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AcordeónLa comisión para la inmortalización. La ciencia y la extraña cruzada para...

La comisión para la inmortalización. La ciencia y la extraña cruzada para burlar la muerte

 

Escritos automáticos interconectados

 

 

 

 

Es una ilusión creer que estuvimos vivos alguna vez,

Que vivimos en la casa de la madre, que nos arreglábamos

Con nuestros propios movimientos en una libertad de aire…

Ni siquiera quedan nuestras sombras, sus sombras.

Estas vidas vividas en la mente ya no están.

Nunca existieron…

 

Wallace Stevens

 

 

Charles Darwin asistió el 16 de enero de 1874 en casa de su hermano Erasmus, en el número 6 de Queen Anne Street, Londres, a una reunión con Francis Galton, antropólogo, eugenista, medio primo de Darwin y uno de los fundadores de la moderna ciencia de la psicología, y con George Eliot, la novelista que exploró con más profundidad que nadie las ambigüedades de la vida de mediados de la época victoriana.

 

A los tres los angustiaba la posibilidad de que el ascenso del espiritismo bloqueara el avance del materialismo científico. A Darwin la experiencia le pareció “sofocante y fatigosa” y se marchó antes de que ocurriera nada insólito –chispas, golpecitos en la mesa y sillas que se colocaron solas sobre la mesa–; once días más tarde se celebró otra sesión, a la que asistieron como representantes suyos su hijo George Darwin y T. H. Huxley. Después de que comunicaron que los médiums hacían prestidigitación, Darwin escribió: “Ahora mi mente precisaría una prueba de gran peso para hacerme creer que no se trata de simples trucos… Me satisface pensar que declaré ante toda mi familia, anteayer, que cuanto más pensaba en lo que había ocurrido en Queen Anne Street, más convencido estaba de que todo era un engaño”.

 

Otros que se dedicaban al materialismo científico tuvieron una reacción similar. Galton confesó que estaba “absolutamente confundido” por algunas de las cosas que había presenciado en las sesiones; pero bajo la influencia de Thomas Huxley, “el bulldog de Darwin” y ferviente materialista, Galton se retractó y posteriormente rechazó por completo el espiritismo. A pesar de tener mucho interés en los credos igualmente dudosos de la frenología y el mesmerismo, George Eliot era firmemente hostil al espiritismo, y lo condenaba como “o bien una degradante insensatez, estúpida en la evaluación de las pruebas, o bien un impúdico engaño”. Huxley, que acuñó el término agnosticismo, se mostró de lo más dogmático y declaró que se negaría a investigar los fenómenos aunque fueran auténticos.

 

Los tres misioneros del materialismo habrían estado todavía más preocupados si hubieran conocido la futura carrera de un cuarto participante en la sesión, F. W. H. Myers. Inventor de la palabra telepatía y pionero en la investigación de los procesos mentales subliminales. Frederic Myers llegó a contarse entre los fundadores y presidentes de la Sociedad para la Investigación Psíquica (SPR, en inglés), cuyo primer presidente fue Henry Sidgwick, uno de los pensadores más respetados de la época victoriana. Entre los presidentes que le siguieron se encuentran los filósofos William James (el hermano mayor del novelista Henry James), Henri Bergson y el fisiólogo ganador del premio Nobel Charles Richet. La sociedad atrajo a escritores y a poetas como por ejemplo a John Ruskin y Alfred Tennyson y a políticos y primeros ministros como a W. E. Gladstone y Arthur Balfour. Se unieron a ellos destacados científicos, entre ellos el presidente de la Royal Society, sir Frederic Leighton, el Cavendish Proffessor de Física Experimental de Cambridge, lord Rayleigh, y sir William Barrett, un físico que creía haber demostrado la realidad de la “transmisión de pensamiento” (la telepatía, según acuñación de Myers).

 

El objetivo de la SPR era examinar los fenómenos paranormales de “un modo imparcial y científico”. Estos sabios victorianos creían que debía investigarse lo paranormal utilizando métodos científicos, y demostraron su seriedad poniendo al descubierto el carácter fraudulento de los golpes en las mesas, el ectoplasma, la fotografía de espíritus y cosas similares. Pero nunca se dedicaron al conocimiento científico en toda su amplitud. Se centraron principalmente en la cuestión que preocupaba a casi todos ellos: si la muerte es el final del individuo humano consciente. Prosiguieron sus investigaciones infatigablemente, comunicando sus descubrimientos a otros investigadores: si hay que creer en la escritura automática, incluso después de muertos.

 

Myers murió en enero de 1901en una clínica de Roma, donde había ingresado a sugerencia de William James con el fin de recibir un tratamiento experimental para la enfermedad de Bright. Según el médico que trató a Myers, éste y James habían hecho “el pacto solemne” de que “el que muriera primero debía enviar un mensaje al otro cuando pasara a lo desconocido”; ellos creían en la posibilidad de semejante comunicación. James, que ya se encontraba también en la clínica recibiendo tratamiento, se sentía tan afligido que no era capaz de permanecer en la habitación donde Myers se estaba muriendo. Aun así, intentó recibir el mensaje que su amigo había prometido enviar:

 

“se sentó pesadamente en una silla junto a la puerta abierta, con su cuaderno sobre las rodillas, la pluma en la mano, para tomar nota del mensaje con su habitual exactitud metódica… Cuando salí, William James seguía sentado con la espalda apoyada en el respaldo, cubriéndose la cara con las manos, su cuaderno abierto sobre las rodillas. La página estaba en blanco”.

 

Otra tentativa también acabó en desengaño, cuando en diciembre de 1904 se abrió un sobre cerrado que Myers había dejado al investigador psíquico sir Oliver Lodge. La carta no correspondía a los mensajes automáticos que según se afirmaba se habían estado recibiendo de Myers, aunque contenía una referencia a un episodio de los años de formación de Myers, mantenido en secreto mucho tiempo, que ocuparía un lugar destacado en posteriores textos.

