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Las clases sociales han desaparecido del discurso político. Ni siquiera se menciona ya la palabra «pueblo». Desde hace tiempo ya somos sólo «gente». Todos somos «gente», prácticamente sin distinciones. Mientras esto sucede en España, en Estados Unidos, Francia y el Reino Unido estamos observando un fenómeno curioso: se vuelve a hablar de la clase obrera, que sigue existiendo en los países ricos, pese a estar cada vez más oculta, eclipsada por la nueva economía, mucho más etérea, y porque la fabricación de muchas cosas el capital se la ha llevado a otros sitios con costes salariales más bajos. Se analiza la clase obrera, sus condiciones de vida, el modo en el que la crisis le ha afectado. Mientras, en España, la opinión pública sigue dominada por la idea, empíricamente falseada, de que la que más ha sufrido durante estos años ha sido la clase media.
La primera referencia nos llega porque el año pasado Capitán Swing publicó Historias desde la cadena de montaje, de Ben Hamper, aunque la primera edición estadounidense es del año 1998. El autor, ex trabajador él mismo de la fábrica de General Motors en Michigan, hijo y nieto de obreros del sector del automóvil, cuenta su vida como hijo de clase trabajadora y luego como obrero. En el prólogo, Michael Moore, el descubridor de su talento literario y, sobre todo, de su maestría para relatar sin mitificaciones la situación obrera, escribe:
«Ben y yo crecimos en Flint, Michigan, y ambos somos hijos de obreros fabriles. Se suponía que nunca deberíamos haber salido de ahí, y que usted nunca debería haber oído hablar sobre nosotros. Todo se reduce a un asunto de clase, de saber el lugar que nos corresponde, y de tener en cuenta que un lugar como Flint, Michigan, no existe para la prensa ni para los que toman las decisiones. Incluso los liberales de este país no saben qué hacer con los Ben Hamper. A menudo hablan, como es su deber, de las desgracias de nuestra sociedad, pero raramente dicen nada sobre la clase social, sobre la separación cada vez mayo que hay entre ricos y pobres, entre aquéllos que sudan para conseguir dinero y los que simplemente lo heredan o lo roban legalmente. ¿Creéis que se paran un segundo a pensar por lo que estará pasando la persona que remacha los estribos laterales de sus coches?, ¿eh? A eso me refiero».
Quizás en los últimos años, con las cicatrices tan profundas que está dejando la crisis y las medidas para, presuntamente, salir de ella, sí se ha puesto ya el foco en el crecimiento de la desigualdad social y de la pobreza. Pero de su análisis ha desaparecido la clásica perspectiva de clase. Hablamos de empobrecimiento generalizado y, cuando se pone el foco sobre algo, se hace sobre quienes nos alarma que se encuentren en esas circunstancias «porque no les corresponde», porque tienen estudios universitarios, porque son jóvenes…
¿Quién ha construido su coche?
Como también señala Moore:
«El descabellado sistema que conocemos como cadena de montaje está diseñado para negar toda individualidad y aniquilar cualquier atisbo de autoestima. ¿Os habéis preguntado alguna vez quién ha construido vuestro coche? ¿Pensáis en algún momento en el coste personal que supone para esos individuos que se pasan los mejores años de su vida encerrados en una fábrica abrasadora, sucia, aburrida y deshumanizadora, junto a ese cinturón herrumboso, el ladido de América? Bueno, les pagan muy bien, es decir, teniendo en cuenta que se trata de trabajos no cualificados. ¡Joder, deberían estar agradecidos de tener al menos un trabajo. Y en este libro Ben Hamper explica lo suertudo que es».
Otro hito reciente lo constituye la obra del británico Owen Jones Chavs. La demonización de la clase obrera. En ella cuenta cómo las medidas socioeconómicas adoptadas desde el Gobierno de Margaret Thatcher han contribuido a deteriorar no sólo las condiciones de vida de la clase obrera, sino también su consideración social, moral y su autoestima. Su situación, sobre todo la de los jóvenes, ha quedado reducida a un estereotipo tramposo y mentiroso, el de los «chavs». Ese término peyorativo que viene del romaní chavi (chico) sirve para culpar a la empobrecida clase obrera de sus condiciones de vida. Y el estigma y la culpabilización se convierten en la excusa perfecta para no tomar medidas, ni siquiera por parte de Gobiernos laboristas, que se escudan en su fe en la meritocracia para agravar y cronificar ese «apartheid» social.
Michael Moore se quejaba en uno de los párrafos que hemos extraido de que la prensa no se ocupa de la clase obrera. Pero, precisamente, ha sido en medios de comunicación donde nos hemos encontrado estos últimos días interesantes historias sobre la clase obrera. En medios tan influyentes y tan económicamente ortodoxos como Financial Times y The Economist.
La clase social que vota poco
En el primero, Simon Kuper escribió France’s forgotten class. En esa historia, el autor realiza un retrato de un barrio de viviendas sociales de Lyon, Etats-Unis, construido en los años treinta. El que fuera un idílico vencindario obrero, al menos en la época en la que nació, se ha convertido prácticamente en un gueto: «El barrio es una mezcla de los dos grupos más marginados de Francia: los inmigrantes pobres y nativos blancos de clase obrera. Ninguno de los dos colectivos tienen mucha voz en el debate público en Francia». Pero, como añade el periodista, mientras los inmigrantes están incesantemente en el debate que siempre protagonizan otros, los blancos pobres de Europa son algo así como una clase social olvidada. Y a continuación recuerda, aunque no realiza una relación causa-efecto, que un importante porcentaje de la clase trabajadora vota ahora en Francia al Frente Nacional. En el barrio en el que centra su análisis, un 18% de la población votó al Frente Nacional en las elecciones municipales del año pasado. «Dada la nula tradición del FN en Lyon, esto fue un shock», dice Kuper. Pero lo que manda en el barrio es la abstención: entre un 50% y un 60% de la población de Etats-Unis no votó en los últimos comicios, porcentaje que contrasta con el 36,5% en que se sitúa la media nacional. Los pobres no votan o votan mucho menos que otras clases sociales porque ningún partido político busca su voto. Las pretendidas mayorías sociales, los graneros de votos, están en otro lado.
