Poco sabía yo de Los Llanos, una región que, sobre la cuenca del Orinoco, se reparte entre Colombia y Venezuela, cuando me embarqué en un viaje relámpago a Puerto Gaitán. Allí conocí una Colombia muy distinta de esas otras Colombias que ya conocía: Bogotá, la mayor y más dinámica ciudad del país; Medellín, capital de Antioquia, cuna de las tradicionales arepas y motor económico del país; la costa atlántica, con la deliciosa Cartagena de Indias, y las paradisíacas playas caribeñas. Otras regiones las conocía, al menos, de oídas: el Chocó afrodescendiente en el litoral pacífico, la Amazonia, el Valle del Cauca. Pero poco o nada sabía de Los Llanos, que forma parte de la Orinoquía, la región petrolera por excelencia –sólo de Puerto Gaitán sale buena parte de la producción del país-, y de lo que habría de encontrar allí, en el departamento del Meta: un sol de justicia, planicies inmensas, atardeceres rosados, contundentes desayunos a base de caldo de costilla, el ritmo del joropo, el coleo –una típica variante de doma de reses- y esos típicos sombreros llaneros que recuerdan al lejano Oeste.
En el Meta descubro otra Colombia, pero algunas cosas persisten. Como las arepas, claro, esa delicia a base de maíz que configura el que, desde ya, proclamo como el mejor desayuno del mundo. Arepa y tinto; no se me equivoque el lector español: en Colombia, un tinto es café solo. Delicias gastronómicas aparte, y tantos otros matices que con certeza se me escapan, un abismo sociocultural separa la cultura llanera de las tres ciudades-locomotora del país, Bogotá, Cali y Medellín, y a éstas, a su vez, de esos otros universos de la cultura costeña, el Suroccidente o el mundo amazónico. País de mil colores, dos océanos y tres cordilleras, Colombia es muchas Colombias, pero todas ellas comparten la riqueza de una tierra pródiga en alimento y recursos de todo tipo. También, todas ellas aparecen atravesadas, aunque en formas diversas, por una violencia enquistada desde hace décadas: militares, paramilitares, guerrilleros, narcotraficantes . Aquí, nos cuentan nuestros guías de viaje, mandan los paramilitares, menos desmovilizados de lo que los colombianos querrían. Nos lo advierten nada más llegar: “Este es de esos pueblos en que, de vez en cuando, hay un apagón, y junto con la luz, se apaga la vida de alguien…”.
Nos cuentan, también, que el Meta –uno de los 32 departamentos en los que se divide el país- ha cambiado mucho en los últimos años, desde que, en los 80, llegaron los emprendimientos petroleros a esta tierra de tradición agrícola y ganadera, y marcada también por la cultura indígena del pueblo sikuani. En estos treinta años, el paisaje ha cambiado mucho. No sólo por el petróleo y el gas: grandes extensiones de sus inmensas planicies han sido transformadas en cultivos intensivos dedicados a la exportación maderera, aunque el ganado sigue manteniendo su protagonismo en la sabana orinoqueña.
Viajé a Puerto Gaitán para participar en un evento organizado por varias asociaciones y sindicatos que se reunieron en este municipio del departamento del Meta colombiano para analizar los efectos que los emprendimientos petroleros han tenido en la región. Pero esa es otra historia, que otro día os contaré…
* La fotografía es de Jheisson A. López.