 

Los esfuerzos de Sidgwick y Myers para comunicarse desde la tumba se habían quedado en nada. Eso no le hizo perder las esperanzas y lo seguiría intentando.

 

Myers se encontraba entre varios pretendidos autores de una serie de escritos automáticos interconectados producidos a lo largo de varias décadas por médiums de diferentes partes del mundo, al parecer con el fin de demostrar el hecho de que la personalidad humana sobrevivía a la muerte del cuerpo. Otro presunto autor de los textos fue Edmund Gurney, músico de talento, estudioso de los clásicos y miembro fundador de la SPR. Gurney se sumió en la desolación cuando perdió a tres de sus hermanas ahogadas en un accidente en el Nilo, y murió en 1888 a la edad de cuarenta y un años mientras utilizaba cloroformo, lo más probable por accidente. Un tercer hombre era el propio Sidgwick, uno de los más eminentes sabios de la época victoriana. Entre otros supuestos comunicadores se encuentran Francis Maitland Balfour, biólogo de Cambridge y hermano de Arthur Balfour, que murió en un accidente de escalada en 1882; Annie Marshall, esposa de un primo de Myers de la que Myers se había enamorado, que se suicidó en 1876; Mary Lyttelton, de la que Arthur Balfour había estado enamorado, que murió de tifus en 1875; y Laura Littelton, cuñada de Mary, que murió de parto en 1886.

 

Al parecer, la correspondencia interconectada con escritura automática empezó en 1901. Cuando el primero de varios practicantes de escritura automática, todos mujeres salvo un médium profesional, empezaron a recibir textos que afirmaban proceder de Myers. Entre las escritoras automáticas se encontraban la señora Verral, esposa de un estudioso de los clásicos de Cambridge; la hija de aquélla, Helen, esposa de W. H. Salter, abogado que llegó a presidente de la SPR; la señora Holland, seudónimo utilizado por los investigadores psíquicos para ocultar la identidad de Alice Fleming, esposa del oficial del ejército británico John Fleming, destinado en India, y hermana de Rudyard Kipling, de quien se creía que había escrito sola o con Kipling algunos de sus primeros relatos indios; la señora Willett, seudónimo de Winifred Coombe-Tennant, sufragista y representante británica en la Liga de Naciones, que entró en la escritura automática mientras intentaba comunicarse con una hermana muy querida que había muerto; y la única médium profesional, la señora Piper.

 

Fue Mrs. Verrall quien, el 5 de marzo de 1901, recibió el primer texto descifrable. Aunque en aquella época dudaba de la realidad de la supervivencia, había empezado a practicar la escritura automática aquel año, pues creía que si Myers había sobrevivido ella podía ser un canal para sus comunicaciones post mórtem. En el transcurso de los años siguientes otros practicantes de la escritura automática también recibieron textos y afirmaban que su autor era Myers. En 1902, la señora Verrall recibió mensajes que parecían estar vinculados con los recibidos por la señora Piper, a la sazón en América, y en 1903 la señora Holland, a la sazón en India, envió un texto dirigido a la señora Verrall, que se hallaba en Cambridge. La señora Holland, que en 1898 sufrió una crisis nerviosa que la familia Kipling atribuyó a sus experimentos con la escritura automática, había abandonado la práctica durante varios años. La reanudó después de leer el libro de Myers Human Personality and Its Survival of Bodily Death, en el que Myers había sugerido que lo único que algún día podría demostrar la supervivencia más allá de toda duda razonable era recibir alguna prueba evidente de la intención de un grupo de gente que actuara desde más allá de la tumba. Poco después, la señora Holland empezó a recibir textos firmados FWHM.

 

Pronto, destacados investigadores psíquicos empezaron a creer que Myers estaba implicado en el experimento que había propuesto en su libro. En 1908, Eleanor Sidgwick, la esposa de Henry Sidgwick y también destacada investigadora psíquica, preguntó:

 

“¿Nos hemos puesto en contacto con mentes que han sobrevivido a la muerte corporal, y nos empeñamos mediante la escritura automática en proporcionar pruebas de su funcionamiento? Si esta… hipótesis fuera verdadera, significaría que se ha hecho posible la cooperación entre otros que encarnaron mentes humanas y las nuestras, en experimentos de un nuevo tipo que pretendían demostrar que la existencia continuaba”.

 

Los investigadores psíquicos, aun cuando estaban firmemente convencidos, sabían que ninguno de los fenómenos que estudiaban demostraba que la supervivencia era una realidad. Sólo las comunicaciones claramente interconectadas recibidas a través de varios canales durante un período de tiempo podían demostrar que las mentes post mórtem funcionaban. El resultado fue un conjunto de textos profundamente desconcertantes, en los que –como escribió un investigador psíquico que lo estudió con atención– “el material que iba a ser investigado experimentaba consigo mismo”.

 

La teoría de que los textos contenían correspondencia automática interconectada con el fin de demostrar que hay vida después de la muerte fue presentada por vez primera en junio de 1908 por Alice Johnson, miembro de la SPR y conocida por su actitud crítica:

 

“La característica de estos casos –o al menos algunos– es que el texto de un automatista no es nada parecido a una reproducción literal mecánica de frases de la de otro; ni siquiera recibimos la misma idea expresada de maneras diferentes, como podría ser si se tratara de telepatía directa entre ellos. Lo que recibimos es un producto fragmentado en un texto, que parece no tener ningún punto o significado en particular, y otro texto fragmentado en el otro igualmente sin sentido aparente; pero cuando los juntamos, vemos que se complementan, y que aparentemente hay una idea que subyace en ambos, pero que está expresada sólo en parte en cada uno.

