Una vez yo tuve un amor.
Para ese amor, a veces, muchas veces, tantos años de veces, anotaba palabras ajenas, mezclándolas con garabatos propios. Antropofagia epistolar.
Esta retahíla de desvelos, cuyo cometido es mucho más ingrato y menos erótico de lo que quise, está construida con lo que nunca dije.
Rastreando los orígenes, para sacudir la inopia y la rutina de una monotonía deleznable, tropecé con tus ojos.
Aquello fue un presagio.
El producto más franco y más libre de la mente y del corazón, de cuya eficacia cabe dudar, es una carta de amor.
Eres, en todas las formas, más de lo que alguien pueda anhelar: las pobres no necesitamos mucho para sostenernos.
Poco queda en mí salvo la certidumbre de tu comprensión.
Y no creo que se pueda ser más feliz.
Sí, estoy resuelta a ser una extranjera vagabunda hasta que pueda volar a tus brazos.
Sí, pondría mi corazón entre tus manos sin que éste se rebelara.
¿Qué mejor amparo tendría él que esas manos tuyas?
He aprendido a decir tu nombre mientras duermo.
Tantas noches de amor son un regalo.
Pequeñas muertes en cada despedida.