El autor de la historia es miembro de las Open Society Fundations, de George Soros, y cuenta que ésta ha realizado investigaciones en seis barrios de clase obrera en Europa occidental, entre ellos, Etats-Unis. Antes de escribir sobre este vecindario francés, lo hizo sobre otro de Manchester. Y comenta que, mientras que en la ciudad británica, difícilmente pudo encontrar a alguien que se sentara con él a hablara de su situación, debido al descrédito de los medios porque se sienten estigmatizados por ellos como «basura blanca» o «chavs» (recordemos a Owen Jones), en Lyon no tuvo ese problema. Además, a diferencia de lo que ocurre en Manchester, en Etats-Unis, el Estado sigue muy presente, lo que provoca que, aún hoy, Francia sea uno de los países menos desiguales del mundo. Aunque las cosas están cambiando. Y, como en Inglaterra los «chavs», los obreros franceses sienten que ahora los fontaneros y los mecánicos ya no son respetados. Para ascender en la escala social hay que estudiar, pero Francia es el país en el que la correlación origen social-resultados académicos es más elevada. El autor recoge el testimonio de una profesora del barrio: «En una escuela de clase media, tienes las condiciones para trabajar. Pero eso no es así en las escuelas de las áreas más pobres. Y cuando los chicos vuelven a casa, tampoco están en condiciones de ponerse a hacer deberes. A menudo comparten habitación con muchos hermanos. A menudo sus padres no trabajan, por lo que son los únicos en casa que se levantan pronto por la mañana para ir ‘al trabajo'».
La clase obrera contemporánea se siente despreciada. Y ese sentimiento va acompañado de miedo. Porque su mundo se está acabando y no encuentran otro de repuesto. O puede que para adaptarse a ese nuevo entorno se ven en inferioridad de condiciones, saben parten con desventaja. Existe miedo entre los padres y también entre los hijos. Aunque mayores y jóvenes de la clase obrera pertenecen también a subculturas diferentes. En un momento del texto de Financial Times, uno de los entrevistados dice: «Tengo la sensación de que los mayores protege su territorio y que la gente joven defiende su identidad». Por eso, viejos y jóvenes se miran con recelo, sobre todo cuando entre la gente joven hay diversidad étnica, hay «distintos».
La clase trabajadora con perspectiva de género
Se agradecen los retratos y sobre todo la curiosidad sobre una clase social desde hace mucho tiempo olvidada. También lo ha hecho recientemente The Economist, con el artículo The weaker sex, publicado el 30 de mayo de 2015. Lo interesante no es sólo que la historia pretenda realizar un retrato de la clase trabajadora, sino que lo haga desde una perspectiva de género: los hombres, cuenta el artículo, ocupan tanto la base de la escala social como la cúspide, dominan en los mejores puestos de la sociedad y sufren también los peores. Porque tienen más probabilidad de ser encarcelados, de perder a sus hijos o de suicidarse. Y también se gradúan en la universidad menos que las mujeres, suspenden más y obtienen peores calificaciones.
El siguiente párrafo resume la situación:
«Los hombres de los países ricos con baja formación han tenido dificultades para salir adelante dados los enormes cambios que ha habido en el mercado laboral y en el hogar en el pasado medio siglo. Como la tecnología y el comercio han devaluado el trabajo físico, los hombres con menores niveles educativos han seguido luchando para encontrar un nuevo papel en el centro de trabajo. Las mujeres, en cambio, están creciendo en sectores en expansión como el cuidado sanitario y la educación, ayudadas por sus mayores habilidades (…) Los hombres que perdieron sus trabajos en el sector manufacturero, a menudo no vuelven a trabajar nunca. Y los hombres sin trabajo ven muy difícil encontrar una pareja permanente. El resultado para los varones con baja formación es una nociva combinación de sin trabajo, sin familia y sin perspectivas».
¿Cuál es la solución? The Economist comenta que está, sobre todo, en el cambio de actitudes culturales. Por un lado, apunta que los hombres de clase media se han adaptado y ya comparten tareas del hogar, algo que antes no hacían, y que los varones de clase obrera siguen sin hacer. Por otro lado, «las mujeres han aprendido que pueden ser cirujanas o físicas sin perder su feminidad. Los hombres necesitan entender que los trabajos manuales tradicionales no van a volver y que pueden ser enfermeros o peluqueros sin perder su masculinidad».
Aunque The Economist también avisa de que hay mucho que hacer también desde el punto de vista político, dado que de momento las medidas adoptadas son contraproducentes. Por ejemplo, «América reduce el número de hombres casaderos encerrándolos por delitos no violentos, lo que también les dificulta encontrar un trabajo cuando salen en libertad». E insiste en las transformaciones que hay que hacer también en el sistema educativo: «Las escuelas necesitan convertirse en más ‘boy-friendly’ (…) Necesita promover más modelos masculinos: empleando a más hombres como maestros en las escuelas primarias». De esta manera, se demostraría que los hombres pueden ser maestros además de bomberos.
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