 

… Ahora bien, aceptando la posibilidad de la comunicación, se puede suponer que durante los últimos años cierto grupo de personas ha estado intentando comunicarse con nosotros, que estamos lo bastante instruidos para conocer todas las objeciones que escépticos razonables han planteado contra todas las pruebas previas y lo bastante inteligentes para comprender por completo toda la fuerza de estas objeciones. Puede suponerse que estas personas han inventado un nuevo plan –el plan de los escritos automáticos interconectados– para refutar las objeciones de los escépticos”.

 

Los automatistas, investigadores y evidentes autores de los textos, aunque a veces se hallaban separados por miles de kilómetros, en muchos aspectos mantenían vínculos. La señora Verral conocía a Sidgwick, Myers y Gurney, mientras que las señoras Salter y Piper conocían a Myers, que se casó con una hermana de la esposa de Winifred Coombe-Tennant. Todos los automatistas eran conocidos de los principales comunicadores, en grados diversos. La esposa de Sidgwick, Eleanor, que llegó a ser presidenta de la SPR y estudió extensamente la correspondencia automática interconectada, era la hermana mayor de Arthur Balfour, mientras que Gerald Balfour, asimismo presidente de la SPR, que analizó a fondo la correspondencia automática interconectada mientras desempeñaba un papel oculto en ella, era el hermano menor de Arthur Balfour. Jean Balfour, nuera de Gerald Balfour, se convirtió en la archivista principal de los textos.

 

Las personas que tomaban parte en la correspondencia automática interconectada pertenecían al estrato más alto de la sociedad eduardiana. Muchos de ellos habían sufrido pérdidas terribles; algunos habían tenido relaciones personales ocultas durante mucho tiempo. Los textos se convirtieron en un vehículo para las pérdidas personales no resueltas, y para el amor secreto.

 

Algunas de estas miles de páginas que manaban de los automatistas se referían a la supervivencia, como por ejemplo las relaciones de la mente con el cerebro. Sin embargo, el proyecto que fue revelado en los escritos automáticos iba más allá de la demostración de que la mente humana sobrevivía a la muerte. Los textos también eran el vehículo para dar a conocer un programa de salvación del mundo, que suponía un vínculo entre dos de las personas más íntimamente involucradas en su producción: un Relato y un Plan, como decían los textos, para influir en la historia y salvar a la humanidad del caos.

 

El hecho de que en la investigación psíquica estuvieran involucradas figuras destacadas planteaba un gran reto al materialismo científico. Darwin no dudaba en absoluto de la amenaza que representaba. El hombre que él reconocía como codescubridor de la selección natural, Alfred Russel Wallace, había llegado a la conclusión de que la mente humana no podía haberse desarrollado simplemente como consecuencia de la evolución. La reacción de Wallace al espiritismo fue de mucha credulidad en algunos aspectos; por ejemplo, era un ardiente defensor de la “fotografía del espíritu”. Peor aún, desde el punto de vista de Darwin, describía el espiritismo como “una ciencia basada únicamente en hechos”, declarando que él sabía que “las inteligencias no humanas existen, que hay mentes desconectadas de un cerebro físico, que hay, por lo tanto, un mundo espiritual… y que este conocimiento debe modificar mis opiniones en cuanto al origen y la naturaleza de las facultades humanas”.

 

Darwin fue presa del desaliento cuando, en abril de 1869, en un artículo aparecido en el Quarterly Review, Wallace sugirió que la mente humana sólo podía ser obra de una “Inteligencia Anuladora”. Antes de que se publicara el artículo Darwin había escrito a Wallace: “Siento una inmensa curiosidad por leer el Quarterly: espero que no haya masacrado usted demasiado a su propio hijo, que también es mío”. Esto era precisamente lo que Wallace había hecho.

 

Aunque se admiraban y respetaban, Darwin y Wallace eran personalidades muy diferentes. Wallace, procedente de una familia pobre, autodidacto y siempre sin dinero, era temerario a la hora de seguir su propia línea de pensamiento. Sus viajes le habían dejado con la convicción de que la vida entre los pueblos primitivos era más civilizada que la de los pobres en los países avanzados, por ello se convirtió en un político radical y abogaba por la nacionalización de la tierra. Su conversión al espiritismo formaba parte de toda una vida de herejía. La consecuencia fue que Wallace pronto cayó prácticamente en el olvido, mientras que la arraigada precaución de Darwin le aseguró una reputación de iconoclasta que con el tiempo no hizo sino aumentar.

 

 

La conversión de Wallace al espiritismo planteaba un reto a toda la empresa de Darwin. Con intención de desmontar la creencia de que “el hombre está separado de todos los animales inferiores por una insuperable barrera en sus facultades mentales”, Darwin argüía en The Expression of the Emotions in Man and Animals (1872) que las facultades más claramente “humanas” habían evolucionado a partir de capacidades animales. Wallace quería reconstruir la barrera entre humanos y otros animales que Darwin había derribado. En realidad Wallace estaba produciendo una versión primeriza de la teoría del Diseño Inteligente aplicado a la mente humana.

 

Puede que la teoría de Wallace no sea muy plausible. Una mirada a cualquier humano debería ser suficiente para rechazar cualquier noción de que es obra de un ser inteligente. Aun así, Wallace había planteado cuestiones que Darwin era extremadamente reacio a confrontar. Darwin evitaba discutir en público sus creencias religiosas. Al parecer, había pasado de la fe al agnosticismo, más como consecuencia de la muerte de su amada hija Annie que debido a su descubrimiento de la selección natural. Sin embargo, era evidente que el descubrimiento de la selección natural tuvo algo que ver. Los humanos no tenían un lugar especial en el esquema de las cosas.

