todoterreno, costas con yates motos de agua y hoteles ilegales, y sobre todo caminantes mirando pequeños aparatos de mano con pantallas de plasma por todos esos escenarios.

 

Quizás el dilema se despeje si decimos que nuestro paisaje es una nube. Una nube que envuelve todos los cables del mundo.

 

 

 

Fidel Raso es fotoperiodista. En FronteraD se ha publicado un portafolio dedicado a su trabajo y Fotografía y periodismo en los ‘años del plomo’ en el País Vasco

 

 

 

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