 

A pesar de su cautela, Darwin destrozó la precaria paz que protegía a la religión de ser atacada en la Inglaterra de mediados de la época victoriana. Hasta la publicación de El origen de las especies en 1859, los agnósticos podían dejar abierta la posibilidad de que la especie humana fue creada especialmente. A partir de entonces se disponía de otra visión de las cosas, en la que los humanos en el mundo natural eran afines a los animales.

 

John Stuart Mill (1806-1873), junto con Sidgwick, uno de los intelectuales victorianos más influyentes (cuya obra On Liberty se publicó, al igual que El origen de las especies de Darwin, en 1859), escribió varios artículos sobre religión, publicados después de su muerte por su esposa Harriet, sin mencionar a Darwin en ningún momento. De un modo curioso, la filosofía empírica de Mill le permitió esquivar los problemas que Darwin había planteado. Al contemplar el mundo material como una construcción de la mente humana, el empirismo da a la conciencia una especie de centralidad en el esquema de las cosas. Las impresiones sensoriales son la base del conocimiento; los objetos físicos se recogen de esas impresiones. Por el contrario, el darwinismo sembró el camino del materialismo reductivo, una filosofía en la que la mente no es más que un episodio periférico en la historia de la materia.

 

Al contrario del cómic que prevalece en la actualidad sobre la historia de las ideas, la amenaza que el darwinismo representaba para la religión no procedía principalmente del hecho de que ponía en duda el relato bíblico de la Creación. Hasta hace unos siglos la historia del Génesis era conocida como mito: una forma poética de presentar verdades que de otro modo serían inaccesibles. En los inicios de la religión cristiana, Agustín advirtió contra los peligros del literalismo. Los estudiosos judíos que le precedieron siempre consideraron el relato del Génesis como una metáfora de verdades a las que no se podía acceder de ninguna otra manera. Hasta la llegada de la ciencia moderna el mito del Génesis no se malinterpretó como una teoría explicativa.

 

Sin embargo el darwinismo era una amenaza todavía mayor para la religión, ya que enfrentaba a los victorianos con la perspectiva de su mortalidad final. Darwin les obligó a preguntarse por qué su vida no acabaría como la de otros animales, convertida en nada. Si era así, ¿cómo podía tener sentido la existencia humana? ¿Cómo podían sostenerse los valores humanos si la personalidad humana quedaba destruida con la muerte?

 

El Cosmos del Deber se reduce de este modo realmente a un Caos: y el esfuerzo prolongado del intelecto humano para enmarcar un ideal perfecto de conducta se considera predestinado al fracaso inevitable.

 

Henry Sidgwick

 

A nadie acosaban más estas preguntas que a Henry Sidgwick. Igual que su amigo Myers, Sidgwick era hijo de un clérigo anglicano. Junto con muchos eminentes victorianos, no podía aceptar la religión revelada. A diferencia de la mayoría de ellos, Sidgwick obró de acuerdo con sus dudas y en 1869 dimitió de su Hermandad en el Trinity College de Cambridge, que exigía que sus miembros suscribieran los 39 artículos de la doctrina anglicana. Era muy admirado en el Trinity y volvieron a darle el cargo de profesor de Ciencias Morales. Posteriormente, Sidgwick llegó a catedrático y entró de nuevo en su hermandad. Nunca recuperó la fe cristiana que había perdido. Pero tampoco abandonó la esperanza de que el teísmo –la creencia en un Ser Supremo que creó el universo– pudiera ser cierta:

 

“Ha pasado mucho tiempo desde que podía siquiera imaginarme a mí mismo creyendo en el cristianismo de cualquier manera ortodoxa…

 

Pero en lo que respecta al teísmo el caso es diferente… No sé si creo o simplemente espero que exista un orden moral en este universo que conocemos, un principio supremo de Sabiduría y Benevolencia, que guía todas las cosas hacia buenos fines, y a la felicidad del Bien… El Deber es para mí una cosa tan real como el mundo físico, aunque no se comprende de la misma manera; pero todo mi aparente conocimiento del deber se convierte en caos si se concibe que desaparece mi fe en el gobierno moral del mundo.

 

Bien, no puedo resignarme a no creer en el deber; en realidad, si lo hiciera, sentiría que se ha derribado la última barrera entre yo y el absoluto escepticismo filosófico, o no creer en la verdad. Por lo tanto, a veces me digo a mí mismo: ‘Creo en Dios’; mientras que otras veces no puedo decir más que: ‘Espero que esto que creo sea cierto, y debo actuar y actuaré como si lo fuera’”.

 

Aquí Sidgwick da el motivo de su continua necesidad de creer en Dios. A menos que el teísmo sea cierto, no puede haber un “gobierno moral del mundo”. En ese caso, vivir según cualquier código del deber no tiene sentido.

 

Al discutir la necesidad del teísmo, Sidgwick no estaba aceptando la autoridad de la religión. Pensador profundamente moderno, aceptaba la ciencia como el patrón por el que todo conocimiento tenía que ser juzgado. Si la muerte era el fin, el mundo era caótico; pero Sidgwick no podía creer en el más allá. Tenía que tener pruebas, y sólo la ciencia podía darlas.

 

Al describir el método científico que él y sus amigos aportaron a la investigación psíquica, Sidgwick declaró:

 

“Creíamos sin reservas en los métodos de la ciencia moderna, y estábamos dispuestos a aceptar sumisamente sus conclusiones razonadas, cuando fueran sostenidas por acuerdo de los expertos; pero no estábamos dispuestos a inclinarnos con igual docilidad a los meros prejuicios de los científicos. Y nos parecía que había un importante cuerpo de pruebas –tendentes prima facie a establecer la independencia del alma o el espíritu– que la ciencia moderna simplemente había hecho a un lado con ignorante desprecio; y que al abandonarlo había sido infiel al método que profesaba y había llegado prematuramente a sus conclusiones negativas”.

 

Sidgwick distinguía entre la ciencia como cuerpo fijo de conocimiento y como método de investigación. Tal como lo describía el materialismo, el universo no poseía significado humano; pero la solución no era rechazar la ciencia, sino aplicar el método científico, que podía demostrar que el materialismo era falso. Igual que muchos otros, entonces y más adelante, Sidgwick buscaba en la ciencia la salvación de la propia ciencia. Si la ciencia había desencantado el mundo, sólo la ciencia podría re-encantarlo.

 

El resultado de la investigación científica parecía ser que la humanidad se hallaba sola. La evolución provocaría la muerte de la especie.

 

Paradójicamente, la teoría de Darwin de la evolución reavivó la esperanza de que la inmortalidad existiera. Darwin reconocía el vínculo, cuando escribió en su Autobiografía:

 

“Con respecto a la inmortalidad, nada me muestra con tanta claridad lo fuerte y casi instintiva que es una creencia como la opinión que ahora sostienen la mayoría de los físicos de que el sol y todos los planetas con el tiempo se volverán demasiado fríos para que exista vida, a menos que realmente algún nuevo gran cuerpo choque con el sol y así le dé nueva vida. Creyendo como creo que el hombre en un futuro lejano será una criatura mucho más perfecta de lo que es ahora, es intolerable pensar que él y todos los demás seres están condenados a la aniquilación después de un progreso tan lento y continuado. Los que admiten plenamente la inmortalidad del alma humana no encontrarán tan terrible la destrucción de nuestro mundo”.

 

Una visión científica de la muerte universal reforzaba la necesidad de creer en una vida futura. La tarea de la ciencia era demostrar que semejante vida era posible. Como recordó Myers, al describir la conversación con Sidgwick que les llevó hacia la investigación psíquica:

 

“En un paseo bajo las estrellas que jamás olvidaré (3 de diciembre de 1869), le pregunté, casi temblando, si creía que si ni la tradición, la intuición o la metafísica habían podido resolver el enigma del universo, todavía existía la oportunidad de extraer algún conocimiento válido de cualquiera de los fenómenos observables reales –fantasmas espíritus, lo que fuera– sobre el Mundo Oculto. Al parecer, él ya había pensado que esto era posible; con seguridad, aunque no con optimismo, indicó algunos terrenos en los que aún cabía tener esperanza; y a partir de aquella noche decidí proseguir esa búsqueda, si pudiera ser, a su lado”.

 

La búsqueda de pruebas de la supervivencia que llevaba a cabo Sidgwick se entrecruzaba con su trabajo sobre ética. Él creía que a menos que la personalidad humana sobreviviera a la muerte corporal, la moralidad no tenía sentido. El teísmo postula un universo amable con los valores humanos: es posible que el bien no obtenga recompensa aquí en la Tierra, pero el desequilibrio será corregido en el más allá. Sin esta seguridad, creía Sidgwick, no había ninguna razón para que los seres humanos no cedieran al interés personal o a sus deseos pasajeros.

 

Sidgwick creía que la benevolencia universal era manifiestamente buena. Pero el interés personal también era un principio manifiesto, y en Methods of Ethics Sidgwick examinaba y rechazaba varios sistemas éticos, incluido el utilitarismo, el cual trataba de reconciliar los dos principios. No encontraba la manera de demostrar que comportarse con moralidad iba en interés de cualquiera. El resultado era un agujero negro en el corazón de la ética, que él estaba convencido de que sólo el teísmo podía llenar.

 

Los moralistas, tanto en la época de Sidgwick como después, objetaron que las buenas personas no necesitan una razón interesada para comportarse con moralidad; cumplen con su deber aunque sepan que ello perjudicará a sus intereses. Pero Sidgwick no negaba que las personas buenas cumplen con su deber por el simple hecho de hacerlo (él mismo era así). Lo que preguntaba era por qué alguien debería querer ser una buena persona. Si no hay ninguna razón para ser moral, se podría hacer lo que uno quisiera. Sólo el teísmo podía proporcionar esa razón. Como escribió Sidgwick en las frases finales de la primera edición de The Methods of Ethics:

 

“De ahí que todo nuestro sistema de creencias referentes a lo intrínsecamente razonable de la conducta deba caer, sin una hipótesis no verificable por la experiencia que reconcilie la razón individual con la universal, sin creer, de una forma u otra, en que el orden moral que nosotros vemos realizado de modo imperfecto en este mundo es, sin embargo, perfecto. Si rechazamos esta creencia, es posible que todavía encontremos en el universo no moral un objeto adecuado para la razón especulativa, capaz de ser en cierto modo finalmente comprendida. Pero el cosmos del deber se reduce así realmente a un caos: y el esfuerzo prolongado del intelecto humano por enmarcar un ideal perfecto de conducta se considera condenado de antemano al fracaso inevitable”.

 

Sidgwick borró estas frases de todas las posteriores ediciones del libro, sustituyéndolas por una conclusión cuidadosamente elaborada en la que describe la reconciliación del deber y del interés personal como una “cuestión profundamente difícil y controvertida”. Sin embargo nunca alteró su creencia de que sin Dios no había razón para actuar con moralidad. El resultado final del trabajo de Sidgwick en ética fue una contradicción irresoluble, a la que denominó “el dualismo de la razón práctica”. El egoísmo era una base para vivir tan razonable como la moralidad, y cuando estaban en oposición sólo el “impulso no racional” podía zanjar la cuestión. En ese caso, las preguntas éticas más profundas eran insolubles.

 

Sidgwick temía al materialismo científico porque significaba que los humanos estaban atrapados en un “universo no moral”. No podía compartir la confianza de los pensadores seglares de su época, que creían que creer en el progreso podría sustituir a la religión. En la “religión de la humanidad”, inventada por el pensador positivista francés Auguste Comte y predicada por Mill y Eliot, el teísmo podía eliminarse mientras que la moralidad seguía siendo casi lo mismo. Ésta era la fe de muchos intelectuales victorianos, y sigue siendo la de los humanistas seglares hoy en día. Sidgwick poseía una inteligencia más penetrante y comprendió que esta fe era una ilusión.

 

Para Sidgwick la moralidad era categórica: indicaba a la gente que hiciera lo correcto. Casi por definición, los valores morales eran más importantes que ninguna otra cosa. Pero ¿por qué no buscar otras cosas, por ejemplo la belleza o el placer? ¿Por qué todo el mundo tiene que hacer lo que la moralidad dice que es su deber? Sólo el teísmo, creía Sidgwick, podía darles una buena razón.

 

Por supuesto, hay conceptos de la vida buena que Sidgwick no tiene en cuenta. Su manera de pensar había sido modelada por el cristianismo, y Sidgwick da por sentado que el núcleo de la moralidad consiste en una serie de órdenes y de prohibiciones. Pero para los griegos de la Antigüedad, que carecían incluso de la idea de “moralidad” tal como Sidgwick la entendía, la vida buena no consistía en obedecer imperativos categóricos. El arte de la vida, que ellos llamaban ética, incluía el interés por la belleza y el placer. Es crucial que en esta visión griega no hay nada sobre ningún deber hacia la humanidad.

 

Los pensadores seglares victorianos imaginaban que cuando Dios hubiera desaparecido, la moralidad llenaría el espacio que habría quedado vacío. Pero cuando el teísmo ha desaparecido la idea misma de una moralidad categórica deja de tener sentido. Igual que Nietzsche –con el que tenía muy poco más en común– Sidgwick comprendía que el teísmo y la moralidad no pueden ir separados. Si se deja de creer en Dios, pronto le sigue la idea de moralidad como sistema de obligaciones.

 

Myers cuenta una historia que ilustra cómo difería Sidgwick de George Eliot y de otros creyentes seglares que imaginaban que el sentido del deber podía perdurar a pesar de que desapareciera la religión:

 

“Recuerdo que en una ocasión, en Cambridge, caminé con ella (Eliot) en el jardín de los profesores del Trinity, una lluviosa tarde de mayo; y ella, un poco agitada en contra de su costumbre, y haciendo suyas las tres palabras que tan a menudo los hombres han utilizado como el toque de trompetas de la inspiración –las palabras Dios, inmortalidad, deber–, declaró con gran fervor cuán inconcebible era la primera, cuán increíble la segunda y sin embargo cuán perentoria y absoluta era la tercera. Tal vez nunca acentos más severos han afirmado la soberanía de la ley impersonal y sin recompensa. Escuché, y cayó la noche; su semblante serio, majestuoso, se volvió a mí como el de una sibila en la penumbra; fue como si cogiera mi mano, uno tras otro, los dos rollos que ofrecían algo de promesa y me dejara sólo el tercer rollo, espantosamente lleno de destinos inevitables. Y después de estar un buen rato parados y de habernos separado, en aquel circuito columnar que era el espeso bosque, bajo el último resplandor de un cielo sin estrellas, me pareció estar contemplando, como Tito en Jerusalén, asientos vacíos y salones desiertos, en un santuario sin ninguna Presencia que lo santificara, y el cielo abandonado sin un Dios”.

 

Eliot aceptaba con agrado la desaparición de la religión porque creía que de este modo el sentido del deber quedaría más puro. Asimismo, rechazaba el espiritismo porque deseaba el sentido de nobleza del que es virtuoso sin esperar recompensa. Un más allá podría negarle esta satisfacción, de manera que condenaba la búsqueda de pruebas de supervivencia. Como le dijo a Myers: “El triunfo de lo que tú crees significaría que todo el tiempo de mi vida que he pasado enseñando no posee ningún valor”.

 

Sidgwick era más escéptico, así como más realista, y dudaba de que el sentido del deber persistiera una vez desaparecida la religión. Durante un tiempo la gente conservaría su sentido moral. A medida que la incredulidad sustituyera a la duda respecto a las afirmaciones de la religión, incluso podría ser que encontraran alguna clase de consuelo en el hecho de cumplir con su deber. Así siguió Sidgwick después de haber llegado a la conclusión de que tal vez jamás se encontraran pruebas de que existía la supervivencia. A la larga, sin embargo, a medida que el hecho de la extinción personal se fuera filtrando en la conciencia diaria, la moralidad desaparecería.

 

Todo dependía de si se encontraba alguna prueba de supervivencia, y Sidgwick a menudo perdía las esperanzas de encontrarla. En 1858, declaró en un escrito que el número de “investigadores espiritólogos está aumentando”. En 1864 escribía: “En cuanto al espiritismo, no he progresado, sino que tengo dolorosas dudas”. En 1886 confesaba que “la corriente natural de mi mente ahora se dirige hacia la incredulidad total en cuanto a inteligencias extra-humanas”. Casi al final de su vida le dijo a su amigo Myers: “Cuando repaso mi vida, me parece ver poco más que horas perdidas”.

 

Al no creer en la supervivencia póstuma, Sidgwick llegó a la conclusión de que no había razón para vivir con moralidad. Persona absurdamente moral en la mayoría de cosas, murió sin ninguna de estas creencias.

 

En cuanto resolvemos el enigma de la muerte muriendo, ya resolvemos el problema de la vida naciendo. Tomad mi caso.

 

“Henry Sidgwick”, comunicación póstuma

 

El argumento de Sidgwick de que un más allá podría llenar el agujero que había encontrado en la ética apenas era irrefutable. Si los principios del interés personal y la bondad universal fueran realmente contradictorios, la existencia de un más allá podría no alterar ese hecho. A lo sumo, lo que haría una vida después de la vida sería asegurar que las consecuencias de seguir los principios eran las mismas. Pero lo que Sidgwick quería del teísmo era un mundo en el que el deber y el interés personal apuntaran en la misma dirección. Creía que en un mundo así los dos principios no estarían enfrentados.

 

¿El teísmo podía dar a Sidgwick lo que quería? Los teístas creen que el mundo es creado por una persona divina, a cuya imagen se forman los humanos. Si la personalidad está incorporada en la naturaleza de las cosas como creen los teístas, sería concebible que los humanos sobrevivieran a la muerte. Sin embargo el dualismo de Sidgwick tal vez todavía no estaba superado. Podría ser que el teísmo fuera cierto, pero tal vez Dios no compartiera los valores de Sidgwick.

 

Como la mayoría de pensadores de la época, Sidgwick creía que el bienestar universal era el bien primario. En algunas versiones del teísmo, sin embargo, son más importantes otros valores: un creyente egoísta podría ir al cielo mientras que un no creyente que hiciera el bien acabaría en el infierno. Los calvinistas del siglo XIX eran resueltamente hostiles al espiritismo, con su promesa de un más allá celestial para todo el mundo, por esta misma razón. El teísmo no asegurará la convergencia del interés personal y el bienestar general si Dios se preocupa más de la salvación de unos cuantos elegidos que del bienestar de todo el mundo.

 

En cualquier caso, no todas las versiones del teísmo prometen un más allá. El judaísmo bíblico habla muy poco de este tema; hay referencias a un submundo (Sheol). Pero está poblado de sombras de los que han muerto y no de sus personalidades supervivientes. Otro punto de vista es el de los antiguos gnósticos, que creían que el mundo es la creación de un semidiós; la salvación reside en ascender a un plano superior y ser absorbido en la verdadera Deidad, que es impersonal. En los Dialogues Concerning Natural Religion de David Hume hay una variación de esta teología, cuando uno de los interlocutores describe la opinión de “los más religiosos y devotos de todos los filósofos paganos”, según los cuales adorar a Dios “no consiste en actos de veneración, reverencia, gratitud o amor, sino en cierta misteriosa autoaniquilación o extinción total de todas nuestras facultades”. En otras variaciones, Hume hace imaginar a uno de los interlocutores que el mundo puede que sea:

 

“… sólo el primer tosco ensayo de alguna deidad infantil, que después lo abandonó, avergonzada de su coja actuación; es la obra de alguna deidad dependiente, inferior; y es objeto de burla para sus superiores; es el producto de la vejez y la chochez de alguna deidad caduca; y desde su muerte no ha parado de correr aventuras, desde el primer impulso y fuerza activa, que recibió de ella”.

 

La simpática sugerencia de Hume de que el mundo puede ser obra de un Dios infantil o de un Dios senil, que ha olvidado por qué lo hizo, puede ser una de las versiones más plausibles del teísmo. Semejante Dios es poco probable que se acuerde de asegurar una vida después de la vida para sus creaciones humanas.

 

Aun cuando el teísmo ha prometido una vida futura, esa vida se ha imaginado de maneras muy diferentes. La corriente heterodoxa del judaísmo encabezada por Jesús parece no haber tenido noción alguna de un alma inmortal, creada por Dios y luego infundida en el cuerpo; la inmortalidad significaba separarse de los muertos en el cuerpo que uno había tenido en vida y después vivir para siempre en un mundo sin decadencia o putrefacción. En la religión cristiana inventada por Pablo y Agustín, que estaba muy influenciada por Platón, la inmortalidad significaba algo muy diferente: una vida fuera del tiempo, que disfrutaría el “alma” o “espíritu” de los fallecidos. No quedaba claro de qué manera esta inmortalidad platónica podría preservar algo como las personas que en otro tiempo habían vivido. En la versión preferida por los cristianos en la época de Sidgwick, que dio forma a su pensamiento incluso cuando ya no creía en ello, una vida futura significaba seguir, después de muerto, como la persona que se había sido en otro mundo, con un cuerpo nuevo sin las imperfecciones del que había dejado atrás.

 

Las religiones no teístas también son diferentes. En lugar de una personalidad divina, los hindúes y los budistas creen en una ley moral impersonal. El karma es la causa y el efecto morales que actúan en cada esfera de la existencia; no es necesario postular la existencia de un Dios que juzga la vida humana. No existe ninguna diferencia insalvable entre los humanos y otros animales: las almas –o en el budismo, que rechaza la idea del alma, las cadenas de sucesos mentales– migran cruzando los límites de las especies, en un ciclo de reencarnación potencialmente sin fin. En estas creencias no teístas la existencia continuada en otro mundo no se ve en modo alguno como algo deseable, sino como algo que debe ser evitado. La perduración eterna de la persona que hemos sido en vida sólo podría ser un tipo de infierno. La inmortalidad consiste en morir y no volver a nacer, ni en este mundo ni en ningún otro.

 

Ninguna de estas visiones puede imaginarse con coherencia. Cada una contiene ideas contradictorias entremezcladas; tiempo y eternidad, la resurrección del cuerpo y el fin del envejecimiento, la salvación del individuo y la extinción de la identidad personal. Esta incoherencia no debe sorprendernos, ya que las respuestas humanas a la muerte son contradictorias. Cuando nos parece que la vida vale la pena ser vivida queremos que dure para siempre; cuando encontramos que no tiene sentido queremos morir para siempre o no haber nacido jamás.

 

Por supuesto, una vida futura podría ser sólo un hecho. Entre los victorianos que buscaban la inmortalidad había ateos y agnósticos que creían que, si existía una vida futura, ésta formaba parte del orden natural de las cosas. Había ocultistas que creían que la supervivencia tras la muerte era posible, pero sólo para los pocos que habían desarrollado sus poderes ocultos. Asimismo había muchos que creían, como Myers, que la evolución implicaba una vida futura. “El espiritismo –escribió un destacado abogado, el egiptólogo y poeta Gerald Massey– aceptará el darwinismo y lo completará y resolverá en el otro lado”. Para estos no teístas, el espiritismo no era una filosofía del inmaterialismo en el que el mundo físico es una ilusión, como había formulado el filósofo decimonónico alemán Arthur Schopenhauer (influido por el pensamiento hindú y budista). El espiritismo era otra versión del naturalismo, una explicación del universo material ampliado de tal modo que englobaba un mundo invisible.

 

Entendida de este modo, la supervivencia a la muerte podía suceder de muchas formas diferentes. Cuando alguien muere, puede ser que el contenido de su mente dure un tiempo, pero sin ir acompañado de ninguna otra experiencia. Estos restos de la mente podrían seguir existiendo como corrientes de pensamiento separadas, que poco a poco irían desapareciendo, o tal vez fluirían hacia alguna clase de almacén cósmico, donde permanecerían indefinidamente. Fuera una cosa o la otra no podía haber acción alguna más allá de la tumba. Como alternativa, el contenido de la mente de la persona muerta podía persistir junto con sus experiencias personales, pero estas experiencias podían ser fragmentarias y discontinuas, como las que tenemos en sueños; ésta sería la clase de existencia post mórtem imaginada en los mitos griegos, en los que las sombras de las personas que hemos sido vagan asustadas por un lúgubre submundo. O quizá los muertos podrían parecerse más a las personas que eran antes de morir, sobreviviendo como mentes incorpóreas o adquiriendo nuevos cuerpos “astrales” o “etéreos”, conservando en cada caso su memoria anterior y la capacidad de concebir designios y planes y hacerlos realidad.

 

Al mismo tiempo que estos conceptos de supervivencia, han existido diferentes conceptos del mundo al que entran las personas cuando mueren. En uno de ellos –una versión de la cual se puede encontrar en las creencias budistas tibetanas sobre el estado intermedio, o bardo, entre cada reencarnación– el más allá es una construcción mental, diferente para cada persona. Otro punto de vista del más allá consiste en creer que éste es soñado por una mente impersonal, un producto, como el mundo de los vivos, cuyos habitantes son figuras en el sueño. En otra versión, el mundo post mórtem es un medio plenamente desarrollado en el que los muertos perduran como versiones reforzadas de su yo anterior. Éste es el tipo de más allá que la mayoría de los investigadores victorianos querían: un Jardín del Edén, como a veces lo denominaban los espiritistas, en el que los feos defectos de la vida terrenal han desaparecido.

 

Ninguna de estas versiones de una vida futura asegura la inmortalidad a la persona que ha muerto. Sea lo que sea lo que sobrevive podría durar un tiempo y luego desaparecer, o tal vez mutarse y convertirse en otra cosa. También en este caso el mundo en el que el espíritu o alma superviviente se encontrara podría tener una vida finita, como se supone que tiene nuestro universo. En ese caso, algo de los humanos podría sobrevivir y encontrarse en otro mundo, sólo para que ese mundo más tarde implosionara y se hundiera.

 

Aun cuando existiera una vida después de la muerte, ello no significaría que la personalidad humana duraría eternamente. Si el darwinismo es cierto, es difícil entender cómo podría ser posible tal cosa. Si no existe ninguna barrera insuperable entre la mente humana y la mente de los demás animales, no parece haber razón para que el más allá sólo esté poblado por humanos. Pero si los otros animales también pasan al más allá al morir, ¿sobreviven como mentes desencarnadas o adquieren un nuevo cuerpo? Sea lo que fuere, ¿el más allá estaba vacío hasta que la vida evolucionó y apareció la muerte? Surge otra cuestión si el progreso científico permite la creación de máquinas conscientes de sí mismas. ¿Perdurarán los fantasmas de estas máquinas, como algunos espiritistas creen que hacen los de los humanos después de la muerte del cuerpo?

 

Ninguna de estas cuestiones tiene respuesta, y en realidad el darwinismo no puede concordar con ninguna idea de un mundo post mórtem. En el esquema que hace Darwin de las cosas, las especies no son fijas o eternas; sus límites son confusos y cambiantes. ¿Cómo podría, entonces, ir sólo una especie a un mundo más allá de la tumba? Si en la Tierra se extinguiera toda la vida, tal vez como consecuencia del cambio climático causado por los humanos, ¿contemplarían desde los cielos, solos, el yermo que habrían dejado abajo? Seguramente, desde el punto de vista de la inmortalidad, todos los seres vivos se levantan o caen juntos. Pero también en este caso, ¿cómo podría alguien imaginar todas las legiones de muertos –no sólo las generaciones humanas que han existido, sino las innumerables especies animales que ya están extinguidas– viviendo eternamente conservadas en el éter?

 

Los investigadores victorianos que buscaban pruebas de la supervivencia a menudo imaginaban que la evolución continuaba en el más allá. Pero siempre lo hacían de una manera que distorsionaba la visión de Darwin, inyectando en la evolución ideas de finalidad y progreso que no caben en su definición. Igual que en Europa y en Rusia, donde los ocultistas y los “constructores de Dios” abrazaron la teoría de Lamarck, la verdadera lección del darwinismo se eludió.

 

 

 

 

Este texto es un fragmento del libro La comisión para la inmortalización. La ciencia y la extraña cruzada para burlar la muerte, recién publicado por la editorial Sexto Piso, con traducción de Carme Camps Monfà.

 

 

 

 

John Gray nació en el Reino Unido en 1948. Ha sido profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Oxford y de Pensamiento Europeo en la London School of Economics. Entre sus obras destacan False Dawn: The Delusions of Global Capitalism; Misa negra. Religión apocalíptica y muerte de la utopía y Perros de paja. Reflexiones sobre los humanos y otros animales. En FronteraD ha publicado El silencio de los animales. El progreso y otros mitos modernos, extracto de un libro también publicado por Sexto Piso.

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